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– Sí -dijo Arturo con frialdad-. Vuestro marido es causa de envidia.

Dulac temió algún reproche por parte de Arturo y estaba pensando ya en cómo aplacarlo cuando las circunstancias vinieron a ayudarle: se abrió la puerta y un hombre con las vestimentas desgarradas se precipitó en la sala. Respiraba con dificultad y parecía que ni siquiera le quedaban fuerzas para permanecer de pie. Bamboleándose, dio dos o tres pasos hacia atrás, chocó contra la mesa y cayó de rodillas llevándose por delante dos sillas.

Arturo se aproximó a él mientras casi todos los caballeros se levantaban de sus asientos: algunas manos se habían posado en las empuñaduras de sus espadas y en la mayoría de los rostros afloró el desconcierto y el sobresalto.

– ¿Que ha ocurrido? -Arturo alcanzó al caído y se arrodilló a su lado-. ¿Quién tres? ¡Habla!

– Yo… yo… señor -gimió el hombre-. Los… los pictos. Ellos…

Su voz se quebró. Por mucho que lo intentó, no pudo proferir más que unos tremendos estertores. Arturo se dirigió a Dulac y le ordenó:

– ¡Chico! ¡Trae agua!

Como Dagda antes, tuvo el hombre que conformarse con beber vino. Ingirió ávidamente unos sorbos, y, aunque escupió la mayor parte, se atragantó y acabó con un fuerte ataque de tos. Cuando hubo bebido la mitad del vaso, Arturo se lo quitó de las manos y dijo con algo más de suavidad:

– Ahora, tranquilízate. Lo mismo da un momento más o menos.

El hombre asintió agradecido. Dulac pudo darse cuenta de que intentaba con todas sus fuerzas recobrar el ritmo de la respiración. Tenía muy mal aspecto. Sus ropas, con los colores y el emblema de Camelot, llamaban la atención por su suciedad, pero también por la sangre que tenían pegada, y tardó un buen rato en lograr ponerse en pie. Arturo levantó del suelo una de las sillas y lo ayudó a sentarse en ella.

– Ahora, habla.

– Los pictos, señor -respondió el soldado, todavía jadeando por la fatiga y con temblores en todo el cuerpo-. Han traspasado la frontera del norte con doscientos hombres.

– ¿Doscientos?

– ¡Por lo menos, señor! -contestó el soldado-. Tal vez, incluso, más.

– ¿Cuándo? -interrogó con dureza Galahad.

– Ayer por la tarde, a la caída del sol. No tuvimos ninguna oportunidad, señor. Nos sorprendieron del todo. Eran demasiados.

– Nadie te está reclamando nada -dijo Arturo-. ¿Eres el único que ha sobrevivido?

Por un instante una expresión de miedo se asomó a los ojos del hombre.

– Me habría quedado con mis compañeros, para morir con ellos, pero…

– … Pero entonces no estarías aquí para avisarnos y Camelot podría acabar como el resto de tus tropas, acorralada también -le interrumpió Arturo-. Has hecho lo correcto. ¿Estaba Mordred con ellos?

– No lo sé, señor -respondió el guerrero. Alargó una mano tembloroso hacia Dulac y éste le sirvió otro vaso de vino, una vez que Arturo le hizo un gesto de conformidad con la cabeza. En esta ocasión bebió más lentamente y con tragos mayores, antes de empezar a hablar de nuevo:

– No conozco a Mordred, pero al mando iba un hombre que no tenía aspecto de ser picto.

– Mordred -dijo Galahad con rabia-. No pierde el tiempo.

– Menos de lo que vosotros pensáis -dijo el soldado-. Cuando estuve seguro de que había conseguido esquivarlos, me quedé un rato acechándolos. Marchan hacia Camelot, señor. Muy rápido.

Galahad iba a hacer una nueva pregunta, pero Arturo le hizo callar con un gesto brusco.

– ¿Estás seguro? ¿A qué distancia se encuentran de aquí?

– A no más de medio día -respondió el guerrero-. He intercambiado dos caballos para llegar lo más rápido posible, pero ellos marchan muy deprisa, señor.

– Bien -dijo Arturo con aspereza-. Nos has prestado un gran servicio, amigo mío. Más tarde hablaré contigo de nuevo, pero por ahora ya basta. Ve abajo y que te sirvan algo de comer; luego descansa. Te mandaré llamar.

El hombre se levantó y se fue con paso inseguro. Nadie habló hasta que abandonó la sala y cerró la puerta tras de sí.

– Me resulta difícil de creer -dijo Gawain-. Ni el propio Mordred osaría levantar la mano contra Camelot.

– Creedlo, Gawain -dijo Uther-. Camelot es lo que ansiaba de veras, desde el principio.

– Pero…

– Uther tiene razón -le interrumpió Arturo-. Sabía que iba a suceder, sólo esperaba tener algo más de tiempo.

– Doscientos hombres es un gran ejército -dijo Ginebra-. Y están cerca. ¿Habrá tiempo suficiente para movilizar a vuestro propio ejército y organizar la defensa?

Arturo la miró muy serio y sin pronunciar una sola palabra, y Uther le dijo con dulzura:

– Camelot no tiene ningún ejército, querida niña.

Ginebra abrió los ojos desmesuradamente, sin poder creer lo que estaba oyendo.

– ¿Ningún ejército? -repitió-. Pero eso… eso no puede ser. Quiero decir: ¡Camelot es famoso en toda Britania por su fortaleza y su poder! Creía que teníais un ejército poderoso.

– Uther está diciendo la verdad, Mylady -dijo Arturo y con su mano hizo el gesto de abarcar a todas las personas que se encontraban alrededor de la mesa-. Nosotros somos el ejército de Camelot. Es más que suficiente.

– ¿Vosotros solos contra doscientos hombres?

– Ya hemos luchado contra ejércitos mayores y vencido -respondió Arturo-. No tengáis miedo. Mordred recibirá lo que se merece. Y pagará también por la muerte de vuestro padre y por lo que os hizo a Uther y a vos.

– Pero…

– Por favor, niña -dijo Uther con sosiego-. Arturo tiene razón. Mordred debe de haber perdido la razón para venir aquí con sus hombres. Sabe que no tiene ninguna posibilidad.

– Eso es lo que me preocupa -dijo Arturo en tono lúgubre-. Mordred puede ser muchas cosas, pero no un estúpido. Lleva a sus hombres a una muerte segura. Y me pregunto por qué -cerró el puño-. Se lo preguntaré antes de clavarle la espada en el corazón.

– ¿Por qué no le aguardamos aquí? -preguntó Uther-. ¡Dentro de los muros de Camelot sus hombres caerán como moscas!

– ¿Y traer la guerra a la ciudad? -Arturo señaló a Evan-. Los padres de este chico y los demás habitantes de la ciudad confían en que nosotros protegeremos sus vidas. No… saldremos dentro de una hora al encuentro de los pictos. Los atacaremos en campo abierto.

– Os acompaño -dijo Uther. Ginebra lo miró asustada y Arturo levantó la mano, sacudiendo la cabeza.

– Por mucho que os comprenda, viejo amigo, no puedo permitíroslo. Alguien tiene que velar por la seguridad de Lady Ginebra. Cinco de mis caballeros y la guarnición del castillo quedan a vuestro cargo, para protegeros.

Uther no quedó muy convencido, pero intuyó que era totalmente inútil alargar la discusión. Bajó la mirada y, un instante después, Ginebra se aproximó a él y puso la mano sobre su hombro.

Dagda se incorporó gimiendo del sillón.

– Entonces, tengo que ponerme a trabajar.

– Que vas a hacer ¿qué? -se asustó Dulac.

– Una hora no es mucho tiempo -respondió Dagda-. Los caballeros querrán comer antes de salir. Se pelea mal con el estómago vacío.

Alargó la mano y Dulac se dispuso a ayudarle cuando Arturo lo atajó con un gesto autoritario de su mano derecha mientras con la otra señalaba a Evan-. Que os ayude este chico. Quiero que Dulac nos acompañe.

– ¡Vaya disparate! -rumió Dagda-. ¿De que os iba a servir?

– Se encargará de vuestras funciones -dijo Arturo-. Estáis demasiado enfermo para acompañarnos, pero alguien tiene que actuar de testigo y cronista de los hechos. Le habéis enseñado a leer y escribir, ¿no?

– Sí -asintió Dagda-, pero…