Dulac entró, acarició con los dedos la piel de su encuadernación y lo abrió de golpe. ¡Las páginas estaban vacías!
Las ilustraciones y las hermosísimas capitulares que había visto la noche anterior ya no se encontraban allí.
¡Pero era imposible! Dulac examinó las páginas verdaderamente desconcertado, luego cerró el volumen y volvió a observar las tapas. Se trataba del mismo libro con toda seguridad.
Sólo que ahora sus páginas estaban completamente vacías. Los textos habían desaparecido sin dejar rastro, al igual que aquellos misteriosos dibujos que Ginebra y él contemplaron… Ginebra.
Dulac sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo. Daba lo mismo lo que hiciera o sobre qué cavilara… sus pensamientos siempre acababan por regresar a Ginebra.
Se dio la vuelta y… se pegó un susto tan horroroso que a punto estuvo de perder el equilibrio. Dagda estaba tras él. Ese hecho de por sí no habría sido tan terrorífico porque conocía a Dagda desde hacía el suficiente tiempo como para saber que, a pesar de su edad, era capaz de moverse tan sigiloso como un gato. Pero tras Dagda no había… nada. Sólo una pared de piedras macizas, en la que no se abría ninguna puerta, ninguna oquedad, ¡Ni siquiera la más mínima rendija!
– ¿Has encontrado lo que buscabas? -preguntó Dagda. Su voz sonó áspera y en sus ojos había un fulgor que sobrecogió a Dulac.
– Sí… No sé lo que… -balbuceó el chico.
– Exacto -dijo Dagda con rudeza-. No sabes nada. Ése es el problema. No sabes nada de nada. Por no saber, no sabes que no sabes nada.
Dulac no tenía ni la más remota idea de qué estaba hablando Dagda, pero no era la primera vez que le sucedía aquello. El anciano hablaba a menudo por medio de acertijos. Incluso había veces que Dulac tenía la sospecha de que sólo decía disparates.
Se estrujó el cerebro para dar con una respuesta adecuada, pero Dagda parecía no necesitarla, porque gesticuló aparatosamente y añadió:
– ¿Dónde has estado todo el santo día? ¿Y por qué andas tan agitado?
– Yo… Arturo… -tartamudeó Dulac.
– ¿Arturo? -Dagda frunció el ceño y el chico se fijó de pronto en el mal aspecto que tenía. Sus mejillas se habían descolgado y su piel se mostraba mate y cenicienta. No olía bien: a sudor frío y enfermedad.
– Me ha echado -respondió Dulac-. Estaba… muy enfadado conmigo, me temo.
– ¿Enfadado? ¿Qué has hecho?
– Le he herido -susurró Dulac. Sólo recordar la espantosa escena de la mañana le provocó mayor malestar. Pero al mismo tiempo se sentía aliviado de poder hablar con alguien sobre tan extraño acontecimiento.
– ¿Qué ha sucedido? -quiso saber Dagda. De pronto daba señales de estar muy interesado.
– Estaba en el río -contestó Dulac-. Arturo ha llegado antes que los otros. Hemos conversado de… mi interés por convertirme en caballero y… y entonces me ha entregado una espada para practicar un poco con él, y…
– … y vuestro protegido ha estado a un paso de cortarme la cabeza acallo la frase una tercera voz.
Dagda levantó la cabeza precipitadamente y, con el corazón en un puño, Dulac se dio la vuelta hacia Arturo, que había entrado en el cuarto sin hacerse notar.
– Ha sido mi propia torpeza -explicó Arturo, mientras levantaba la mano para rozarse la pequeña venda del cuello. Para asombro de Dulac, sonreía-. Aunque es un comportamiento insólito en mí -añadió, dirigiéndose al chico-, quiero disculparme. No tenía que habértelo recriminado. Si alguien tiene la culpa, ése soy yo. No tenía que haber puesto una espada en tus manos. Alguien como yo tendría que saber que un arma no es ningún juguete.
– Que habéis hecho… ¿qué? -preguntó Dagda fuera de sí-. ¿Le habéis dado una espada? ¿Habéis permitido que vierta sangre?
Dulac resopló con incredulidad. El tono que Dagda estaba empleando con el rey era absolutamente inadecuado. Pero lo que más le llamó la atención todavía fue la reacción de Arturo a las palabras de Dagda. En lugar de ponerle en su sitio, por un momento se dibujó en su cara una expresión de terror, y cuando finalmente habló, lo hizo con un tono de voz muy bajo:
– Sólo ha sido un ejercicio inofensivo. No podía imaginar…
– … ¿lo que iba a ocurrir cuando tuviera una espada en sus manos? -le tomó la palabra Dagda.
– ¡No era una espada de verdad! -se defendió Arturo. A Dulac le resultaba increíble, pero Arturo usaba claramente un tono de defensa, a pesar de que él era el rey y Dagda sólo el cocinero y mago de la corte-. Sólo se trataba de un juguete algo mejorado, que…
– … por un pelo casi os cuesta la cabeza -acabó la frase Dagda-. Ya os habéis olvidado de todo -se calló de pronto, dio medio paso hacia atrás y bajó la mirada perplejo-. Perdonadme, mi rey -dijo-. Me he dejado llevar.
– Bueno, no pasa nada -respondió Arturo sonriendo, pero a su manera parecía tan asustado y perplejo como Dagda-. Ha sido un día complicado para todos. Esta noche tenemos huéspedes en Camelot. Preocupaos de que se sirvan las mejores viandas de vuestra cocina.
– Por supuesto, mi rey -respondió Dagda sin levantar la mirada.
– Y tú… -Arturo se dio la vuelta hacia Dulac-. ¿Conoces a ese chico que nos ha advertido?
– Evan -asintió él.
– Vete a verlo y preocúpate de que mañana temprano esté en el castillo. Le he prometido una recompensa. Y tengo que hablar con él de ese Caballero de Plata.
Dagda levantó la vista. Una profunda arruga se marcó entre sus cejas, pero no dijo nada. Cuando Arturo se volvió hacia él, bajó de nuevo la mirada y esperó a que el rey se hubiera marchado con pasos rápidos. Sólo entonces quiso saciar su curiosidad con Dulac.
– ¿Qué significa eso del Caballero de Plata? -preguntó.
– No sé nada -mintió Dulac-. Pero, ¿por qué le has censurado que me haya entregado una espada?
– Por nada en especial -respondió Dagda-. Ha sido hablar por hablar.
– No -rebatió Dulac en un tono que no permitía réplica-. No ha sido así.
Dagda titubeó. Tosió, se giró y dio algunos pasos.
– Es difícil de explicar -dijo-. No sé si lo entenderás.
– ¡Pruébalo! -le propuso Dulac. Su corazón latía con fuerza. Tenía la sensación de que Dagda estaba a punto de comunicarle algo muy importante.
– Tú siempre has sido muy especial para mí, Dulac -respondió Dagda despacio-. Sé que a veces resulta difícil de creer para ti, pero es la verdad. Nunca he querido que fueras como los demás.
– ¿Quiénes son los demás?
– Todos -respondió Dagda-. Esos muchachos que ayer te atacaron. Arturo y sus caballeros. Mordred. Los pictos -sacudió la cabeza-. Incluso, Uther. No conocen otra cosa más que la batalla, muertes, armas… -suspiró profundamente-. No quiero que tú crezcas así, Dulac. No con la espada en la mano y odio en el corazón.
Dulac estaba desconcertado. Las palabras de Dagda -por más extrañas que le parecieran- sonaban convincentes, sobre todo si se conocía la personalidad de Dagda y sus opiniones, en ocasiones tan diferentes de las del resto de la humanidad. Y a pesar de eso, tenía la sensación de que se trataba de una excusa, una excusa que además iba inventando a medida que hablaba.
– ¿Y cómo voy a salvar el pellejo si me encuentro con alguien que no piensa así? -preguntó-. Como ayer por la tarde, por ejemplo.
– ¿Qué habría ocurrido si ayer hubieras tenido un arma? -interrogó Dagda a su vez-. Tal vez ahora uno de los tres chicos estaría muerto. Tal vez, todos. Tal vez, tú también.
Dulac no respondió. Sabía perfectamente el poco tino que había demostrado tener. Dagda era un verdadero maestro en llevar una conversación a su terreno. Cambió el tema y también el timbre de la voz.
– Si Arturo desea un banquete, tenemos que empezar a prepararlo.
Dagda tosió con fuerza.
– Hoy no me siento con ánimos para una labor así. Ve a la posada y encárgale a tu amo un ágape para esta noche. Se alegrará ante ese inesperado cometido.