Antes incluso de que llegara al suelo, Dulac lo rodeó para recibir a Evan, que arremetía por la derecha, con una fuerte bofetada que mandó al chico junto a Stan, pero él, por su parte, le dio un intenso golpe en la espalda, que le hizo doblarse sobre las rodillas. Dulac jadeó de dolor, pero no estaba nada sorprendido. No había contado ni por un segundo con que los tres fueran a mantener su palabra y dejaran a Stan solo frente a la batalla.
Intuyó la embestida de Mike antes de que la llevara a efecto y se dejó caer a un lado. La potente patada de Mike dio en el vacío y, en vez de empujar a Dulac al suelo, del impulso de su propia patada salió despedido hacia delante y tuvo que luchar por mantener el equilibrio en una postura realmente cómica.
Dulac contribuyó al pisarle violentamente la articulación del pie, Mike aterrizó dándose un buen porrazo en el trasero y comenzó a aullar en tonos agudos. Por su parte, Dulac saltó rápidamente hacia arriba.
Estaba claro que al final no iba a tener la más mínima oportunidad. El era más rápido y se daba más maña que cualquiera de sus tres competidores, pero el desequilibrio numérico era demasiado grande. Había peleado a conciencia, pero al final estaba en el suelo, y Stan, Mike y Evan, inclinados sobre él, le rodeaban con una mueca de sorna.
– Realmente se ha comportado como un valiente, nuestro caballero encantado -dijo Mike con una falsa sonrisa.
– Sí, sólo que no le ha servido de nada -añadió Stan mientras le asestaba una patada en el costado, que le hizo chillar de dolor. El chico se rió con sarcasmo y cogió aire para propinarle otra más cuando en la oscuridad, por detrás de ellos, se oyeron unos pasos severos y una voz profunda dijo:
– ¿Os parece cosa de valientes lanzaros tres contra uno?
Stan se dio la vuelta, al igual que los otros dos, y los tres se quedaron muy sorprendidos. Dulac levantó con esfuerzo la cabeza y observó a los tres chicos: tras ellos había aparecido una figura oscura entre las casas, pero todavía no estaba tan cerca como para reconocer a quién pertenecía.
– ¿Quién eres? -preguntó Stan desafiante.
– Sólo un hombre al que le parece de cobardes que tres peleen contra uno -contestó la sombra, cuya voz resultó conocida a Dulac. Algo peligroso parecía emanar de la tenebrosa figura.
Quizá Stan también lo sintiera porque, aunque no hizo amago de retroceder, ni siquiera de bajar las manos, al volver a tomar la palabra su voz sonó más obstinada que retadora.
– No te metas en esto -dijo-. No tiene nada que ver contigo. Desaparece o tú mismo vas a experimentar cómo se siente uno cuando es atacado por tres.
– ¿Así que ésas tenemos? -preguntó la figura-. Bueno, no os quedéis con las ganas -adelantó dos pasos más y se paró de nuevo; todavía no había alcanzado la zona de luz, pero no estaba ya totalmente oculto por las sombras.
Stan dio un respingo y Dulac pudo observar cómo perdía cualquier atisbo de color. Mike emitió un chillidito casi ridículo y Evan se dio media vuelta y salió corriendo a toda velocidad. Ni siquiera un segundo después, Mike se fue volando también y el mismo Stan reculó unos pasos.
– ¿Y bien? -preguntó Arturo riéndose-. ¿Querías decirme algo más? -como en un gesto casual su mano se posó sobre la espada.
– No… señor -tartamudeó Stan-. Yo… yo -se calló, bajó la mirada y susurró con una vocecilla sofocada-: Perdón, señor. Lo… lo siento. Al principio… no… no os había reconocido.
– Desaparece -dijo Arturo-. Corre a tu casa y piensa si es honrado pegar a alguien desarmado.
Stan no se lo hizo decir dos veces: se dio la vuelta y desapareció tan rápidamente como si la noche se lo hubiera tragado. Con el corazón latiéndole con fuerza, Dulac miró un momento en la dirección por la que el chico se había evaporado, luego se levantó con dificultad y se volvió hacia Arturo.
– Os doy las gracias, señor -dijo-. Si no hubierais venido, no…
– No te habría ido nada bien -acabó Arturo la frase mientras Dulac lo miraba con los ojos muy abiertos.
Porque Arturo ya no era Arturo, sino Dagda.
– ¿Dag… da? -murmuró Dulac tartamudeando.
– La última vez que hablaron conmigo así me llamaron -dijo Dagda sonriendo-. ¿Estás herido?
– No -respondió Dulac sin pensarlo demasiado. Realmente le dolían todos los huesos del cuerpo, pero no era momento de detenerse en ello-. Pero… pero, ¿cómo puede ser?
– ¿Qué? -preguntó Dagda.
– Arturo -murmuró Dulac-. Yo… Tú… eras…
– ¿Sí? -preguntó Dagda sin mostrarse sobresaltado.
Dulac se calló. Estaba convencido de haber visto a Arturo y, a la vista de sus reacciones, también a Stan y a los otros les había ocurrido lo mismo. Dio medio paso a un lado para mirar hacia la oscuridad, justo detrás de Dagda. No pudo entrever nada más allá de la negritud, pero de haber habido alguien, lo habría sentido.
– ¿Esperas a alguien? -en los ojos de Dagda apareció un brillo de diversión.
– No -respondió Dulac-. Estaba pensando en ayer por la noche. En lo que dijiste de… tus juegos de manos.
– A veces son muy útiles -aseguró Dagda-. ¿Estás bien de verdad?
– No ha sido tan grave- contestó Dulac-. Otras veces he recibido más golpes.
– ¿De esos tres? ¿Quiénes son?
– Tres majaderos -Dulac hizo un gesto con la mano, como si quisiera quitárselos de encima-. No merece la pena ni hablar de ellos. ¿Qué haces aquí?
En cuanto lo hubo dicho, se percató de que no debía haberle hecho esa pregunta. Pero el viejo mago no pareció tomarlo a mal, porque encogió los hombros y dio un paso atrás, metiéndose de nuevo en la oscuridad.
– Por ejemplo, salvarte a ti el pescuezo -dijo-. Pero, ¿qué haces tú aquí, en medio de la noche?
– Tú mismo me dijiste que tenía que llegar pronto -le recordó Dulac-. Arturo y los demás iban a adiestrarse en el manejo de las armas. Y ya sabes lo que sucede en esos casos.
Dagda asintió. Dulac no pudo ver la expresión de su cara porque estaba sumergido en las sombras.
– Sí, ahora que lo dices… Me temo que me estoy haciendo muy mayor. Vete. Espérame en el río.
– ¿Y cuánto vas a… tardar? -preguntó Dulac.
– Lo que tarde -respondió Dagda de forma vaga. Saludó con la mano-. ¡Ahora vete! -su voz había cobrado tanta fuerza que Dulac se sintió incapaz de rebatirle.
El joven se dio la vuelta, caminó un paso, y se paró de nuevo para mirar a Dagda.
Mejor dicho: para mirar el lugar donde había estado Dagda.
Él había desaparecido.
Dulac emprendió deprisa el camino hacia el castillo y la hora larga que quedaba desde allí para llegar a la orilla en donde Arturo y sus caballeros solían ejercitarse. Estaba casi seguro de que Stan y los otros dos habían corrido a sus casas como si el demonio en persona les pisara los talones, pero nunca se sabía… En todo caso, mejor andarse con ojo. Su cupo de aventuras estaba cubierto por el momento. El de peleas también. Con el recuerdo de la odiosa escena, su rostro se ensombreció. Le había asegurado a Dagda que el incidente no le importaba, pero no era cierto. No era para nada cierto.
Dulac hervía de rabia cuando pensaba en ello de nuevo. No era por los golpes que había recibido. A eso estaba acostumbrado. Además, había asestado más de los que había recibido: los tres iban a amanecer al día siguiente con una buena colección de rasguños y moratones, que nada tendrían que envidiar a los de Dulac.
Pero lo que más le dolía era la humillación.
Stan y los otros llevaban martirizándole desde que había llegado a la ciudad. Y a medida que pasaban los años la cosa iba a peor. Cuanto mayores se hacían, más duras eran las bromas que se permitían con él, y desde hacía unos meses el juego se había vuelto realmente peligroso. Estaba próximo el momento en que uno de ellos (lo más probable, Dulac) caería severamente herido, y cuando Stan fuera un poco mayor y un día, no muy lejano, tuviera un arma en sus manos…