Colin volvió a agarrarla del brazo.
– Hostia, Mel. ¿Seguro que estás bien? No paras de tambalearte, hermanita.
Los ojos de Melanie, cansados, se llenaron de lágrimas.
– Creo que Jimmy ya no me quiere, Col. ¿Dónde se había metido? ¿Por qué no contestaba al teléfono? ¿Crees que está liado con otra?
– Claro que no. Tiene cosas que hacer, nada más.
– ¿Como qué? ¿Qué es más importante que el crío y yo?
– Pues cosas -respondió Colin, inquieto. Pero a él también lo acosaban las dudas. No podía creer que Jimmy antepusiera los estéreos a Mel y a él. Habían sido una familia para Jimmy y todo el mundo sabía que uno nunca abandonaba a la familia.
Interior del nº 23 de Humbert Street
Jimmy cogió una corbata del armario para atar las manos de Franek por delante antes de darle una bofetada en la cara, a fin de hacerle volver en sí y tirar de él para que se pusiera en pie.
– Nos vamos -le anunció-. Me llevo a Milosz. Usted puede quedarse aquí o venir con nosotros. Si viene, hará lo que yo le mande. Un movimiento en falso y le entrego a los locos de ahí fuera. Capisce?
– Desátame.
– No. Es un puto psicópata y no me fío de usted. -Jimmy arrastró a Milosz hasta el centro de la estancia y se arrodilló para echarse el cuerpo exánime al hombro como un saco de patatas. Durante la maniobra, no perdió de vista a Franek ni un solo instante-. Decídase. Venir con nosotros o morir. No voy a volver por usted, y tampoco voy a ayudarle. Comete un error… alguien puede verle… Me voy de aquí con Milosz y Sophie. ¿Lo coge?
Franek empezó a respirar con dificultad.
– Pones a mí en peligro con las manos atadas.
– Ya lo sé. Qué mierda, ¿verdad? -Jimmy se encaminó hacia la puerta, azuzando a Sophie por detrás con una mano para que avanzara deprisa-. Supongo que eso es lo que le decían las prostitutas antes de que las moliera a palos.
Él viejo soldado se retiró a toda prisa de su posición a los pies de la escalera al oír el correteo de Sophie y el paso más pesado de Jimmy en el descansillo. Había oído voces en la habitación de arriba, pero con el jaleo de fuera no había llegado a entender lo que decían. Además de lo mayor que era, estaba desorientado y, como reconocía sin reparos para sus adentros, asustadísimo. No se había fijado en la cantidad de gente que había en Humbert Street, y en lo enfadados que parecían estar.
En ocasiones anteriores, los conflictos ocurridos en la urbanización se habían desencadenado invariablemente -aunque nunca a semejante escala- en respuesta a una acción torpe por parte de la policía. La población de Acid Row guardaba un fuerte rencor a las fuerzas de la ley y el orden, creyendo ser la víctima en particular de un tratamiento brutal. En varias ocasiones se habían producido escaramuzas después de que la policía pegara con porras a los jefes de las pandillas alegando resistencia al arresto. Como la mayoría de los habitantes de mayor edad de la urbanización, el soldado siempre creía la versión policial, pero al ver aquel tumulto dedujo que algo muy grave debía de estar pasando para enfurecer a semejante multitud.
El anciano lamentó haberse metido en una trampa por seguir al negro. El orgullo lo había llevado hasta allí. La determinación de demostrar que aún era un hombre que plantaba cara. Se maldijo por su estupidez. A su esposa le gustaba decir que había perdido el poco juicio con el que había nacido cuando se puso el uniforme del rey. Andar con un arma por las junglas de Borneo, solía recriminarle enfadada, no le daba ningún derecho a sermonear a los demás por sus errores. Luchando nunca conseguiría nada más que la muerte de los hijos de otras mujeres. Aquella había sido la causa de todas las riñas que habían tenido, porque él no soportaba que menospreciaran el único logro verdadero de su vida.
El soldado miró desesperado alrededor en busca de algún escondite pero no vio ninguno en el pasillo. El miedo se le instaló en el estómago como una losa. La puerta del cuarto trastero estaba cerrada con llave y él no era lo bastante veloz para llegar al abrigo de los jardines antes de que el negro lo pillara. Era a Jimmy a quien temía -y a la banda que lo acompañaba-, no a los patanes de la calle, que reconocerían al «viejo gruñón de mierda» que les leía la cartilla todos los sábados por la noche por estar borrachos y armar jaleo frente a su casa. Con el machete pegado al pecho, el viejo soldado entró con sigilo en el salón y se escondió detrás de la puerta…
Jardines. Humbert Street
Gaynor desestimó la idea de intentar abrirse paso a empujones entre la multitud, al comprender que quien no hubiera aprovechado la oportunidad de escapar sería lo bastante robusto y tenaz para no moverse del sitio. En lugar de ello, decidió atravesar corriendo la casa de la señora Carthew y seguir el camino abierto por Jimmy a través de los jardines traseros, pensando que si encontraba las salidas abiertas a lo largo de la calle podría sortear la aglomeración y salir en algún punto más cercano al lugar donde se hallaban sus hijos.
En la parte de atrás reinaba una calma extraña e inquietante. Gaynor esperaba encontrar los jardines llenos de gente atemorizada y no se explicaba por qué no había nadie. Aflojó el paso. El batir de las palas del helicóptero en lo alto le recordó que la policía lo veía todo desde el aire. ¿Debería estar haciendo aquello…?
Centro de mando. Filmación desde el helicóptero de la policía
La cámara de vídeo captó la imagen de Gaynor mirando hacia arriba en medio del jardín donde se encontraba la estructura metálica para que treparan los niños, mientras esperaba la retirada de Jimmy del número 23. Ken Hewitt había dado órdenes de restringir las salidas a la acera de los pares hasta recibir noticias de la salida de Sophie y los Zelowski de la casa. Quienes veían las imágenes exhalaron un suspiro de alivio cuando aparecieron tres siluetas, una de las cuales -el hombre corpulento con traje de cuero negro- llevaba a una cuarta al hombro.
El objetivo les siguió la pista hacia Bassindale Row, mientras Jimmy derribaba vallas con certeros puntapiés, para luego recorrer de nuevo Humbert Street.
– ¿Qué ha pasado con el tipo del casco de hojalata? -preguntó alguien.
Nadie lo sabía.
Jardines. Humbert Street
Gaynor reconoció sin dudar, desde tres casas más abajo, a Jimmy al salir este por la puerta de la cocina. La mujer que iba a su lado también le resultó conocida por un instante, pero tenía el rostro tan ensangrentado que no estaba segura. Gaynor levantó una mano para indicar que los había reconocido pero ellos giraron a la izquierda, en dirección a Bassindale Row, y en ningún momento miraron hacia donde estaba ella.
Gaynor lo llamó a gritos por su nombre, pero Jimmy estaba concentrado en derribar las vallas a patadas y acercarse corriendo a la siguiente, y no llegó a oírla.
Ni por un instante imaginó Gaynor que estaba presenciando la partida de los pederastas. Apenas había vuelto a pensar en ellos desde el comienzo de los disturbios, salvo para culparse por impulsar la marcha, e ignoraba dónde se encontraba con respecto a la casa de Melanie, pues nunca había estado en los jardines. Solo podía interpretar lo que veía partiendo de lo que pensaba que sabía, por lo que supuso que aquella sería una de las salidas que habían mandado establecer a Jimmy.
Era evidente que se había producido un accidente. O algo peor. ¿Otro cóctel molotov? ¿Una avalancha de gente? Solo eso podía explicar la prisa desesperada de Jimmy, el cuerpo que llevaba al hombro, el rostro ensangrentado de la mujer y el anciano que iba tras ellos, con las manos cogidas por delante como si estuviera herido. Jimmy estaba sacando a los heridos de allí.