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– ¿A estas horas? -el centinela adoptó una expresión desconfiada-. Falta todavía una hora para que salga el sol.

– Lo sé -respondió Dulac-. Antes queríamos hablar con Dagda. Evan tiene que ayudarme. Se esperan muchos invitados en el castillo. Es demasiado trabajo para mí solo.

El vigilante meditó un momento, luego asintió:

– De acuerdo. Pero no hagas ruido. El castillo entero está durmiendo.

– Claro que no -aseguró Dulac. Hizo un gesto a Evan-: Ven.

Traspasaron deprisa el arco, recorrieron el patio y bajaron las escaleras.

– ¿Trabajo? -preguntó Evan-. ¿Qué sinsentido es ese? ¡Yo no soy mozo de cocina!

– Quiero que hables con Dagda -respondió Dulac-. Tienes que contarle lo del Caballero de Plata. Es muy importante.

– ¿Por qué va a ser importante que le cuente algo a un cocinero? -se asombró Evan.

– Hazlo sin más -contestó Dulac-. Y ahora cállate.

Cruzaron la cocina y se dirigieron a la derecha para acceder al cuarto de Dagda. Dulac se movía deprisa y tan silencioso como podía, pero Evan, que no conocía aquellas estancias, se tropezaba en todas partes y soltaba de vez en cuando algún gemido de dolor. Dulac lo miraba resignado.

– ¿Qué es esto? -gruñó Evan-. ¿Un trastero? ¿Y qué es esta peste tan asquerosa? ¡Voy a acabar mareándome!

– El caldero de Dagda -respondió Dulac-. Puedes fregarlo. Esa será tu primera tarea. Y ahora cállate.

Evan obedeció, aunque emitiendo un resoplido de disgusto. Dulac alcanzó la puerta en medio de la oscuridad y la empujó con precaución.

El cuarto estaba en una absoluta penumbra, pero se notaba un olor fétido y enseguida oyó una respiración ronca entrecortada por algunos gemidos amortiguados.

– ¿Dagda? -llamó en la oscuridad.

No recibió respuesta, pero los gemidos se repitieron.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Evan.

– Nada -contestó Dulac-. Quédate ahí. No te preocupes.

Se dio la vuelta, palpó en medio de la oscuridad hasta encontrar lo que buscaba: dos pedernales y una astilla de madera, de los que Dagda tenía distribuidos por toda la cocina para que en cualquier momento se pudiera encender la luz sin problemas. Frotó los pedernales un par de veces hasta que prendió la astilla, sopló para atizar el fuego y, finalmente, tomó una vela de la alacena. Cuando prendió la mecha, le pasó la astilla a Evan, diciéndole:

– Enciende más velas. Y haz un fuego en la chimenea. Hace frío.

Evan parecía muy turbado, pero hizo lo que Dulac le decía, y éste levantó la vela y atravesó el umbral. La palpitante llama amarilla provocaba más sombras que luz y en un primer momento a Dulac le pareció que había algo grande, incorpóreo, humeante, que se desprendía de la delgada figura postrada en la cama y volaba de nuevo hacia el lugar sombrío del que procedía. Un escalofrío gélido recorrió su espalda. Dulac ahuyentó sus malos pensamientos, levantó la mano ante la llama de la vela, para que no se apagara, y se aproximó con pasos rápidos hacia la cama de Dagda.

A pesar de que lo esperaba, lo que vio le dejó helado de espanto.

Dagda estaba tumbado de espaldas, con los ojos semicerrados. Se encontraba tan bañado en sudor que tenía la camisola pegada al cuerpo; sus hundidas mejillas conferían a su rostro el aspecto de una calavera. Sus labios estaban agrietados y secos. El olor pestilente que flotaba en el ambiente provenía de él.

– Por el amor de Dios -gimió Dulac-. ¡Dagda! ¿Qué te ocurre?

Dejó la vela sobre la mesilla junto a la cama, se inclinó sobre él y comenzó a golpear su hombro mientras gritaba ininterrumpidamente su nombre. El anciano se quejó y su cabeza se movió a izquierda y derecha, pero sus ojos permanecieron vacíos.

Evan apareció en la puerta, con una tea encendida entre las manos. La luz roja expulsó las sombras, pero remarcó todavía más la impresión de enfermedad y debilidad del rostro de Dagda.

– ¡Dios mío! -soltó Evan-. ¿Qué…?

– ¡Cierra la boca! -le ordenó Dulac-. Deja aquí la tea y corre arriba a avisar al vigilante. ¡Dagda está enfermo! Tiene que despertar a Sir Galahad. Él conoce el arte de la sanación.

– ¿Sir Galahad? -preguntó Evan dubitativo-. ¡Pero es un caballero!

– ¡Vete de una vez! -esta vez Dulac le gritó tan fuerte que Evan casi tiró la tea al suelo. Luego, se giró y salió corriendo, con la tea entre las manos por supuesto.

Dulac se inclinó sobre la cama otra vez. Dagda gimió débilmente. En su cuello una vena palpitaba tan fuerte como si fuera a estallar, y sus labios intentaron pronunciar algunas palabras. Sus uñas arañaron la sábana de lino rústico que cubría la cama.

Dulac cada vez estaba más atemorizado. Desde hacía días sabía que algo no iba bien con Dagda, pero tal como lo veía ahora parecía más próximo a la muerte que a la vida.

El joven miró a su alrededor tiritando. Como Evan se había llevado la tea, la oscuridad había vuelto a la habitación, y con ella las sombras. Formaban un cerco en torno al tembloroso círculo de luz de la vela, y de nuevo volvió a percibir la presencia de algo incorpóreo e increíblemente poderoso. Y también, casi no se atrevía ni a imaginarlo, malvado…

Dagda abrió los ojos entre gemidos y sus pupilas parecieron reconocerle.

– ¿Lan… celot? -murmuró.

– ¿Lancelot? -se extrañó Dulac. ¿Quién era ése? Sacudió la cabeza-. Soy yo, Dagda, Dulac. ¿No me reconoces?

– Lancelot Dulac -repitió Dagda, aunque pronunció el nombre de Dulac de forma extraña, algo así como «Di lac».

– ¡Yo soy Dulac! -insistió el joven.

– Ese es tu nombre completo -murmuró Dagda. Le costaba mucho esfuerzo hablar-. Lancelot del Lago. Nadie, salvo yo, lo conoce. Ni siquiera Arturo. Hace tiempo que te lo tenía que haber dicho, pero…

«Realmente tenía que habérmelo dicho hace mucho tiempo», pensó Dulac con amargura.

– ¿Qué te sucede, Dagda? -preguntó.

– Me muero, tonto -respondió Dagda.

– Ni se te ocurra decirlo -dijo Dulac enfadado-. Estás enfermo, no es más que eso.

– Mi enfermedad se llama «años» -aseguró Dagda. Intentó incorporarse y, para asombro de Dulac, lo consiguió. Sus hombros se hundieron sin fuerza hacía delante. Se le veía increíblemente viejo-. Trescientos años son suficientes, ¿no te parece?

Dulac abrió los ojos. ¿Qué había dicho Dagda? ¿Trescientos años? ¡Imposible! La fiebre le hacía delirar.

– Pero el momento es realmente inoportuno -añadió Dagda en medio de una tos seca-. No quiero decir que haya un momento oportuno para morir, pero éste es especialmente inoportuno. No ahora que Mordred está llevando sus planes adelante.

Levantó la cabeza y, en un primer instante, Dulac creyó que le miraba, pero cuando empezó a hablar, comprendió que su vista iba más allá, a la ondulante oscuridad que se extendía tras él.

– Ha sido un buen intento, Hada Morgana -dijo-. Pero todavía no estoy acabado. Eres más fuerte que yo, pero la fuerza no lo es todo. La magia negra nunca vencerá a la luz.

Dulac miró nervioso hacia atrás. A su alrededor no había nada más que la oscuridad y el misterioso movimiento que le parecía percibir era sin duda producto de sus nervios. Dagda tenía mucha fiebre y deliraba, eso era todo.

– Ve y… tráeme unas hierbas del saquito verde -dijo Dagda tartamudeando-. Y un vaso de agua -intentó sonreír-. No tengas miedo. Me moriré, pero no ahora mismo. No, si haces fuego y me traes mi medicina. Hace un frío espantoso aquí.

Dulac se levantó deprisa e hizo lo que Dagda le había encargado.

Una vez que encontró la bolsita de piel y se la llevó a Dagda con el agua, encendió media docena de velas más y llevó un brazado de leña seca a la chimenea. En el espacio de pocos minutos crepitaba una fogata cuyas llamas ahuyentaron no sólo la frialdad sino también las inquietantes sombras del lugar. Por su parte, Dagda echó unas pocas hierbas en el vaso y removió el líquido durante un buen rato mientras iba murmurando unas palabras que Dulac no supo si se trataba de un conjuro o simplemente del parloteo sin sentido de un viejo.