El corazón de Dulac saltó en su pecho. Por un momento estuvo convencido de que ahora sí que había sido descubierto, pues los negros ojos de la desconocida miraban con tanta exactitud en su dirección que ya no podía tratarse de una simple casualidad. Y, de pronto, sus facciones adoptaron una expresión singular. Algo que podía ser una sonrisa, pero también lo contrario, y que estaba destinado claramente hacia él.
La desconocida se dio la vuelta y desapareció en el bosque de manera tan callada e inquietante como había aparecido.
Dulac respiró tranquilo, pero se concedió casi un minuto antes de aventurarse a ponerse de pie y dar un paso fuera del lago.
Su pie tropezó con algo consistente; con toda seguridad el yelmo que le había salvado la vida. Aunque fuera tan sólo un trozo de viejo metal, a Dulac le habría parecido inadecuado dejarlo ahí tirado, así que se agachó, metió los dedos en el lodo y tocó algo liso y duro. No era el yelmo. Se trataba de algo mucho más pesado.
Dulac tuvo que utilizar todas sus fuerzas para lograr sacar aquel hallazgo del lodo. Era un escudo. Tan viejo y abollado como el yelmo y, a pesar de su gran tamaño, no demasiado pesado. Dulac lo aguantó entre sus manos sin saber qué hacer y luego lo tiró con un fuerte impulso hacia el barro.
En los minutos siguientes, Dulac encontró un peto y un espaldar, cujas y canilleras, guanteletes y guardabrazos y, naturalmente, el yelmo que le había salvado la vida. En resumidas cuentas: una armadura completa. Recogió el escudo de donde lo había tirado en el barro y allí se encontró un cincho de metal labrado y la esbelta vaina de una espada, de la que sobresalía la empuñadura de una delicada arma; una espada hecha y derecha para Dulac, pero sólo un juguete en las manos de un verdadero caballero. El joven se encontraba muy confuso. Aquello era un auténtico tesoro. Vieja o no, una armadura era algo tan increíblemente valioso que nadie podía tirar así como así. A no ser que…
Un temblor frío bajó por su espalda cuando Dulac comprendió que, con toda probabilidad, había encontrado la armadura de un muerto. El hombre tenía que haber muerto en la orilla y caído con su armadura al agua. Ésta habría permanecido allí hasta que su dueño hubiera desaparecido comido por los peces y los gusanos.
Bueno, pensó Dulac estremecido, ya sabía por qué el aire del casco tenía ese gusto tan extraño.
Ahora lo más importante para él era el tiempo. Aun así, Dulac siguió dándole vueltas a qué hacer con su hallazgo. Era demasiado valioso para tirarlo de nuevo al agua o dejarlo sin más en la orilla. Y no era sólo su valor material -aunque éste fuera enorme- lo que le fascinaba. Había algo… especial en aquella armadura. Era como si le hablara de alguna forma misteriosa. No, no eran palabras, y si lo fueran, Dulac no habría podido entenderlas, pero sentía un extraño murmullo apagado. Sencillamente sabía que no había sido cosa del azar que aquella armadura le hubiera salvado la vida. Tampoco había sido casualidad que la hubiera encontrado. Más bien se trataba de que ella le había… ¿llamado?
Dulac rió nervioso e intentó apartar aquellos pensamientos de su cabeza cuando oyó una voz a su espalda:
– ¿Qué haces ahí, chico?
Dulac se sobresaltó. Su corazón latía despacio pero sonoramente. Se quedó en la postura en la que estaba: inclinado hacia delante y la mano derecha sobre la empuñadura de la espada. Aunque se resistió a darse la vuelta, aterrorizado como estaba, supo como por arte de magia lo que había ocurrido: ¡el picto había regresado!
Sin incorporarse ni apartar la mano de la espada, decidió girarse y vio que sus temores no sólo se confirmaban sino que eran superados: el guerrero había vuelto, pero no estaba solo. Tiraba de las riendas de una mula, sobre cuyo lomo reposaba un cuerpo inconsciente. Dulac no pudo reconocer la cara de Evan, pero el cabello del chico, que caía enmarañado hacia abajo, estaba cubierto de sangre.
– Te he preguntado qué haces, chico -repitió el picto enojado. Soltó las riendas de la mula, se apeó de la montura y se acercó a Dulac desafiante-. ¿Qué estás planeando?
La mano de Dulac agarró la espada con más fuerza. Con un sonido estridente, peculiar… ansioso, ésta se desenvainó.
– Tu muerte -dijo el joven.
El jabalí negro no tenía nada que ver con lo que en Camelot -o en cualquier otra ciudad- recibía el nombre de posada. Se componía de una tosca construcción de una planta, adosada a una cuadra destartalada, que, por el aspecto que tenía, no iba a lograr aguantar el próximo invierno. Pero en un perímetro de medio día de camino era el único lugar donde los viajeros podían descansar y cambiar sus caballos, y aquel momento se parecía más a un campamento militar que a la acostumbrada tabernucha que era en realidad: más de tres docenas de corceles protegidos por sus bardas estaban atados en la linde del bosque y la misma cantidad de guerreros ataviados con brillantes armaduras formaban pequeños grupos junto a ellos, registraban la posada o escudriñaban el bosque vecino. El propio Arturo, acompañado por Gawain y Perceval, se encontraba cerca de la entrada, y frente a ellos, un joven con el cabello rubio manchado de sangre que, de la emoción, no paraba de saltar de una pierna a otra.
– ¡Lo que os estoy diciendo, señor! -aseguró Evan retorciéndose las manos-. Ni más ni menos: ese caballero…
– Despacio, chico -Perceval le interrumpió con un gesto-. Tal vez tendríamos que aclarar primero qué es lo que entiendes por un caballero. Descríbelo.
Evan examinó al joven caballero de la Tabla Redonda con una mirada de temor y respeto a la vez, y en la que también latía un rastro de desprecio.
– Era muy alto -respondió-. Como vos por lo menos, señor; o más. No he podido ver su cara, porque llevaba la visera bajada.
– ¿Llevaba una armadura? -se cercioró Arturo-. Como nosotros.
– No como vosotros -contestó Evan moviendo la cabeza-. Era toda de plata, igual que su espada. Ha matado al picto.
Arturo y Perceval intercambiaron una rápida mirada, que seguramente pasó inadvertida a Evan, pero no a Dulac.
– ¿A un picto dices? -comprobó Perceval-. ¿Cómo lo sabes?
– El Caballero de Plata me lo ha dicho -respondió Evan, lo que sin duda era una mentira. Dulac lo sabía, pero también Perceval pareció intuirlo.
– ¿Y tú has visto que mataba al picto? -le interrogó Arturo.
– No… directamente, señor -confesó Evan-. Cuando me he despertado, estaba muerto y el Caballero de Plata se encontraba delante de mí, con una espada ensangrentada en la mano. ¿Quién lo iba a haber matado si no?
Gawain iba a añadir algo; pero Arturo levantó la mano con rapidez, haciéndole callar, y preguntó:
– ¿Y luego?
– Él… me ha encargado que os pusiera sobre aviso, señor -respondió Evan tartamudeando-. He cogido el caballo del picto muerto y he venido cabalgando como ánima que lleva el diablo.
– Y él mismo ha venido hasta aquí y ha logrado que Mordred y sus dos acompañantes salieran huyendo -añadio Arturo como si estuviera hablando consigo mismo. Sacudió la cabeza-. El solo. Un hombre contra tres. Es difícil de creer.
– Por lo menos eso es lo que ha asegurado el posadero -comentó Gawain.
– Y el rey Uther también -recordó Perceval.
– Uther… -suspiró Arturo. Su rostro adquirió una extraña expresión que Dulac no supo interpretar, pero que no le pareció muy agradable. Y como si hubiera leído sus pensamientos, Arturo se volvió hacia él y le observó con una mirada penetrante.
– ¿Señor? -preguntó Dulac nervioso.
– Nada -respondió Arturo. Su mano rozó en un gesto apenas perceptible la pequeña y no muy limpia venda de su cuello, luego el rey recobró su anterior posición y se dirigió a Evan con un tono diferente:
– Has hecho bien en avisarnos, chico. Ven mañana temprano al castillo y tendrás una recompensa apropiada. ¡Ahora vete!
Evan no se fue, realmente salió volando. Arturo miró cómo saltaba sobre su asno y emprendía el camino de regreso con un trote ligero. Entonces se giró otra vez hacia Dulac, lo observó de nuevo con aquella mirada tan peculiar, y luego le preguntó: