Afortunadamente, otro primitivo no había perdido detalle de lo que pasaba entre ellos. Sus ojos no se habían despegado un segundo del trasero al aire de la mujer. La posición cuadrúpeda en que se encontraba lo hacía altamente apetecible. Y sin pensarlo dos veces, la toma por las caderas y empieza a fornicar con ella. Ella protesta con un gruñido. Como respuesta recibe un mazazo en la cabeza que la somete. Rodrigo está agradecido de que el macho haya entrado al quite, pero le molestan los modos. Además, como ella le ha salvado la vida en muchas ocasiones, se siente obligado a corresponderle. Sin saber de dónde, obtiene fuerzas para levantarse y jalar al macho. El macho, enfurecido, le pone una primitiva golpiza que lo deja peor que si lo hubiera masticado un dinosaurio. ¡Eso era lo último que le faltaba! Rodrigo no puede más y llora de impotencia. ¿Qué hizo para merecer ese castigo? ¿Qué crimen estaba pagando? Todos lo miran con extrañeza. Su actitud desilusionó hasta a la primitiva que tanto lo admiraba. Y a partir de ese momento fue unánimemente repudiado por marica.
Cinco
El aerófono del doctor Diez no le permitió la entrada a Azucena. Eso era un indicio de que el doctor estaba ocupado con algún paciente y lo había dejado bloqueado. A Azucena, entonces, no le quedó otra que pasar primero a su oficina para desde ahí llamar a su vecino de consultorio y hacer una cita como era debido. Realmente no estuvo nada bien que ella hubiera marcado directamente el número aerofónico del doctor. Era una tremenda falta de educación presentarse en medio de una casa u oficina sin haberse anunciado con anterioridad, pero Azucena estaba tan desesperada que pasaba por alto esas mínimas reglas de cortesía. Claro que para eso estaba la tecnología, para impedir que se olvidaran las buenas costumbres. Azucena, pues, se vio forzada a comportarse de una manera civilizada. Mientras esperaba que se abriera la puerta de su oficina, pensó que no había mal que por bien no viniera, pues hacía una semana que no se presentaba en su consultorio y de seguro tendría infinidad de llamadas de todos los pacientes a los que había abandonado.
Lo primero que escuchó en cuanto la puerta del aerófono se abrió fue un «¡Qué poca!» colectivo. Azucena se sorprendió de entrada, pero luego se apenó enormemente. Sus plantas habían pasado siete días sin agua y tenían todo el derecho de recibirla de esa manera. Azucena acostumbraba dejarlas conectadas al plantoparlante, una computadora que traducía en palabras sus emisiones eléctricas, pues le encantaba llegar al trabajo y que sus plantas le dieran la bienvenida.
Generalmente, sus plantas eran de lo más decentes y cariñosas. Es más, nunca antes la habían insultado. Ahora, Azucena no se lo recriminaba; si alguien sabía la rabia que daba que la dejaran plantada, era ella. De inmediato les puso agua. Mientras lo hacía, les pidió mil disculpas, les cantó y las acarició como si ella misma fuera la que se estuviera consolando. Las plantas se calmaron y empezaron a ronronear de gusto.
Azucena, entonces, procedió a escuchar sus mensajes aerofónicos. El más desesperado era el de un muchacho que era la reencarnación de Hugo Sánchez, un famoso futbolista del siglo XX. A partir del 2200, el muchacho, que nuevamente era futbolista, formaba parte de la selección terrenal. Próximamente se iba a celebrar el campeonato interplanetario de fútbol y se esperaba que diera una muy buena actuación. Lo que pasaba era que sus experiencias como Hugo Sánchez lo tenían muy traumado; sus compatriotas lo habían envidiado demasiado y le habían hecho la vida de cuadritos. Por más que Azucena había trabajado con él en varias sesiones de astroanálisis, no había podido borrarle del todo la amarga experiencia que tuvo cuando no lo dejaron jugar en el campeonato mundial de 1994. La siguiente llamada era de la esposa del muchacho, que en su vida pasada había sido el doctor Mejía Barón, el entrenador que no dejó jugar a Hugo Sánchez. Los habían puesto en esta vida juntos para que aprendieran a amarse, pero Hugo no la perdonaba y cada vez que podía le ponía unas soberanas palizas. La mujer ya no podía más; le suplicaba a Azucena que la ayudara o de lo contrario estaba decidida a suicidarse. También había varias llamadas del entrenador del muchacho. El partido Tierra-Venus estaba a la vuelta de la esquina y quería alinear a su jugador estrella. Azucena pensó que lo mejor era darle al entrenador el nombre de otro de sus pacientes, que era la reencarnación de Pelé. Ella no estaba en condiciones de atender a nadie en esos momentos. Le daba mucha pena, pero ni modo, así era la cosa. Para poder trabajar como astroanalista uno necesita estar muy limpio de emociones negativas, y Azucena no lo estaba.
Ya no pudo escuchar los demás recados pues sus plantas empezaron a armar un gran escándalo. Gritaban histéricas. A través de la pared estaban escuchando una tremenda discusión proveniente de la oficina del doctor Diez y a ellas para nada les gustaban las malas vibras. Azucena de inmediato abrió la puerta que daba al pasillo, y tocó en la puerta del doctor Diez. El doctor era la persona más pacífica que ella conocía. Algo grave debía de estar pasando para que explotara de esa manera.
Sus fuertes toquidos silenciaron la pelea. Al no recibir respuesta, Azucena intentó tocar de nuevo, pero no fue necesario. La puerta del doctor Diez se abrió intempestivamente. Un hombre fornido la empujó contra la puerta de su consultorio. Azucena chocó contra el cristal. El letrero de Azucena Martínez, Astroanalista, cayó hecho añicos. Tras el hombre fornido salió otro aún más enfurecido y, tras él, el doctor Diez, pero al ver a Azucena en el piso detuvo su carrera y se acercó a auxiliarla.
– ¡Azucena! Nunca creí que fuera usted. ¿La lastimaron?
– No, creo que no.
El doctor ayudó a Azucena a incorporarse y la examinó brevemente.
– Pues sí, parece que no le pasó nada.
– Y a usted, ¿lo lastimaron?
– No, sólo estábamos discutiendo. Pero afortunadamente llegó usted.
– ¿Y quiénes eran?
– Nadie, nadie… Oiga, pero ¿qué le hicieron?
– Ya le dije que nada, sólo fue el golpe.
– No me refiero a ellos. ¿Qué le pasó? ¿Está enferma? Trae una cara terrible.
Azucena no pudo contener por más tiempo el llanto. El doctor la abrazó paternalmente. Azucena, con voz entrecortada por los sollozos, se desahogó con él. Le platicó cómo fue que se encontró con su alma gemela y lo poco que le duró el gusto. Cómo pasó en un mismo día del abrazo al desamparo, del apaciguamiento al desasosiego, de la embriaguez a la cordura, de la plenitud al vacío. Le dijo que ya lo había buscado en todos lados y que no había rastro de él. La única esperanza que le quedaba era localizarlo a través del aparato que él acababa de descubrir. En cuanto Azucena mencionó lo del invento, el doctor Diez volteó a ver si alguien los escuchaba, y tomando a Azucena del brazo la introdujo en su consultorio.
– Venga conmigo. Aquí adentro hablaremos mejor.
Azucena se sentó en una de las cómodas sillas de piel, frente al escritorio del doctor. El doctor Diez habló en voz baja como si alguien estuviera escuchándolo.
– Mire, Azucena. Usted es una amiga muy querida y me encantaría poder ayudarla, pero no puedo.
La desilusión enmudeció a Azucena. Un velo de tristeza le cubrió los ojos.
– Sólo fabriqué dos aparatos. Uno lo tiene la policía, y de ninguna manera me lo prestarían pues lo están ocupando día y noche para localizar al asesino del señor Bush. Y el otro tampoco puedo utilizarlo porque no estoy autorizado a entrar en CUVA [1] donde lo tienen… Aunque déjeme pensar… Ahorita hay un puesto vacante… Tal vez si usted entra a trabajar ahí lo podría usar…
– ¿Está loco? Ahí sólo admiten burócratas de nacimiento. Ya parece que me van a dejar entrar…
– Yo la puedo ayudar a convertirse en una burócrata de nacimiento.
– ¿Usted? ¿Cómo?
El doctor sacó un aparato minúsculo del cajón de su escritorio y se lo mostró a Azucena.
– Con esto.
La señorita burócrata guardó en un cajón la rica torta de tamal que estaba comiendo y se limpió cuidadosamente las manos en la falda antes de saludar a Azucena Martínez, la última de las candidatas al puesto de «averiguadora oficial» que tenía que entrevistar.
– Siéntese, por favor.
– Gracias.
– Veo que usted es astroanalista.
– Así es.
– Ese es un trabajo muy bien pagado, ¿qué le hizo venir a aplicar para un puesto de oficinista?
Azucena se sentía muy nerviosa, sabía que una cámara fotomental estaba fotografiando cada uno de sus pensamientos. Esperaba que la microcomputadora que el doctor Diez le había instalado en la cabeza estuviera enviando pensamientos de amor y paz. Si no estaba perdida, pues lo que verdaderamente cruzaba por su mente en ese momento era que esos interrogatorios eran una pendejada y que las oficinas de gobierno eran una mierda.