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– Dios mío, pero qué ignorante eres -vociferó-. ¿Crees que es difícil manipular los sentimientos de un niño? -Señaló con furia hacia la ventana-. Hay un pederasta en esta calle que te podría quitar a la pequeña Rosie con un puñado de caramelos porque la niña no ha aprendido a diferenciar el amor sincero del que no lo es. ¿Y a quién culpará la sociedad, Melanie? ¿A ti? -Soltó una risita hiriente-. Claro que no… Derramarás lágrimas de cocodrilo mientras que a las personas que se preocuparon de verdad por Rosie, es decir, tu asistenta social y yo, las crucificarán por dejarla con alguien tan inepto.

La joven entrecerró los ojos.

– No creo que deba decirme eso.

– ¿Por qué no? Es la verdad.

– ¿Y dónde está ese pederasta? ¿En qué número?

Demasiado tarde, Fay se dio cuenta de que se había pasado de la raya. Se trataba de información confidencial y la había revelado en un momento de ira.

– Esa no es la cuestión -dijo sin demasiada convicción.

– ¡Y un cuerno! Si hay a un psicópata viviendo cerca, quiero saberlo. -Melanie se levantó del sofá de un salto y se plantó frente a la solterona menuda, a la que sacaba varios centímetros-. Sé que piensa que soy un desastre de madre, pero nunca les he hecho daño y nunca se lo haré. Un niño no se muere por ir sucio, y tampoco por oír cuatro palabrotas de vez en cuando. -Melanie acercó el rostro al de Fay con brusquedad-. Pero por culpa de un psicópata sí. Así que ¿dónde está? ¿Cómo se llama?

– No estoy autorizada a decírtelo.

Melanie juntó los puños.

– ¿Quiere que la obligue?

Aterrorizada, Fay se retiró hacia la puerta.

– Es un nombre polaco -respondió cobardemente antes de poner pies en polvorosa.

Fay temblaba cuando salió a Humbert Street. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¿Se iría Melanie de la lengua? ¿Llevarían a cabo una investigación? ¿Habría puesto en peligro su pensión? Se devanó los sesos buscando excusas. Qué culpa tendría ella. A quién se le ocurría alojar a un pederasta en Acid Row. No había manera de que se mantuviera en secreto. La cárcel era como una segunda casa para los hombres de la urbanización. Seguro que uno u otro acabaría reconociéndolo de cuando estuvo entre rejas. Su miedo empezó a verse mitigado. Si alguien le preguntaba, diría que se había enterado por un pajarito de que ya habían hecho saltar la liebre. ¿Quién iba a saber dónde empezaban los cotilleos en un lugar como aquel? Los rumores más insospechados se extendían como un reguero de pólvora. Otra cosa sería si hubiera dado un nombre a Melanie…

Con un sentimiento de seguridad cada vez mayor, echó a andar calle abajo y miró de reojo al pasar por delante del número 23. Había un hombre mayor en la ventana. Este se encogió al ver que la mujer miraba hacia allí, ante el temor de que advirtiera su presencia, hecho que sirvió a Fay de justificación. Ante la palidez y el aspecto enfermizo, como de gusano, del individuo, el repelús instintivo que sintió Fay alejó toda idea de alertarles a él o a la policía de que su vida corría peligro.

De todos modos, odiaba profundamente a los pederastas. Había visto los efectos de sus acciones más veces de la cuenta en la mente y el cuerpo de los niños que los llamaban «papá».

Artículo de la página web de la Asociación de Defensa del Menor;

colaboración entregada en marzo de 2001

LA MUERTE DE LA INOCENCIA

Al término de uno de los juicios por asesinato más espantosos de la última década, Marie Thérèse Kouao, de 44 años, y su novio, Carl Manning, de 28, fueron condenados a cadena perpetua por las brutales torturas y el asesinato de la sobrina nieta de Kouao, Anna Climbie, de 8 años. Anna, nacida y criada en Costa de Marfil, fue confiada al cuidado de Kouao, por parte de sus afectuosos padres después de que la tía homicida, que se presentaba ante su clan familiar de África como una «mujer rica y con éxito», se hubiera ofrecido a dar a la pequeña una vida mejor en Inglaterra. En realidad se trataba de un parásito trapacero que necesitaba a una «hija» para beneficiarse del sistema de prestaciones de la seguridad social. La pequeña Anna falleció de hipotermia y malnutrición después de que la obligaran a vivir desnuda en un baño, atada de pies y manos, y cubierta únicamente por una bolsa de basura. La tenían amarrada como a un perro y la alimentaban con sobras que tenia que comer del suelo. Su cuerpo revelaba 128 marcas de golpes que Kouao, haciéndose pasar por su madre, convenció a los médicos y trabajadores sociales de que eran autoinfligidos. Asimismo, persuadió a las autoridades religiosas de que realizaran un exorcismo a la traumatizada y atormentada niña asegurando que estaba poseída por los demonios.

Durante el proceso, Kouao, que llevaba una Biblia para convencer al jurado de que era una mujer religiosa, afirmó ser objeto de ataques constantes por parte de otras reclusas durante su estancia en prisión preventiva en la cárcel de Holloway. Se trataba de una muestra descarada del doble rasero que aplicaba esta criminal. «Me pegaron y rompieron mis cosas -explicó entre llantos-. Es muy duro de sobrellevar.» Ante dicho comentario, la persona encargada de interrogarla le preguntó con ira: «¿Qué me dice de lo fácil qué debía de ser, para Anna sobrellevar lo que usted le hacía?».

Resulta tentador tachar a Kouao de ser diabólico y aberrante y dar así por zanjado el asunto, pero las estadísticas sobre casos de homicidio infantil en el Reino Unido muestran cifras alarmantes. Un promedio de dos menores mueren cada semana a manos de sus progenitores o tutores, y miles son víctimas de malos tratos y conductas negligentes de tal magnitud que el daño físico y psicológico que sufren es irreparable. En cambio, el número de menores asesinados al año por un desconocido no llega a cinco.

Cuando el News of the World, el periódico más vendido del Reino Unido, emprendió el año pasado su campaña para «desenmascarar» a los pederastas, siguiendo la línea de la llamada «ley de Megan» implantada en Estados Unidos, con la publicación de nombres, direcciones y fotografías de los agresores conocidos, los puntos de vista sobre su eficacia se polarizaron. La opinión pública, horrorizada aún por un reciente y espantoso caso de homicidio infantil a cargo de un pederasta sospechoso, en buena parte la aplaudió. La policía, los agentes de libertad condicional y los abogados especializados en abusos infantiles argumentaron que era contra-producente y que con toda probabilidad obligaría a los pederastas a abandonar la terapia para ocultarse por temor a los ataques de las patrullas de vecinos.

Sus advertencias no tardaron en hacerse realidad. Según un informe redactado por agentes de libertad condicional, agresores sexuales de toda Gran Bretaña habían procedido ya a mudar de residencia, cambiar de nombre e interrumpir el contacto con la policía, o estaban planteándose dicha acción. Más preocupante aún resulta el hecho de que tras la publicación de 83 nombres, direcciones y fotografías en la prensa dominical, grupos de vigilancia vecinal enardecidos atacaron el domicilio de algunos de estos presuntos pederastas y provocaron disturbios callejeros. En casi todos los casos el objetivo fue una persona inocente, ya fuera porque el periódico había publicado una dirección incorrecta o sin vigencia, o bien porque los miembros de dichas asociaciones vecinales atribuían al propietario del domicilio parecido con alguno de los sujetos de las fotografías. El incidente más extraño y perturbador fueron los destrozos causados en la vivienda y el vehículo de una pediatra por parte de un grupo de ignorantes que pensaron que «pediatra», médico especializado en el diagnóstico y tratamiento de enfermedades: infantiles, era sinónimo de «pederasta», es decir, un adulto que siente una atracción sexual por los niños.

A raíz de dichos sucesos el News of the World suspendió su campaña tras haber prometido desde el principio «señalar y avergonzar» a todos los pederastas del Reino Unido. «Nuestra labor se centrará a partir de ahora en obligar al gobierno a actuar de acuerdo con la ley de Megan -declaró el asediado director del periódico-, y no dudaremos en señalar y avergonzar a todo político que se interponga en nuestro camino».