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Arturo fue el último que comulgó. Después se levantó, pero no cogió su espada del suelo, para colgarla de nuevo del cincho, como hicieron los demás, sino que se volvió hacia Dulac y dijo:

– ¡Chico! ¡Tráeme a Excalibur!

Dulac corrió junto al caballo de Arturo, un hermoso semental blanco ataviado con una loriga de metal dorado, desató de la cincha una funda de terciopelo rojo y se la llevó al rey. Arturo la cogió y comenzó a abrirla mientras regalaba a Dulac una sonrisa cálida, casi como si quisiera resarcirle por el anterior comportamiento de Sir Mandrake.

Dulac sintió un inmenso respeto cuando Arturo dejó al descubierto a Excalibur en su vaina de piel blanca. El rey le entregó la funda de terciopelo a Dulac, se desabrochó el cincho y lo soltó sin más. Dulac lo cogió al vuelo, antes de que cayera a tierra.

Mientras Arturo se colocaba el cincho de Excalibur, Dulac asió la otra espada y la envainó, dispuesto a llevarla a su caballo para guardarla en la silla, donde permanecería hasta su regreso, pero el rey le retuvo.

– Llévatela contigo -le ordenó.

– ¿Señor?

– Llévala tú -repitió Arturo con un gesto impaciente-. Vas a acompañarme.

– ¿Yo? -preguntó Dulac sin creer lo que oía-. ¿Cómo yo? Quiero decir…

– No te pasará nada si permaneces a mi lado -le interrumpió Arturo-. Vas a acompañarme. Si después todavía sigues queriendo ser caballero, yo personalmente me ocuparé de tu educación.

Había dicho lo que tenía que decir, así que se giró hacia sus caballeros.

– Comencemos -dijo, posó la mano sobre la empuñadura, desenvainó a Excalibur y la levantó hacia el cielo-. ¡Por Camelot!

– ¡Por Camelot! -repitieron los caballeros a coro.

Y Dulac se quedó casi sin respiración.

Era la primera vez que veía a Excalibur.

Dagda le había explicado en una ocasión que Excalibur no sólo era un arma sagrada sino también mágica, que sólo podía utilizarse en batallas reales, y por eso hasta aquel momento la había visto siempre dentro de su vaina de piel blanca.

Aunque aquello no era del todo cierto.

Había visto a Excalibur ya en una ocasión o, por lo menos, una espada como esa. De hecho sólo habían pasado unas horas desde que la había tenido en sus manos.

Porque Excalibur y la espada que había encontrado en el lago se parecían como dos gotas de aguas…

Arturo se dirigió hacia él como si fuera a decirle algo y arrugó la frente al ver la expresión de perplejidad con la que Dulac observaba la espada. Pero la interpretó erróneamente, porque, tras unos segundos, sonrió y dijo:

– Un arma magnífica, ¿no crees? ¿Te gustaría asirla por una vez?

Le tendió la espada y el corazón del joven comenzó a latir a mayor velocidad cuando vio las runas que decoraban su cazoleta. Aunque no las había visto con detenimiento, no había la más mínima duda: eran las mismas. Excalibur y la espada del lago eran hermanas gemelas.

– Vamos -dijo Arturo invitándole-. No te va a morder. Por lo menos, si no eres su enemigo.

Dulac alargó la mano dubitativo, pero no se atrevió a agarrar el arma. Después de lo que le había ocurrido al coger la espada del lago, ¿qué sucedería ahora si tomaba entre sus manos a Excalibur?

– Bueno -encogiendo los hombros, Arturo envainó la espada de nuevo-. Tal vez no debería esperar demasiado. Móntate, nos vamos.

Tal como había dicho Sir Lioness, el ejército de los pictos estaba al otro lado de la colina, para ser más exactos: ante el tupido bosque que se erigía media legua más allá. E, incluso Dulac, que no tenía la mínima idea de estrategia o táctica militar, supo enseguida que era una trampa. Los pictos habían tomado posición en una larga línea escalonada al borde del bosque, y si ese bosque era tan denso como el que estaba a espaldas de su campamento, a los pocos pasos, los caballeros de Arturo, montados sobre sus caballos guarnecidos con sus bardas, se iban a quedar irremediablemente atrapados allí.

Se asustó al ver cuántos eran. El ejército de los pictos se componía de pocos jinetes, pero tenía por lo menos doscientos hombres a pie. Llevaban atavíos de tela basta y nada parecido a una verdadera armadura, tampoco su armamento tenía nada que ver con el de los caballeros de la Tabla Redonda. Pero eran realmente muchos.

– Allí está -Arturo señaló a un jinete vestido de negro, que se acercaba lentamente-. El negociador.

– No es Mordred -dijo Galahad, que cabalgaba al lado derecho de Arturo. Dulac había llevado su caballo al otro lado, pero lo mantenía unos pasos por detrás de los otros dos.

– Ya lo veo -dijo Arturo con sequedad-. No me gusta.

– Tendríamos que atacar inmediatamente -propuso Galahad-. Con toda seguridad, se trata de una trampa.

– Presumiblemente -respondió Arturo-. Se lo preguntaré. Quedaos aquí.

Asustado, Galahad silbó entre dientes.

– ¿No pretenderéis presentaos allí solo?

– No voy a ir solo. No tengas miedo -Arturo volvió la cabeza-. ¡Dulac!

Obediente, Dulac puso su caballo a la altura del del rey.

Galahad dijo algo más y, a cambio, recibió una buena reprimenda, pero Dulac no oyó las palabras que ambos habían intercambiado. Aquella situación le parecía cada vez más irreal, como si estuviera viviendo un sueño, absurdo y espantoso, en el que sin embargo no parecía tener miedo. Con un suave movimiento de las riendas, Arturo indicó a su caballo que bajara la colina y Dulac lo siguió unos pasos después.

– ¿Miedo? -preguntó el rey despacio y sin mirarlo.

– No lo sé -respondió el chico y, enseguida, se corrigió-: Sí, un poco.

– Cuando esto haya pasado, tendrás mucho miedo -dijo Arturo, y a Dulac le dio la impresión de que añadía en tono muy bajo-: Ya me encargaré yo.

– ¿Por qué hacéis esto, señor? -preguntó Dulac.

– ¿Por qué quiero que me acompañes? -Arturo rió de una forma que provocó que un escalofrío bajara por la espalda del joven-. Tómalo como una prueba.

– ¿Una prueba?

– Tengo que saber hasta dónde puedo llegar contigo -respondió Arturo-. Y tú mismo también tienes que saberlo. Las mujeres admiran a los caballeros, no a los muchachos.

Un súbito puñetazo en la cara no le habría golpeado tanto. Sintió que su corazón dejaba de palpitar. No se atrevió a preguntar nada más porque, si hablaba, sus palabras llegarían hasta el picto, pues se encontraban ya muy cerca, y estaba claro que Arturo no iba a contestarle tampoco. Y un momento más tarde, la visión de aquel hombre le asustó todavía más que el anterior comentario de Arturo.

El picto era un hombre robusto, de cabello negro, que llevaba una capa negra sobre calzas del mismo color y un peto de piel granate. De su cincho sobresalía la empuñadura de una magnífica espada, que la mayoría de los hombres manejarían con las dos manos, y de su silla colgaba una gigantesca hacha de dos hojas. Sin duda, portaría esas armas únicamente para subrayar su aspecto de bárbaro y amedrentar a sus enemigos, porque con todo lo impresionantes que parecían, serían sin embargo muy poco prácticas para la lucha. La última vez que lo había visto, llevaba una espada normal. Era el picto con el que Mordred había conversado en la orilla del lago.

– Rey Arturo.

El picto saludó bajando la cabeza y Arturo correspondió al saludo sin tener ni la consideración de interesarse por su nombre. Sin más dilación, preguntó: