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– Es un tema delicado para ella.

Sophie se levantó y dejó la taza en la mesa. Procuró no mostrar lo enfadada que estaba. Imaginaba lo furioso que se pondría el médico jefe si la consulta recibiera el palo de tener que pagar una indemnización por «daños y perjuicios». Hace años que tendrían que haber encerrado a esa dichosa mujer.

– Hazme un favor, Mel. Olvida lo que dijo. Estaba totalmente fuera de lugar… no debería haberlo hecho. Eres lo bastante sensata para no dar vueltas a lo que pueda decirte Fay Baldwin.

– Pareció cagarse de miedo cuando le dije que no debería irse de la lengua con cosas así.

– No me extraña. -Sophie consultó su reloj-. Mira, tengo que irme. Hablaré con la sustituta de Fay, le contaré lo que ocurre y le pediré que se pase por aquí lo antes posible. Puedes hablar con ella de lo que quieras, es una persona que sabe escuchar, y te prometo que no te echará ningún sermón. ¿Qué te parece?

Melanie levantó un pulgar en señal de aprobación.

– Genial.

Esperó a que la puerta se cerrara para coger a su hija y sentársela en la rodilla.

– ¿Ves, cielo? Es una conspiración. Una bruja tonta descubre el pastel porque es una vieja frígida y los demás hacen como si no supieran nada. -Melanie recordó el terror de Fay cuando salió a toda prisa de la casa-. Pero la vieja frígida dijo la verdad y los demás no dicen más que puñeteras mentiras.

El mensaje que Sophie dejó en el teléfono de Fay cuando regresó al coche era devastador:

«Me traen sin cuidado los problemas que tengas, Fay… por lo que a mí respecta, tu salud mental mejoraría infinitamente si tu lechero te follara mañana hasta decir basta… pero como vuelvas a acercarte a Melanie Patterson te llevaré personalmente al manicomio más próximo y haré que te encierren. ¿Qué diablos crees que hacías, so cretina?».

Media hora más tarde y a un kilómetro de distancia del Centro Médico de Nightingale, la mano de Fay Baldwin temblaba al borrar el mensaje de su buzón de voz. Melanie la había delatado.

Capítulo 3

Viernes, 27 de julio de 2001. Mediodía

Urbanización Portisfield.

El vehículo permaneció estacionado veinte minutos frente a la iglesia católica de Portisfield. Varias personas pasaron por delante, pero ninguna lo miró con detenimiento. Una lo describió posteriormente como un Rover azul, otra como un BMW negro. Una joven madre que llevaba un cochecito reparó en que había un hombre dentro, pero no fue capaz de describirlo y, al interrogarle la policía, cambió de parecer y dijo que bien podía ser una mujer con el pelo corto.

Una vez transcurridos los veinte minutos, una niña delgada de cabello oscuro abrió la portezuela del coche, se sentó en el asiento del pasajero y se inclinó hacia delante para plantar un beso en la mejilla al conductor. Nadie la vio hacerlo, aunque la joven madre pensaba que quizá hubiera visto a una niña que respondía a aquella descripción doblar la esquina de Allenby Road unos minutos antes. Durante el mismo interrogatorio la mujer vaciló y declaró que quizá la niña fuera rubia.

– ¿Todo bien? -preguntó el conductor.

La niña asintió.

– ¿Me has traído la ropa nueva?

– Claro que sí. ¿Cuándo no he cumplido yo una promesa?

Los ojos de la niña se iluminaron de la emoción.

– ¿Es bonita?

– Es lo que me encargaste. El top de Dolce & Gabbana. La falda de Gucci. Los zapatos de Prada.

– Genial.

– ¿Nos vamos?

La niña se miró las manos, en un ataque repentino de inseguridad.

– Puedes cambiar de idea cuando quieras, tesoro. Ya sabes que lo único que quiero es que seas feliz.

La niña asintió de nuevo.

– Vale.

Capítulo 4

Viernes, 27 de julio de 2001. 18. 10 h

Nº 14 de Allenby Road. Urbanización Portisfield

El sol lucía aún alto al oeste del horizonte a las seis de la tarde, y la calma se veía cada vez más mermada a medida que los comercios y las oficinas con aire acondicionado se vaciaban y la gente salía al calor sofocante de aquella tarde de julio. Trabajadores cansados, ansiosos por llegar a casa, hervían en el interior de coches y autobuses recalentados, y Laura Biddulph aminoró la marcha a su paso por Allenby Road mientras se preparaba para otro asalto con los hijos de Greg. No sabía qué le resultaba más deprimente, si una jornada de ocho horas en el Sainsbury de Portisfield o volver a casa con Miss Peggy y Jabba el Hutt.

Laura se planteaba la posibilidad de decirles la verdad. «Vuestro padre es repulsivo… No penséis ni por un momento que quiero ser vuestra madrastra…» Por un breve y maravilloso instante se imaginó haciéndolo, hasta que recobró el sentido común y recordó las opciones que tenía. O la falta de opciones, más bien. Todas las relaciones se basaban en mentiras, pero los hombres desesperados eran más dados a creérselas. ¿Qué remedio les quedaba si no querían estar solos?

Fuera, la luz del sol confería a las uniformes casas de protección oficial una espuria prestancia. Dentro, Miss Peggy y Jabba estaban encerrados en el salón con todas las cortinas corridas y el televisor sintonizado con el volumen alto en un canal de música. El hedor a grasa de salchicha asaltó las fosas nasales de Laura al traspasar el umbral de la puerta de entrada, y se preguntó cuántas visitas habrían hecho a la cocina en lo que iba de día. Si por ella fuera, los habría encerrado con llave en un armario a pan y agua hasta que hubieran perdido peso y aprendido modales, pero a Greg lo consumía el sentimiento de culpa por sus propios defectos, de modo que cada día estaban más gordos y maleducados. Laura se quitó la chaqueta de algodón, se cambió los zapatos planos de dependienta por un par de pantuflas que había debajo del perchero y mudó el semblante torvo por la sonrisa agradable y vacua que siempre veían en ella. Al menos si se mostraba afectuosa por pura formalidad, existía la posibilidad de que cambiaran.

Abrió la puerta del salón, asomó la nariz al aire caliente y estancado, cargado de pedos de adolescente, y gritó por encima del ruido: «¿Os habéis hecho té o queréis que os lo prepare?». Era una pregunta estúpida, a la vista de los platos grasientos, embadurnados de ketchup, que había tirados en el suelo como de costumbre; pero daba lo mismo. No le responderían dijera lo que dijera.

Jabba el Hutt, un muchacho de trece años con un eccema galopante allí donde la papada le rozaba el cuello, se apresuró a subir el volumen del televisor. Miss Peggy, de quince años y con unos pechos como dirigibles, se volvió de espaldas. Se trataba del ritual de todas las noches, que tenía como fin la exclusión de la futura madrastra delgaducha. Y funcionaba. Si no fuera porque su hija aceptaba la situación sin problema -«Cuando estamos solos se portan bien, mami»-, habría cortado por lo sano hacía ya mucho tiempo. Esperó a que Jabba articulara un «vete a la mierda» al aire, otra costumbre que formaba parte de la rutina diaria, antes de cerrar, con alivio, la puerta y dirigirse a la cocina.

Tras ella, la televisión enmudeció de inmediato.

– Ya estoy en casa, Amy -anunció al pasar por la escalera-. ¿Qué prefieres, cariño? ¿Barritas de pescado o salchichas?

Era el amor lo que detestaban, pensó mientras prestaba atención para ver si oía las burlas en voz baja de «cariñito… cariñito… mamaíta… mamaíta…» procedentes del salón. Las expresiones de afecto los ponían celosos.

Pero por una vez no hubo burlas y, con un atisbo de preocupación, miró escalera arriba esperando oír la ráfaga de pisotadas que retumbaban en los peldaños cuando su hija de diez años bajaba para lanzarse a los brazos de su madre. Cada vez que ocurría, Laura se convencía a sí misma de que obraba como debía. Sin embargo, las dudas acuciantes nunca dejaban de acosarla, y cuando no obtenía respuesta sabía que había estado engañándose a sí misma. Volvió a llamar a su hija, en voz más alta esta vez; acto seguido, subió la escalera de dos en dos y abrió de par en par la puerta del dormitorio de la niña.