– Más bien querrá cortarte las orejas -dijo Dulac-. Tander es un verdadero usurero y sólo pensará en los gastos que hoy le reportará la comilona.
Dagda sonrió.
– Que no se preocupe por eso -dijo-. Dile que la cuenta me la traiga a mí.
Dulac sospechó que la conversación terminaba ya, así que dio unos pasos, pero de pronto se quedó parado de nuevo. Vio algo que le asustó.
Dagda seguía en el mismo sitio donde le había dejado y parecía mirar en su dirección, pero sus ojos estaban turbios y daban la impresión de traspasarlo. Sus labios estaban blancos, como si la sangre no llegara a ellos, y si se prestaba la bastante atención uno se daba cuenta de que sus manos temblaban. Parecía increíblemente viejo.
– ¿Dagda? -preguntó Dulac.
Dagda se estremeció, pestañeó y consiguió que una sonrisa asomara a su boca, aunque más bien semejaba una mueca.
– ¿Qué?
– ¿Te encuentras bien? -preguntó titubeando-. No tienes muy buen aspecto.
– No estoy enfermo -respondió Dagda enfadado-. Soy viejo, por si no lo habías notado. Pero gozo de estupenda salud -tosió de tal manera que sus propias palabras quedaron impugnadas-. Sin embargo, a ti parece que te ocurre algo en los oídos. ¿No te he hecho un encargo?
La inesperada solicitud de Camelot no emocionó tanto a Tander como había esperado Dagda. Por el contrario, reaccionó de muy mal humor, lamentándose de que esos encargos de la corte siempre acababan costándole dinero y de que terminaría no sólo teniendo que pagar sino en la ruina total, como Arturo siguiera acudiendo a él con semejantes peticiones.
Dulac no se molestó en escucharlo. Por supuesto, el posadero le exigió que realizara la mayor parte del trabajo y, a pesar de que Dulac se organizó también como pudo, repitió el trayecto de la posada al castillo por lo menos una docena de veces a lo largo de aquella noche. Era mucho más de medianoche cuando regresó, derrengado, al granero para dormir las pocas horas que quedaban hasta el amanecer. El banquete había durado buena parte de la noche y, al final, había degenerado en una bacanal por la que había corrido el vino a diestro y siniestro. Ni Uther ni Ginebra participaron en la velada. Dulac se consolaba con la idea de que la vería al día siguiente. Pero en aquel instante nada era más importante para él que tumbarse sobre la paja y dormir.
Sin embargo, no iba a ser tan fácil lograrlo. Cuando estaba subiendo la escalera del sobrado, oyó un crujido y Lobo saltó hacia él ladrando contento y lamiéndole las manos. Dulac sintió ciertos remordimientos: había olvidado al perro por espacio de todo el día, no le había destinado ni el más mínimo pensamiento. Se arrodilló, le acarició la cabeza y dijo:
– No tan alto, pequeño. Vas a despertar a Tander y, entonces, nos enviará a contar las estrellas del cielo o el empedrado de la calle.
Lobo gimió despacio, como si hubiera entendido las palabras de su amo; corrió hacia el montón de paja del que había salido y volvió a ladrar contento.
– ¡Lobo, cállate! -ordenó Dulac.
Lobo ladró todavía más fuerte y Dulac torció los ojos. Lobo no se iba a quedar tranquilo hasta conseguir sus propósitos. La única alternativa era dejarlo ladrar a gusto hasta que Tander se despertara y viniera… y en ese caso ¡ni soñar en dormir aquella noche!
Extendió la mano hacia el perro, pero Lobo se escapó y desapareció entre la paja. No se lo estaba poniendo nada fácil.
Dulac suspiró con más fuerza, rebuscó entre la paja y… abrió los ojos incrédulo. En lugar de un perrillo con la cola levantada, se dio de bruces con un espaldar plateado.
Y no sólo eso.
Dulac siguió revolviendo entre la paja y sacó una armadura completa… la armadura de plata que había encontrado en el lago.
Su corazón latió desacompasado. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Quién la había traído y, sobre todo, por qué?
El cansancio de Dulac había desaparecido como por encanto. Con dedos temblorosos fue cogiendo una pieza tras otra. Había visto muchas armaduras, espadas y escudos, pero nunca algo tan preciado. El metal tenía un tono más parecido al de la plata que al del hierro, y a pesar de los años que había pasado en el agua, en su superficie no se dibujaba ni un solo arañazo. Escudo, peto y yelmo estaban ricamente cincelados, y también la empuñadura de la espada había sido adornada con una filigrana delicadamente labrada.
En gran parte se trataba de signos sin sentido y símbolos eminentemente decorativos, pero un determinado motivo se repetía una y otra vez… más grande en el peto y el escudo, algo más pequeño en los guanteletes, los sobrecodales y las rodilleras: el dibujo de un lujoso cáliz, que a Dulac no le resultó del todo desconocido, aunque fue incapaz de recordar dónde lo había visto antes.
Pero tras pensarlo durante un rato, por fin creyó reconocer aquel símbolo. La armadura tenía que haber pertenecido a un caballero noble y, sobre todo, muy rico, y la mayoría de la gente noble decoraba sus armaduras con motivos religiosos: los símbolos de la nueva creencia, aquella que estaba arrinconando a los viejos dioses. Lo más probable es que el cáliz fuera la representación del Santo Grial, aquel legendario recipiente del que había bebido el propio hijo de Dios y que había compartido con sus apóstoles durante la Ultima Cena, y que desde entonces todos los caballeros y aventureros del mundo buscaban. También varios de los caballeros de Arturo portaban el Santo Grial en su escudo y en su blasón, aunque no tan identificables como los de aquella armadura.
Con cierto titubeo Dulac sacó la espada de su vaina. En la hoja brillaban extrañas runas, letras en una escritura que Dulac no sabía descifrar, pero que le parecieron extrañamente familiares.
La espada no era muy grande. Su hoja no era mucho más larga que su antebrazo y no más ancha que tres dedos juntos. La empuñadura se ajustaba tan perfectamente a su mano que parecía hecha a la medida para él, y su peso apenas se notaba.
Agarrándola, Dulac sentía algo distinto, algo muy inquietante: era como si oyera susurros y murmullos, voces claras que hablaban en una lengua extraña y al mismo tiempo familiarmente agradable, y luego vio
Brillante acero, que cortaba el aire con un sonido escalofriante y poderoso.
Ojos, que se llenaban de asombro y luego del súbito miedo de la muerte.
Carne, hendida con un atroz ruido de acero.
Sangre derramada y gritos estridentes, hombres aterrorizados que arrojaban sus armas y huían atenazados por el pánico, y experimentó el embriagador sentimiento de poder que recorría la hoja de la espada y llegaba hasta su mano, y
Jadeando horrorizado, Dulac guardó la espada en la vaina y las visiones desaparecieron tan de repente como habían venido. Inmediatamente dejó caer el cincho y caminó dos, tres pasos hacia atrás. Su corazón palpitaba a toda velocidad y todo su cuerpo tiritaba.
¿Qué era aquello?
Sólo una ilusión, con toda certeza, pero la ilusión más inquietante de la que había oído hablar en toda su vida. Más que una mala jugada de sus nervios, mucho más.
Lo que había visto era… la batalla en El jabalí negro.
Sin duda. Tras los rostros contraídos por el miedo había reconocido la vieja posada, y también había reconocido a alguno de aquellos guerreros: había visto sus cuerpos al mediodía, delante de El jabalí negro.
Dulac observó la armadura plateada con miedo renovado. Había sólo una explicación para aquel hecho tan misterioso como espantoso, pero le resultaba tan absurda que rechazó de pleno seguir pensando en ella.
Dagda.
Tenía que hablar con Dagda. Mañana a primera hora, antes que nada, iría a contárselo todo.
Dulac ocultó la armadura de plata nuevamente entre la paja, teniendo mucho cuidado de rozar siquiera la espada. Luego, subió al sobrado y se acomodó sobre la paja para dormir.