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Tiempo atrás, durante una de las batallas que anticiparon la caída de la gran Tenochtitlan, había llegado, el mismo día en que ella acababa de dar a luz a su hijo. Citlali, por su noble linaje, había recibido las mejores atenciones durante el parto a pesar del duro combate que libraba su pueblo contra los españoles. Su hijo llegaba a este mundo entre el sonido de la derrota, el humo y los gemidos de la gran Tenochtitlan agonizante. La comadrona que lo recibió, tratando de compensar de alguna manera el inoportuno arribo, pidió a los Dioses que le procuraran al niño bienaventuranza. Tal vez los Dioses vieron que el mejor destino de esa criatura no estaba en este mundo, pues al momento en que la comadrona le daba a Citlali a su hijo para que lo abrazara, ésta lo hizo por primera y última vez.

Rodrigo, que acababa de matar a los guardias del palacio real, llegó a su lado, le quitó el niño de las manos y lo estrelló contra el piso. A ella la tomó de los cabellos, la arrastró unos metros y le hundió la espada en un costado. A la comadrona le cercenó el brazo con que lo intentaba atacar, y por último salió a prenderle fuego al palacio. Ojalá uno pudiera decidir en qué momento morirse. Citlali habría querido hacerlo ese día: el día en que murieron su esposo, su hijo, su casa, su ciudad. Ojalá sus ojos nunca hubieran visto a la Gran Tenochtitlan vestirse de desolación. Ojalá sus oídos nunca hubieran escuchado el silencio de los caracoles. Ojalá que la tierra sobre la que caminaba no le hubiera respondido con ecos de arena. Ojalá que el aire no se hubiera llenado de olores aceitunados. Ojalá que su cuerpo nunca hubiera sentido un cuerpo tan odiado en su interior y ojalá que Rodrigo al salirse se hubiera llevado el sabor del mar junto con él.

* * *

Mientras Rodrigo se levantaba y se ponía la ropa en su lugar, Citlali pidió a los dioses fuerza suficiente para vivir hasta que Rodrigo se arrepintiera de haber profanado a la Diosa del amor y a ella. No podía haber cometido mayor ultraje que violarla en un sitio tan sagrado. Citlali suponía que la Diosa también tendría que estar de lo más ofendida. La energía que había sentido circular por su espina mientras fue presa de la salvaje acometida de Rodrigo, nada tenía que ver con una energía amorosa. Había sido una energía descontrolada, desconocida para ella. Alguna vez, cuando aún estaba completa, Citlali había participado en una ceremonia en lo alto de esa pirámide con resultados completamente opuestos. La diferencia tal vez radicaba en que ahora la pirámide estaba trunca, y sin la cúspide la energía amorosa circulaba loca y desorganizadamente. ¡Pobre Diosa del Amor! De seguro se sentía tan humillada y profanada como ella y de seguro no sólo la autorizaba sino que esperaba ansiosamente que ella, una de sus más fervientes devotas, vengara la afrenta.

Pensó que la mejor forma de vengarse sería descargar en una persona amada por Rodrigo toda su rabia. Por eso se alegró tanto el día en que se enteró que una mujer española venía en camino para unirse al hombre. Ella creía que si Rodrigo pensaba casarse era porque estaba enamorado. No sabía que él lo hacía sólo para cumplir con uno de los requisitos de la encomienda que especificaba que el encomendero estaba obligado a combatir la idolatría, a iniciar la construcción de un templo dentro de sus tierras en un plazo no mayor de seis meses a partir de la concesión de la encomienda, a levantar y habitar una residencia a más tardar en dieciocho meses y a trasladar a su esposa, o a casarse, durante el mismo tiempo. Por tanto, en cuanto la construcción estuvo lo suficientemente avanzada como para poder habitar la casa, Rodrigo mandó traer de España a doña Isabel de Góngora para hacerla su esposa. De inmediato contrajeron nupcias y pusieron a Citlali a su servicio como dama de compañía.

El encuentro entre ellas no fue ni agradable ni desagradable. Simplemente no existió.

Para que un encuentro se dé, dos personas tienen que reunirse en un mismo lugar y en un mismo espacio. Y ninguna de las dos habitaba la misma casa. Isabel seguía viviendo en España, Citlali en Tenochtitlan. Si no había manera de que se diera el encuentro, mucho menos la comunicación. Ninguna de las dos hablaba el mismo idioma. Ninguna de las dos se reconocía en los ojos de la otra. Ninguna de las dos traía los mismos paisajes en la mirada. Ninguna de las dos entendía las palabras que la otra pronunciaba. Y no era cuestión de entendimiento. Era una cuestión del corazón. Ahí es donde las palabras adquieren su verdadero significado. Y el corazón de ambas estaba cerrado.

Por ejemplo, para Isabel, Tlatelolco era un lugar sucio y lleno de indios, donde forzosamente tenía que abastecerse y donde difícilmente podía encontrar azafrán y aceite de oliva. En cambio, para Citlali, Tlatelolco era el lugar que más le había gustado visitar de niña. No sólo porque ahí podía gozar de todo tipo de olores, colores y sabores sino porque podía disfrutar de un espectáculo callejero sorprendente: un señor, al que todos los niños llamaban Teo, pero cuyo verdadero nombre era Teocuicani (cantor divino), quien acostumbraba bailar sobre la palma de la mano dioses de barro articulados. Los dioses hablaban, peleaban y cantaban con voces de caracol, cascabel, pájaro, lluvia o trueno, emitidas por las prodigiosas cuerdas vocales de este hombre. No había vez que Citlali escuchara la palabra Tlatelolco en que no vinieran a su mente esas imágenes, y no había vez que pronunciara la palabra España sin que una cortina de indiferencia le cubriera el alma. Todo lo contrario de Isabel, para quien España era el lugar más bello del mundo y más rico en significados. Era la verde yerba donde infinidad de veces se había tendido a observar el cielo, la brisa de mar que desplazaba las nubes hasta hacerlas estrellarse en las altas cumbres de las montañas. Era la risa, el vino, la música, los caballos salvajes, el pan recién horneado, las sábanas tendidas al sol, la soledad de la llanura, el silencio. Y fue en esa soledad y en ese silencio, que se hacía más profundo por el ruido de las olas y las cigarras, que Isabel imaginó mil veces a Rodrigo, su amor ideal. España era el sol, el calor, el amor. Para Citlali, España era el lugar donde Rodrigo había aprendido a matar.

Esa enorme diferencia de significados radicaba en la enorme diferencia de experiencias. Isabel habría tenido que vivir en Tenochtitlan para saber qué quiere decir ahuehuetl. Para saber qué se sentía al descansar bajo su sombra después de haber realizado una ceremonia en su honor. Citlali tendría que haber nacido en España para saber qué significa mordisquear lentamente una aceituna, sentada a la sombra de un olivo mientras se observaba a los rebaños pastar en la pradera. Isabel tendría que haber crecido con una tortilla en la mano para que no le molestara su «húmedo» olor. Citlali tendría que haber sido amamantada bajo los aromas del pan recién horneado para que le encontrara gusto a su sabor. Y las dos tendrían que haber nacido con una menor arrogancia para poder hacer a un lado todo lo que las separaba y descubrir la enorme cantidad de cosas que tenían en común. Las dos pisaban las mismas losas, eran calentadas por el mismo sol, eran despertadas por los mismos pájaros, eran acariciadas por las mismas manos, besadas por la misma boca y, sin embargo, no encontraban el menor punto de contacto, ni siquiera en Rodrigo. Isabel veía en Rodrigo al hombre que soñó en la playa entre los vapores que escapaban de la dorada arena, y Citlali veía al asesino de su hijo, pero ninguna de las dos lo veía en realidad. Ahora que, también era cierto, Rodrigo no era fácil de percibir. En él habitaban dos personas a la vez. Tenía una sola lengua, pero se deslizaba dentro de las bocas de Citlali e Isabel de muy diferente manera. Tenía sólo una garganta, pero su voz podía resultar una caricia para la una y una agresión para la otra. Tenía sólo un par de ojos verdes, pero su mirar era para una un mar violento y agitado, y para la otra un mar cálido, tranquilo y espumoso. Lo importante del caso es que ese mar generaba la vida en los vientres de Isabel y Citlali indistintamente. Sólo que si Isabel esperaba la llegada de su hijo con gran ilusión, Citlali lo hacía con horror. Cada vez que se sabía embarazada, abortaba. No le gustaba nada la idea de traer a este mundo a un niño mitad indio y mitad español. No creía que pudiera hospedar pacíficamente dos naturalezas tan distintas en su interior. Era como condenar a su hijo a vivir en batalla constante. Era como ponerlo en medio de una encrucijada permanente, y eso de ninguna manera podía llamarse vida. Rodrigo lo sabía mejor que nadie. Él tenía que compartir su cuerpo con dos Rodrigos muy distintos.

Cada uno luchaba por tomar el mando del corazón, que se transformaba radicalmente dependiendo de quién fuera el ganador. Ante Isabel, era una mansa brisa, ante Citlali, una pasión arrebatada, una gusanera incendiaria, un deseo emperrado, una concupiscencia calcinante que lo hacía actuar como macho en celo. Todo el tiempo andaba tras ella, la asediaba, la acechaba, la arrinconaba, y cada día la presentía a más distancia. Si durante la conquista esta capacidad de percepción de movimientos en el aire le había servido para sobrevivir, ahora lo estaba matando. No podía dormir, no podía comer, no podía pensar en otra cosa que no fuera fundirse en el cuerpo de Citlali. Vivía sólo para detectar en el aire el cachondo fluir de sus caderas. No había movimiento que ella realizara, por mínimo que fuera, que pasara desapercibido para Rodrigo. Enseguida lo sentía y una urgencia abrasadora lo incitaba a integrarse a la fuente que lo generaba, a desahogarse entre esas piernas, a tumbarse al lado de Citlali donde fuera, a cabalgarla día y noche tratando de encontrar alivio. No había día en que no se acostaran al menos cinco veces. Su cuerpo necesitaba un respiro. Ya no podía más. Ni siquiera por las noches encontraba descanso. Al momento en que Citlali giraba en su petate, el movimiento de sus caderas generaba olas que llegaban a Rodrigo con la fuerza de una poderosa marejada. Lo levantaban de la cama y lo lanzaban a su lado con la velocidad de una flecha certera.