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Y, sin embargo, eso es lo que había ocurrido.

Tenía que hablar con Dagda.

Dulac meditó un momento. No sabía si regresar al castillo, donde a esas alturas Dagda estaría ya sanando las diversas heridas que Arturo y sus caballeros se provocaban cuando se ejercitaban con las armas. Pero el rey le había prohibido muy claramente aparecerse por allí en los dos próximos días, y no tenía ganas de probar hasta dónde llegaba su paciencia. De pronto, recordó que Dagda había emprendido el camino de la posada. Con un poco de suerte todavía podría encontrarlo y les daría tiempo a conversar de regreso al castillo.

Se puso rápidamente en camino. La ciudad despertaba a su alrededor cuando llegó, las calles estaban llenas de gente enfrascadas en su trabajo.

La posada todavía estaba en silencio. No había ninguna luz encendida, pero se oían ruidos que provenían de la cocina y, cuando fue hacia allí, se chocó con Tander, todavía muy dormido y del mismo humor de siempre: detestable.

– ¿Qué haces aquí, holgazán? -le espetó antes de que Dulac dijera una sola palabra-. Hace horas que tendrías que estar en el castillo, trabajando.

– El… el rey me ha mandado -improvisó el joven- para buscar a Dagda.

– Ha estado aquí -gruñó Tander-. Pero llegas tarde.

– ¿Se ha marchado ya?

– Sólo ha estado un momento -dijo Tander contrariado-. Ha hablado con Uther y su esposa.

– ¿Has oído lo que han dicho? -preguntó Dulac.

Tander entrecerró los ojos.

– ¿A ti qué te importa? ¿Estás acusándome de espiar a mis huéspedes?

No, no quería acusarle. Simplemente sabía que era así.

– ¿Ya no tratas conmigo? -preguntó Tander enfurecido cuando vio que el otro no respondía enseguida. Dulac bajó la cabeza por si acaso-. Pero, claro, casi lo había olvidado: ahora eres especial, desde que cenas con reyes y das paseos nocturnos con reinas…

Dulac decidió no contestar tampoco, pero con eso ya contaba Tander, porque siguió sin apenas una pausa:

– No te alegres demasiado pronto. En cuanto esta tarde llegues del trabajo, se te habrá acabado la buena vida.

Dulac logró evitar preguntar a que buena vida se estaba refiriendo. En lugar de eso, encogió los hombros de manera apenas perceptible y dijo despacio:

– El rey Uther y su séquito viajan hoy, lo sé.

– Ya están en camino -replicó Uther-. Tus protectores se han marchado en cuanto Dagda se ha ido. Y te puedo decir que lo que me han pagado dista mucho de ser «real».

– ¿Ya se han marchado? -se asombró Dulac.

– Ya puedes olvidarlos -dijo Tander con un punto de sarcasmo-. Y te aseguro que vas a trabajar cada minuto que malgastaste con Uther y esa muchacha.

– ¿Se han ido? -volvió a la carga Dulac-. ¿Sin más? Quiero decir… ¿no han… dicho… nada?

– ¿Qué se te ocurre que tenían que haber dicho? ¿Que Uther te hubiera adoptado o que te hubiera incluido en su testamento? -resopló-. Siempre he tenido claro que eras un soñador. Pero te voy a quitar los pájaros de la cabeza. Vete fuera y trae leña del cobertizo y luego…

– Tengo que regresar al castillo -le interrumpió Dulac-. Arturo me ha ordenado buscar a Dagda.

– Entonces, esta tarde harás lo que no has hecho esta mañana -dijo Tander-. No te preocupes, ya diré que te guarden el trabajo.

Dulac no escuchó más, estaba demasiado decepcionado. Naturalmente, no se había hecho ilusiones de que entre Ginebra y él pudiera nacer algo más que una simple amistad, una amistad más fuerte por parte de él, porque seguramente la joven reina lo olvidaría en pocos días. Pero, a pesar de ello, había esperado verla por lo menos otra vez, para poder despedirse.

– ¿Cuándo… cuándo se han marchado? -preguntó a trompicones.

– Ya hace un rato largo -contestó Tander. Sus ojos brillaron maliciosos-. Y por mí no hace falta que vuelvan nunca más. ¡Vaya con la nobleza! Viven bien a costa de nosotros, pero no les importa lo más mínimo cómo nos va.

Dulac se fue. Cuando Tander empezaba con las recriminaciones, sus palabras no parecían tener fin y la mayor parte de las veces acababa volcando la rabia sobre él. Además, Uther y Ginebra todavía no andarían muy lejos. Sólo había dos vías que llevaban a Camelot y más allá. Por una había regresado él, así que Uther y los suyos tenían que haberse marchado por la otra. Y con toda la comitiva, y sus equipajes, no podrían darse mucha prisa. Dulac tenía una oportunidad de alcanzarlos. Abandonó la posada dirigiéndose hacia el oeste e hizo algo en verdad inaudito: sin saber muy bien por qué, en vez de regresar al castillo, como le había asegurado a Tander, adoptó un paso ligero y se dispuso a alcanzar al rey Uther y a Ginebra.

Al oeste de Camelot, más o menos a medio día de camino, se extendía un terreno de suaves colinas cubiertas por la hierba y salpicado de vez en cuando por diminutos bosques, en algunos casos de gran espesor. Por allí vivían muy pocas personas. Camelot era la ciudad más grande a lo ancho y a lo largo y la siguiente localidad que podía denominarse así estaba a un día a caballo. En todo caso, en el camino hasta allí había fincas y posadas, en donde Uther y su séquito podrían reponerse del viaje, así que Dulac no dudaba en tener la oportunidad de alcanzarlos tarde o temprano. Se había propuesto no caminar más allá del mediodía para estar de nuevo en la ciudad, como muy tarde, a la caída del sol. Una vocecilla le martilleaba obstinadamente la cabeza con la pregunta constante de qué hacía allí… Era de locos perder un día entero de camino sólo para ver a Ginebra otra vez y despedirse de ella. Sin embargo, Dulac se negaba a escucharla.

De todos modos, las cosas tenían que suceder de otra manera.

Dulac llevaba una hora de marcha más o menos. El camino bordeaba la orilla de un lago pantanoso y era muy estrecho en aquel lugar. A la derecha se erigía un espeso bosque, invadido todavía por la escarcha de la noche pasada, y justo enfrente de él, el sendero hacía un pronunciado recodo, que seguramente le salvó la vida. Iba con la cabeza gacha porque el sol todavía estaba muy bajo y su luz le cegaba los ojos, pero también porque esperaba descubrir algún rastro en la tierra blanda.

No vio nada, pero de pronto oyó voces y el trote ligero de unos caballos, y algo… le avisó.

Dulac se quedó quieto. Su corazón comenzó a latir con estrépito. Desconocía el motivo de aquella sensación, pero sintió que allí delante le acechaba un peligro.

El joven escrutó a su alrededor. Su primer pensamiento fue ocultarse bajo los arbustos, pero los zarzales eran tan espesos que parecía imposible abrirse camino entre ellos; desde luego, no sin dejar huellas. Así que su vista se dirigió al otro lado, al agua. El lago no era demasiado grande, pero en la orilla crecían juncos casi tan altos como un hombre, podría esconderse allí… Rápido, pero con mucho cuidado, para que los juncos no crujieran, se metió en el agua y se acuclilló bajo las cañas de la ribera.

Justo a tiempo. Dos, luego tres y, por fin, cuatro jinetes torcieron por el camino. Negras sombras contra la deslumbrante luz del sol, que a Dulac en su agitación le parecieron demonios de carne y hueso, directamente salidos del infierno. Si hubiera esperado un latido más, se habrían precipitado literalmente sobre él.

El primer jinete dejó trotar a su caballo unos pasos más, luego se paró e inclinó la cabeza para escuchar mejor. También los otros hombres sujetaron sus monturas y el que iba a su derecha preguntó: