– ¿Qué…? -jadeó Dagda. Abrió los ojos y los fijó en Dulac, absorto-. ¿Dulac? ¿Tú?
– Sí… señor -contestó Dulac tartamudeando. Habría deseado reducirse al tamaño de un ratón o hundirse en el suelo.
– ¿Qué haces aquí? -le recriminó Dagda y se levantó tan deprisa que su silla cayó al suelo-. ¿Y quién es esta muchacha?
Señaló a Ginebra, que seguía al lado de Dulac con la misma expresión de asombro: los ojos abiertos de par en par, la mano derecha sobre la boca y la izquierda estirada en actitud de defensa.
– ¡Te he hecho una pregunta! -le conminó Dagda al no recibir respuesta alguna. Dulac no recordaba haberle visto nunca tan enfadado.
– Es Gi… -se dominó rápidamente-. Gisela, una amiga. De la ciudad.
– ¿Una amiga? -los ojos de Dagda se entrecerraron-. No sabía que tuvieras una amiga. ¿Y cómo es que no la conozco si vive en la ciudad?
– Acabamos de trasladarnos hace unos días -dijo Ginebra. Había logrado sobreponerse, aunque todavía estaba muy pálida y su mirada iba una y otra vez hacia la pared donde habían visto aquellas extrañas imágenes-. Es mi culpa -añadió-. No le castiguéis, señor. Él no quería, pero se lo he rogado tantas veces que al final me ha dicho «sí».
– ¿A qué?
La pregunta había sido dirigida a Dulac, pero fue Ginebra quien contestó:
– Quería ver Camelot -dijo-. El castillo del rey Arturo.
– Y, por supuesto, al viejo y chiflado mago de la corte -terminó Dagda huraño.
– Él no os describió así -respondió Ginebra. Una sonrisa tímida iluminó su cara-. Dijo que erais un anciano sabio y muy cariñoso. Y un renombrado cocinero.
Dagda hizo una mueca.
– Qué lástima. Me habría encantado creerte, pero seguro que eso último no lo dijo.
– Tal vez no con esas palabras… -aceptó Ginebra-. Pero el resto…
– También es una mentira -la interrumpió Dagda, pero en sus ojos había un brillo divertido y la rabia había desparecido de sus facciones. Por lo que parecía, le resultaba tan difícil resistirse al encanto de Ginebra como a Dulac-. Pero, en todo caso, una mentira con buena intención.
Se agachó con un gemido para recoger la silla, pero Dulac se le adelantó. Mientras la levantaba, el chico miró con disimulo a la pared sobre la que había visto las llamas y aquel mundo tan misterioso. Allí no había ahora nada más que un muro de piedra tosca. Aquello no había sido más que un truco, eso era todo. ¿Dagda, un mago verdadero? ¡Daba risa hasta pensarlo!
Colocó la silla frente a la mesa y, de paso, examinó el libro que Dagda había estado leyendo. No había nada raro en él. Era un libro más entre los muchos que poseía. Valioso, pero no mágico.
Y a pesar de eso… Había habido algo más. Por muy breve que hubiera sido aquel momento, había visto algo, algo que había salido del portal para ir hacia el otro mundo; más que verlo lo había sentido.
– No te quedes ahí parado, Dulac -dijo Dagda de pronto-. Sírvele a tu amiga un vaso de zumo de uvas. ¿Te gusta el zumo de uvas, Gisela?
– Sí, señor -respondió Ginebra enseguida.
– Perfecto -dijo Dagda-. Tenía miedo de no poderte agasajar como es debido. Pudiera ser que estuvieras acostumbrada a mejores caldos.
Ginebra intercambió una rápida mirada con Dulac antes de responder:
– Cómo se os ocurre, señor…
– Tu vestido -dijo Dagda-. Es tan lujoso que podría ser el de una reina.
– Ah, eso -dijo ella-. Yo también lo encuentro exagerado. Pero mi madre dice que tengo que llevarlo por lo menos los primeros días. Para dar buena impresión.
– ¿Tu madre?
– Sí, es modista, señor -dijo Ginebra-. Ella cose vestidos como éste.
– Asombroso -Dagda movió la cabeza y se rió en voz baja-. Bueno, sí; no se te puede negar que tienes el don de la palabra. Dulac, ¿viene ese zumo?
Dulac se dio la vuelta y corrió a buscar la bebida. Cuando regresó, Dagda se había sentado de nuevo frente a su escritorio. Ginebra estaba junto a él y hojeaba el libro. Dulac sintió una leve punzada de celos. A él Dagda nunca le había permitido hacer aquello.
– Así que sois nuevos en la ciudad -dijo Dagda mientras Dulac ponía dos vasos sobre la mesa y los llenaba con el líquido rojo de una jarra.
– Sí, efectivamente -afirmó Ginebra-. Antes vivíamos en el campo, pero mis padres pensaron que aquí podrían hacer mejores negocios.
– Es curioso -Dagda tomó un vaso, se lo pasó a Ginebra, y cogió el otro, de tal manera que Dulac se quedó sin ninguno-. A veces me da la impresión de que aquí el tiempo no se mueve y, de pronto, pasan muchas cosas juntas. Tú y tu familia, ya sois los segundos que habéis llegado a Camelot en poco tiempo.
– ¿Sí? -preguntó Dulac nervioso.
– Sí. Hoy mismo ha llegado a mis oídos que el rey Uther y su mujer estaban en la ciudad. ¿No has oído hablar de la bella Ginebra? Es raro, viviendo como viven en la posada de Tander.
– Puede… puede ser -tartamudeó Dulac-. He pasado todo el día en el granero y luego Tander me ha mandado cortar leña, hasta que se ha hecho de noche.
– Pues te has perdido algo grande -dijo Dagda-. Dicen que la reina Ginebra todavía es muy joven, pero que se ha convertido en la mujer más hermosa de toda Inglaterra. Personalmente creía que exageraban -volvió la cabeza lentamente, miró a Ginebra con atención y añadió-: Pero sin duda lo será en pocos años.
– No… no entiendo… -murmuró Ginebra.
– ¡Por favor, niña! -dijo Dagda sonriendo-. ¿De verdad creías que no te iba a reconocer? Te senté sobre mis piernas cuando no tenías ni un año.
– ¿A mí? -Ginebra abrió más los ojos.
– Fui a menudo al castillo de tu padre -confirmó Dagda-. ¿No te lo contó nunca?
– No -dijo Ginebra-. Y Uther tampoco.
– Uther, sí -suspiró Dagda-. El viejo Uther. Es un hombre recto, pero no ha sido muy listo viniendo hasta aquí. No en tiempos como éstos.
– ¿No se lo diréis a Arturo? -preguntó Ginebra atemorizada.
– ¿Qué te crees? -respondió el anciano. Sonaba algo ofendido-. Lo que hay entre Uther y él es cosa suya. No me mezclo -se giró en la silla-. Ha sido inteligente por tu parte no llevarla ante Arturo. La habría reconocido sin duda y eso no habría traído más que complicaciones. En este momento tiene otros intereses.
– Mordred -supuso Dulac.
Dagda asintió con la cabeza.
– El hombre que atacó el castillo de Uther y os expulsó de vuestra patria, sí -afirmó Dagda mirando a Ginebra-. Ha estado aquí. Pero no te preocupes. Arturo y sus caballeros lo mantendrán a raya.
Ginebra no pareció muy convencida. De todas formas, no continuó con ese tema, sino que señaló la pared de enfrente.
– Eso que habéis hecho… ¿Era Avalon?
– Sólo ha sido un truco -respondió Dagda-. Un juego de manos para engañar los sentidos, una ilusión para la vista.
– Pero parecía real.
– Esa es la esencia del truco -explicó Dagda-. Y tú quieres volver a adularme, me parece a mí. No ha sido bueno. Antes, yo era muy bueno haciendo ese tipo de cosas, pero me he hecho viejo y estoy entumecido.
– Me ha parecido muy convincente -aseguró Ginebra-. Pero, ¿era Avalon? ¿Tengo razón?
– Tal vez -contestó Dagda.
– ¿Tal vez?
– Tal vez -dijo Dagda de nuevo-. Nunca he estado allí. Ningún mortal ha pisado el suelo de Avalon. Nadie sabe cómo es. O si existe realmente.
– ¡Todo el mundo sabe que Avalon existe! -protestó Ginebra.
– Que todo el mundo crea saber algo no provoca que eso sea real -contestó Dagda con una sonrisa-. Este castillo, por ejemplo. Todo el mundo cree que sus murallas son de oro y, a pesar de eso, no es cierto.
– ¿Y la magia? -preguntó Ginebra-. ¿Tampoco existe realmente?
– Una pregunta inteligente -respondió Dagda-. La respuesta es sí y no.
– ¿Sí y no?
– Todo depende del punto de vista -dijo Dagda-. Lo que a uno le parece totalmente normal, otro lo ve como mágico, y viceversa.