Rodrigo pensaba que no había mejor manera que ésa para demostrarle a Citlali su amor. Sin embargo, Citlali nunca se dio por enterada. Sufría las acometidas de Rodrigo con gran estoicismo. Pero nunca reaccionó a esa pasión. Su alma siempre fue una incógnita para él. Sólo una vez intentó comunicarse con Rodrigo, transmitirle un deseo. Desgraciadamente, en esa ocasión él no pudo hacer nada por satisfacerlo.
Fue una tarde en que Citlali estaba regando las macetas de los balcones y vio cómo una comitiva traía jalando a un loco al que le habían cortado las manos. Su corazón dio un vuelco al descubrir que se trataba de Teo, el hombre que bailaba dioses de barro sobre sus manos en el mercado de Tlatelolco cuando ella era niña. Había enloquecido durante la conquista y lo habían descubierto vagabundeando, cantando y bailando unos dioses de barro a un grupo de niños. Lo traían a la presencia del Virrey, que estaba comiendo en casa de Rodrigo, para que él decidiera qué hacer. Por lo pronto, le habían cortado las manos para que no volviera a intentar desobedecer la orden que se había dictado en contra de la posesión de ídolos de barro. Su uso estaba estrictamente prohibido. En cuando el Virrey escuchó el caso, decidió que, además, le cortaran la lengua, pues el loco se dedicaba a repetir en lengua nahuatl consignas que incitaban a la rebelión.
Citlali, con la vista, pidió a Rodrigo que suplicara clemencia para Teo, pero Rodrigo estaba entre la espada y la pared. El Virrey lo visitaba precisamente porque le habían llegado al cabildo alarmantes noticias de que estaba siendo débil con sus encomendados. Los vecinos lo habían visto tratar a Citlali con demasiada condescendencia. El Virrey lo había amenazado sutilmente con quitarle a los indios junto con los honores y privilegios que se había ganado durante la conquista. No podía ahora dar una opinión en favor de ese hombre, pues con ello se arriesgaba a que lo inculparan de querer propiciar la idolatría entre la población, lo cual sería causa más que suficiente para que le retiraran la concesión de la encomienda, y de ninguna manera se quería arriesgar a perder a Citlali. Así que bajó la vista y fingió no haber visto la súplica en sus ojos.
Citlali nunca se lo perdonó. En la vida le volvió a dirigir la palabra y se encerró para siempre en su mundo.
La casa, pues, quedó habitada por seres que no interactuaban unos con otros. Por seres incapacitados para verse, para escucharse, para amarse. Por seres que se rechazaban en la creencia de que pertenecían a culturas muy diferentes. Nunca supieron que la verdadera razón era una que nadie veía. Que el rechazo provenía del subsuelo, del choque de energías entre los restos de la Pirámide del Amor y la casa que le habían construido encima. Del rechazo total entre las piedras que formaban la pirámide y las que formaban la casa. Del disgusto de la pirámide que no esperaba más que el momento adecuado para sacudirse de encima las piedras ajenas y así recuperar su equilibrio. De igual manera reaccionaban los habitantes de la casa, con la diferencia de que para Citlali recuperar su equilibrio anterior no significaba quitarse unas piedras de encima, sino llevar a cabo su venganza.
Afortunadamente para ella, no tuvo que esperar mucho tiempo. Isabel dio a luz un bello niño rubio. Citlali no se despegó de su lado, y en cuanto la partera recibió al niño ella lo tomó en sus brazos para llevárselo a Rodrigo y, fingiendo un tropezón, lo dejó caer. La criatura se desnucó al instante. Junto con el cuerpo del niño, cayeron al piso las líneas de la mano de Citlali. Su destino estaba ya marcado en la tierra, en el aire, en los gritos y lamentos de Isabel. Ya no le pertenecía. Rodrigo la tomó de los cabellos y la sacó de la recámara a jalones, entre la confusión que reinaba en ese momento. La sacó antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar en su contra. No podía permitir que la dañaran manos ajenas. El único que le podía dar una muerte digna era él. Citlali no tenía escapatoria, él lo sabía perfectamente, y sabía también que ese cuerpo tan recorrido, tan conocido, tan besado, tan deseado, merecía una muerte amorosa. Con gran dolor, Rodrigo sacó un puñal, y tal y como había visto hacer a algunos sacerdotes durante los sacrificios humanos, le abrió el pecho a Citlali por un costado, tomó su corazón entre las manos y se lo besó repetidas veces antes de arrancárselo finalmente y lanzarlo lejos. Todo fue tan rápido que Citlali no experimentó el menor sufrimiento. Su rostro reflejaba gran tranquilidad, su alma por fin descansaba en paz, pues había logrado concretar su venganza. Lo que ella nunca supo fue que esa venganza no consistió en haber matado al rubio recién nacido, sino en haberse hecho merecedora de la muerte. Logró con su muerte lo que deseó la primera vez que vio a Rodrigo: que aullara de dolor.
Isabel murió casi al mismo tiempo que Citlali, convencida de que Rodrigo había enloquecido al ver a su hijo muerto y por eso había matado tan brutalmente a Citlali. Así se lo narraron al oído. Sólo eso le dijeron. No tenía caso que le contaran a la moribunda parturienta que su esposo, inmediatamente después de haber matado a Citlali, se había suicidado.
Dos
¿Es acaso nuestra mansión la tierra?
No hago más que sufrir, porque sólo en angustias vivimos.
¿He de sembrar otra vez, acaso,
mi carne en mi padre y en mi madre?
¿He de cuajar aún, cual mazorca?
¿He de pulular de nuevo en fruto?
Lloro: nadie está aquí: nos han dejado huérfanos.
¿Es verdad que aún se vive
en la región donde todos se reúnen?
¿Lo creen acaso nuestros corazones?
Ms. «Cantares Mexicanos», fol 13 v.
Trece poetas del mundo azteca MIGUEL LEÓN-PORTILLA
Ser Ángel de la Guarda no es nada fácil. Pero ser Anacreonte, el Ángel de la Guarda de Azucena, realmente está cabrón. Azucena no entiende de razones. Está acostumbrada a hacer su santa voluntad. Quiero dejar sentado que esa «santa» voluntad no tiene nada que ver con la divinidad. Ella no reconoce la existencia de una voluntad superior a la suya, por ende, nunca se ha sometido a ninguna orden que no sea la que le dictan sus deseos. Dándonos una licencia poética, diríamos que soberanamente se pasa la voluntad divina por el arco del triunfo, y continuando con la licencia diríamos que, por sus huevos, ella decidió que ya era justo y necesario conocer a su alma gemela, que ya estaba harta de sufrir y que no estaba dispuesta a esperar ni una vida más para encontrarse con ella. Con gran obstinación, realizó todos los trámites burocráticos que tenía que ejecutar y convenció a todos los burócratas que encontró en su camino de que la tenían que dejar entrar en contacto con Rodrigo. Yo no la critico; me parece muy bien. Supo escuchar su voz interior correctamente y, a fuerza de voluntad, venció todos los obstáculos. Lo que pasa es que ella está convencida de que triunfó por sus huevos, y está en un error: si todo salió bien fue porque su voz interior estaba en completa concordancia con la voluntad divina, con el orden cósmico en el que todos tenemos un lugar, el lugar que nos corresponde. Cuando lo encontramos, todo se armoniza. Nos encauzamos en el río de la vida. Nos deslizamos fluidamente por sus aguas, a menos que encontremos un obstáculo. Cuando una piedra está fuera de lugar, impide el paso de la corriente y el agua se estanca, apesta, se pudre.
Es muy fácil detectar el desorden en el mundo real y tangible. Lo difícil es encontrar el orden de las cosas que no se ven. Pocos pueden hacerlo. Entre ellos, los artistas son los «acomodadores» por excelencia. Con su especial percepción deciden cuál es el lugar que debe ocupar el amarillo, el azul o el rojo en un lienzo; qué lugar deben ocupar las notas y qué lugar los silencios; cuál debe ser la primera palabra de un poema. Van armando rompecabezas guiados únicamente por su voz interior que les dice «Esto va aquí» o «Esto no va aquí», hasta poner la última pieza en su lugar.
Si dentro de cada obra artística hay un orden predeterminado para los colores, los sonidos o las palabras, quiere decir que esa obra cumple un objetivo que está más allá de la simple satisfacción del autor. Significa que desde antes de que fuera creada ya tenía asignado un lugar específico. ¿Dónde? En el alma humana.