– Pronto se desencadenará la batalla -dijo Arturo-. ¿Tienes miedo?
– No -respondió Dulac, pero ésa no era, por lo visto, la respuesta que quería escuchar Arturo porque su cara desveló una expresión preocupada.
– Deberías tenerlo -dijo-. Vamos a vencer con toda seguridad, pero morirán personas y eso es siempre malo.
– Son sólo pictos.
– ¿Y los pictos no son personas? -preguntó a su vez Arturo-. Tal vez para nosotros no sean más que bárbaros, que adoran a dioses oscuros y amenazan nuestra manera de vivir. Nuestros enemigos. Pero también son maridos y padres e hijos. Si no regresan a sus casas, en sus hogares se derramarán muchas lágrimas.
Dulac se preguntó por qué Arturo se había convertido en un guerrero si pensaba así. Y, prácticamente en contra de su propia voluntad, le hizo esa pregunta… aunque enseguida se arrepintió. Acabaría costándole el cuello tener una lengua tan ligera.
Sin embargo, Arturo no pareció molestarse, más bien se sonrió como si hubiera esperado esa pregunta y estuviera contento de escucharla.
– Porque desgraciadamente es necesario, chico -respondió-. Tal vez llegará un día en que los humanos no necesiten más guerreros, pero aún no hemos alcanzado esa época. No hace mucho, este territorio era como el de los pictos. Salvaje, bárbaro y violento. Los habitantes de Britania aprendieron y ahora es tiempo de que aprendan los pictos -puso la mano sobre la espada-. A veces aprender hace daño. No me alegro de matar a sus guerreros, pero también tengo que proteger a la gente que confía en mí.
Sir Lioness regresó.
– Están allí -dijo-. Al otro lado de la colina, a una legua de distancia. Han acampado en la linde del bosque. Creo que saben que estamos aquí.
– Quieren atraernos al bosque, allí donde nuestros caballos y las armaduras no sean más que una rémora para nosotros -dijo Arturo taciturno-. Pero no voy a complacerles -pensó un momento-. Mandad un emisario. Quiero parlamentar con su capitán dentro de media hora, solos él y yo.
– Van a aprovechar ese tiempo para rodearnos -comentó Lioness.
– Que lo hagan -replicó Arturo-. Id. Haced lo que os he dicho -elevó la voz-. ¡Sir Mandrake! ¡Celebremos una misa para pedirle a Dios fuerzas para la próxima batalla!
Dulac se sintió un poco desamparado. Para ser exactos: fuera de lugar. Con toda seguridad, Arturo había mantenido aquel diálogo con él para ocupar de algún modo el tiempo hasta que regresara el caballero, no porque se tratara de algo de vital importancia. Ahora llamaba a sus caballeros a la oración y él poco tenía que hacer allí. Arturo y sus caballeros eran, como casi todos en Camelot, cristianos. Dagda, sin embargo, seguía creyendo en los viejos dioses, que ya reinaban sobre ese territorio y sus habitantes cuando el Dios de los cristianos ni siquiera existía, y en lo que se refería a él… a estas alturas no tenía las cosas demasiado claras. ¿En qué creía? Si es que creía en algo. En el Dios de los cristianos seguro que no, aquel Dios que predicaba el amor y el perdón y amordazaba la vida de los hombres con un montón de reglas, prohibiciones y mandamientos, hasta que no les quedaba casi aire que respirar. Tander lo sabía y no hacía mucho caso, pero lo aprovechaba como pretexto para cargarle el domingo de trabajo cuando los demás acudían a la iglesia. También Arturo le había dejado claro en una ocasión que no le molestaba su actitud. De todas formas, Dulac sabía que muchos de los caballeros de Arturo eran verdaderos fanáticos de la religión y no quería que el rey tuviera problemas por su causa. Más de uno de los caballeros de la Tabla Redonda habría reaccionado en su contra si hubiera averiguado que Arturo admitía a un pagano en su corte.
Se dio la vuelta, caminó unos pasos hasta la linde del bosque y buscó un sitio en el que sentarse y reposar su espalda dolorida. Reinaba el silencio. Del bosque no salía ni el más mínimo ruido, ni siquiera el crujido de una rama o el susurro de las hojas, y el viento trajo un olor ligeramente enmohecido que a Dulac no le resultó desagradable, pues otorgaba al lugar una sensación de vida que rara vez había experimentado con tanta intensidad.
Aquella geografía le gustaba cada vez más, a pesar de que en un principio le había resultado increíblemente inhóspita. Estaban a gran distancia de cualquier enclave habitado, y más aún de aquello que Arturo solía definir con la palabra civilización. A Dulac no le habría asombrado descubrir que por allí no pasaban personas en meses, por no decir en años. Tal vez era eso mismo lo que sentía: la inmovilidad de aquel lugar.
No muy lejos de donde se encontraba, Arturo y sus caballeros se despojaron de las espadas y las colocaron en el suelo frente a ellos, luego se arrodillaron y cruzaron sus manos en actitud de rezo. Sir Mandrake, el único que se mantuvo de pie, comenzó a recitar en voz muy baja versos en latín, que seguramente sólo Arturo y él lograban comprender.
Dulac no pudo reprimir un escalofrío. La visión le hizo rememorar a los hombres que se arrodillaban frente a las cruces de las tumbas para rogar misericordia para las almas de los difuntos. Y no podía quitarse de encima la inquietante sensación de que se trataba de sus propias tumbas…
Intentó apartar el pensamiento de su mente, pero no lo logró plenamente. Quedó un poco del resquemor que había traído consigo. Tenía la misteriosa impresión de haber echado un vistazo al futuro, de una determinada manera sabía que había sido así. En los años que llevaba en Camelot había visto ir y venir a varios caballeros, y la mayoría de los que se habían marchado era porque habían caído en la batalla. Los caballeros de la Tabla Redonda y, por encima de todos, Arturo, se habían convertido en una leyenda viva, pero no eran ni inmortales ni invulnerables. La mayoría de ellos -por no decir todos- caerían bajo la espada con la que habían convivido. Tal vez no hoy, tal vez no dentro de un mes o un año, pero caerían bajo la espada. Se preguntó si eso era a lo que se había referido Dagda.
La oración terminó. Mandrake levantó la mano para bendecir a los caballeros, paró antes de acabar y miró irritado a su alrededor. El corazón de Dulac dio un vuelco. Se levantó de golpe, corrió a su caballo y desató de la cincha la bolsa de piel que le había proporcionado Dagda. Mientras corría hacia Mandrake, la abrió rápidamente y con dedos temblorosos sacó la segunda bolsita de piel, más pequeña, que guardaba en su interior. Tardó menos de medio minuto, pero cuando llegó junto al caballero, éste le perforó con la misma mirada que emplearía para el que hubiera cometido un delito de sangre y le arrancó la bolsa de las manos.
Dulac salió corriendo una media docena de pasos, para no interrumpir la ceremonia por más tiempo y atenuar así la cólera de Mandrake. El caballero le regaló una nueva mirada de enfado, abrió el saquito y vertió las formas en su mano izquierda. Mientras seguía murmurando frases en latín a media voz, los caballeros se fueron aproximando hacia él, uno detrás de otro; se arrodillaban y esperaban que él pusiera una hostia sobre sus lenguas y con la otra mano hiciera la señal de la cruz en sus frentes. Aunque Dulac no fuera un habitual de las iglesias, conocía el significado de aquel gesto, pero se quedó un poco extrañado. No creía en absoluto que ésa fuera la forma usual de la comunión; o que ésta pudiera celebrase en una situación como aquélla.
Pero, por otro lado, nunca antes había cabalgado hacia la batalla con Arturo y sus hombres.
Dulac contempló en silencio cómo los caballeros bebían un sorbo de vino del sencillo recipiente que Mandrake les ofrecía.
Un rato después, frunció la frente asombrado, se acercó unos pasos -no demasiados para no provocar el enfado de Arturo o de alguno de los otros caballeros- y entrecerró los ojos para fijar mejor la vista. Reconocía la copa que tenía Sir Mandrake en las manos. No era un cáliz valioso como cabía esperar, sino el recipiente abollado que solía estar en el anaquel de Dagda; no parecía ni digno de un mendigo, ¿cómo iba a serlo de un rey? ¿Por qué -se preguntó- les había entregado Dagda a los caballeros precisamente el más sencillo y estropeado de sus cálices? En cuanto regresaran, tenía que preguntárselo… aunque no estaba muy seguro de obtener una respuesta. Y no le sorprendería que fuera una de aquellas bromas bastante peculiares de Dagda: eso de dejar que Arturo y todos sus caballeros fueran a la batalla con aquel bote de hojalata abollado en lugar de un cáliz de oro…