– ¿Eso lo decís vos? -se asombró Ginebra-. ¿Un mago?
– Yo no soy un mago -dijo Dagda de nuevo-. Sé hacer unos cuantos trucos, eso es todo; ni siquiera los domino.
– Lo que acabo de ver era bueno.
Dagda encogió los hombros.
– Tal vez sea este sitio -dijo-. Creo que si hay algo parecido a la magia es porque está ligada a un determinado lugar. En el mundo hay lugares mágicos. O, por lo menos, lugares en donde reinan fuerzas que se nos escapan.
– Y Camelot es un lugar de esos.
– No Camelot -Dagda hizo un gesto con la mano libre-. Estos muros son mucho más viejos que los que forman las torres y las paredes de Camelot. El castillo se construyó sobre las ruinas de una fortaleza mucho más antigua. Y antes de esa fortaleza había aquí un templo al que acudían las personas para adorar a sus dioses y ofrecerles sacrificios, y antes otro más, y otro y otro. Y cuando dentro de muchos años Camelot caiga y se convierta en polvo y el nombre del rey Arturo sea olvidado para siempre, aquí se erigirá otro lugar sagrado. Las personas sienten que un lugar es especial.
Dulac escuchaba fascinado. En todos los años que llevaba junto a Dagda, jamás había averiguado tanto sobre la historia de Camelot como en los últimos cinco minutos. Y ni siquiera se lo había relatado Dagda.
– Ahora tenéis que marcharos -dijo Dagda de repente-. Es tarde. Uther se va a preocupar y Arturo podría aparecer. No puede verte.
– Tenéis razón -dijo Ginebra con tristeza-. Lástima. Me habría gustado hablar con vos un poco más.
– Quizá volvamos a vernos -dijo Dagda.
– Imposible -respondió Ginebra-. Uther y yo nos marchamos mañana temprano.
– No -dijo Dagda-. No os iréis -ignoró la mirada desconcertada de Ginebra, se levantó y se dirigió a Dulac.
– Llévala de regreso -dijo- y luego vete a la cama. Te necesito mañana muy temprano. Arturo ha ordenado que todos los caballeros se encuentren en la orilla del río al alba, para ejercitarse con las armas.
Hizo lo que Dagda le había demandado. Llevó a Ginebra por el camino más corto hasta la posada y se despidió de ella de la forma más rápida posible para no sufrir. La observación de Dagda le había dado esperanzas de que tal vez algún día volvería a verla, pero aun así no había ninguna posibilidad de que pudieran ser algo más que amigos. Aunque Uther -según las mismas palabras de su esposa- fuera sólo un rey de los poco importantes, él era un minúsculo mozo de cocina e, incluso, eso sólo el tiempo que Arturo mantuviera su mano protectora sobre él. Entre Ginebra y él se abría un abismo que ningún puente podría cruzar.
Dulac había regresado al granero y se había tumbado sobre la paja, pero le costó mucho conciliar el sueño aquella noche. Habían ocurrido demasiadas cosas para un solo día y, además, no podía dejar de pensar en Ginebra. A Dulac nunca le habían interesado las chicas (bueno, la realidad era que las chicas de Camelot jamás se habían interesado por él), pero Ginebra no se le iba de la cabeza. Cuando cerraba los ojos, veía su bello rostro y en el silencio de la noche le parecía oír la tonalidad de su voz y su risa cantarina. La misma paja sobre la que estaba echado olía al aroma de sus cabellos.
Mucho después de medianoche cayó en un sueño intranquilo (en el que, por supuesto, soñó con Ginebra) y del que despertó con todo el cuerpo dolorido y nada descansado. Pero enseguida se dio cuenta de que no volvería a dormirse; así que podía ir al castillo y ayudar a Dagda. Cuando Arturo y sus caballeros se ejercitaban con las armas, siempre había después numerosos rasguños y heridas de arma blanca que curar, y a veces cosas peores.
Se levantó, se sacudió la paja de la ropa y bajó la escalera del sobrado donde dormía. Todavía estaba muy oscuro y un vistazo al cielo le confirmó que faltaba por lo menos una hora para la salida del sol. Si se ponía ya en camino, iba a encontrarse a Dagda todavía dormido cuando llegara a Camelot. Pero no quería regresar al granero.
Dulac tenía que rodearlo para tomar el camino más directo al castillo, y eso le hizo pasar por la parte trasera de la posada. Casi contra su voluntad levantó la vista y sus ojos se quedaron prendidos de la ventana de la habitación donde dormían Uther y Ginebra. Se imaginó su rostro con tanta precisión que casi creyó poder tocarlo.
El corazón saltó dolorosamente en su pecho. ¿Eran esas las zozobras del amor?
Se dijo a sí mismo que debía apartar aquel estúpido pensamiento de su cabeza, pero no lo logró del todo. En todo caso, se trataba de una experiencia nueva; al mismo tiempo amarga e increíblemente dulce.
Como no tenía prisa, se entretuvo en el camino yendo y viniendo sin rumbo fijo. Lobo zigzagueaba dando saltos tras él, salía corriendo o desaparecía por unos segundos cuando husmeaba algún rastro interesante.
De pronto se quedó quieto, aguzó las orejas y gruñó amenazador. De la oscuridad surgieron tres sombras, que se le parecían, sólo que por lo menos eran cinco veces más grandes. Los tres perros de los vecinos. No habían podido alcanzar a Lobo el día anterior y ahora lo estaban acechando. Lobo gruñó más alto y mostró los dientes, lo que no le impidió retroceder hasta protegerse tras las piernas de Dulac. Los tres perros lo siguieron despacio y comenzaron a separarse para rodearlo.
– ¡Desapareced! -gritó Dulac enfadado-. ¡Buscaos a alguien de vuestro tamaño si queréis pelea!
La respuesta de los perros fue un gruñido a tres bandas y se aproximaron algo más.
– Ya basta -dijo Dulac tajante-. Desapareced si no queréis ganaros una buena patada.
– Bueno, eso habrá que verlo.
Detrás de los tres perros aparecieron tres sombras mucho mayores y el corazón de Dulac pegó un brinco. Eran los tres hijos de los vecinos, los dueños de los tres perros. ¿Cómo demonios estaban levantados a esas horas de la mañana?
Lobo gimió estridentemente y desapareció como el rayo, los tres canes salieron ladrando en su persecución. Dulac hizo el amago de salir tierras de ellos, pero se quedó parado cuando uno de los tres chicos le cortó el camino. Los otros dos se acercaron despacio.
– Bueno, bueno, así que querías patear a nuestros perros -dijo Mike, el hijo del panadero.
– No, no iba a hacerlo -respondió Dulac-. Sólo quería defender a mi perro.
– Fíjate, eso es lo mismo que queremos nosotros -ése era Stan, el hijo del herrero, un tipo tosco y bruto que había odiado a Dulac desde el primer momento.
– Como tú mismo has dicho -tomó la palabra Evan, el tercero en discordia-, cuando quieras pelea búscate a alguien de tu tamaño.
– No quiero pelearme con nadie -dijo Dulac. Realmente se debatía entre dos fuegos. Se sentía muy capaz de poner en peligro a cada uno de aquellos chicos por separado, también a Stan, pero eran tres y estaban dispuestos a luchar.
– ¿No quieres? -preguntó Stan con una mueca. Colocó los brazos delante del pecho y se aproximó dando pequeños saltitos-. ¿Y qué pasa si nosotros sí queremos?
– Entonces, vosotros mismos -dijo Dulac altanero-. No voy a defenderme. No tengo ninguna oportunidad con vosotros tres.
– Muy hábil -dijo Stan y se acercó algo más mientras sus compañeros se separaban hacia los lados para cortarle la huida; igual que habían hecho antes sus perros con Lobo-. ¿Te crees que yo soy un hombre de honor y te voy a dejar escapar?
– En absoluto -respondió Dulac-. A lo dicho, no me voy a defender. Si os produce alegría luchar tres contra uno, ¡adelante!
Stan bajó los brazos. Su rostro se ensombreció.
– ¡Contigo acabaré yo solo! -gritó y se abalanzó sobre él.
Era justamente lo que Dulac esperaba y estaba preparado. Stan era más fuerte que él, pero también más lento, y rabioso luchaba con tanta consideración como un toro bravo.
Dulac le dejó hacer, se escabulló bajó su salto y le pegó un puñetazo en la nariz al mismo tiempo que le ponía la zancadilla. Stan chilló de furia y dolor, tropezó torpemente y acabó cayendo todo lo largo que era sobre el lodazal.