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– ¿Dónde está Mordred?

– Sir Mordred está… ocupado con otros asuntos -contestó el picto con la misma frialdad-. Me temo que tendréis que entenderos conmigo. Vos habéis mandado un emisario para parlamentar…

Si tanta descortesía acabó con la paciencia del rey, en todo caso no lo dejó traslucir.

– Vais al grano sin rodeos -dijo-. Bien. También yo lo prefiero. Resumiendo: ¿qué pretendéis?

– No buscamos pelea con vos, Arturo -respondió el picto-, o con Camelot. Únicamente vamos de paso. Os aseguro que ninguno de los habitantes de vuestras tierras tiene algo que temer de nosotros.

– Sé por lo que estáis aquí -Arturo calló, a propósito, la opinión que le merecía su anterior afirmación-. No puedo permitíroslo. Creía que se lo había dejado bien claro a Mordred. ¿No os transmitió mi respuesta?

– Lo hizo -replicó el picto-. Pero no la puedo aceptar. Tardaríamos demasiado rodeando las fronteras de vuestro reino.

– Ése es vuestro problema -respondió Arturo-. Las cosas están como están: dad la vuelta inmediatamente y a vuestros hombres no les pasará nada. Si no lo hacéis, llegará la hora de que hablen las armas.

El cuerpo del picto se puso en tensión, pero mantuvo el dominio de sí mismo y sus palabras sonaron tan frías como al principio:

– Pensadlo bien, Arturo. No queremos pelear con Camelot, pero tampoco vamos a asustarnos si tiene que ser así. Nadie desea una guerra. Morirán muchos hombres, de los dos bandos. Eso no debe suceder.

– Entonces arreglémoslo ahora mismo, entre nosotros -dijo Arturo apoyando la mano sobre la empuñadura de la espada-. Sólo nosotros dos. Así salvaremos muchas vidas.

El picto negó con la cabeza.

– No soy ningún cobarde, rey Arturo, pero tampoco soy lo suficientemente temerario como para luchar contra un hombre que tiene la magia de los viejos dioses de su parte.

– ¡Cuidad vuestra lengua! -siseó Arturo-. ¡Yo lucho en nombre de Dios, no en el de dioses paganos como vosotros!

– Arturo, ¡os lo ruego! -el picto señaló a Excalibur con la cabeza-. Vos y yo, los dos, sabemos de dónde viene el poder de esa espada.

– Voy a regresar junto a mis hombres -dijo Arturo, sin hacer caso de las palabras del picto-. Ese es el tiempo que tendréis para decidiros. Si para entonces no habéis empezado la retirada, ¡atacaremos!

Ni siquiera esperó la respuesta del picto. Dio la vuelta al caballo y se puso en movimiento. También Dulac iba a hacer lo mismo, pero de pronto gritó para avisar al rey, pues el guerrero enemigo, en lugar de girarse, había arrancado la espada de su cincho y dio un contundente mandoble.

Arturo reaccionó con sobrenatural rapidez y de una manera totalmente distinta a la que esperaba Dulac; y seguramente, también el capitán de los pictos. En lugar de hacer un movimiento de defensa o intentar acurrucarse, hincó las espuelas en los flancos del caballo, de tal forma que el animal dio un brinco y se encabritó. La espada del picto cortó el aire a menos de un palmo de la espalda del rey britano. De haber alcanzado su objetivo, habría decapitado a Arturo sin duda alguna. Así, sin embargo, dio en el vacío y, además, estuvo a punto de causarle la muerte a su dueño. El impulso de su propio movimiento y, sobre todo, el enorme peso del arma tiraron al guerrero hacia delante con tanto ímpetu que casi salió por encima del cuello del caballo, aunque en el último momento consiguió permanecer anclado a la silla.

Mientras el enemigo luchaba por mantener el equilibrio, el rey tiró con todas sus fuerzas de las riendas del caballo para que éste hiciera una sorprendente maniobra que le llevó a ponerse sobre las patas traseras y patear con las delanteras, al mismo tiempo que relinchaba con violencia. Arturo consiguió que permaneciera un rato así, encabritado y bailando en el sitio. Y en lugar de volverse a poner a cuatro patas, el corcel pateó de pronto, con las pezuñas delanteras, al sorprendido picto.

El hombre, que acababa de recuperar el equilibrio y estaba colocándose de nuevo en la silla, echó la cabeza hacia atrás con un gesto de perplejidad y, de esa manera, consiguió esquivar el ataque del animal por los pelos. Los cascos mortíferos del corcel no machacaron el cerebro del guerrero, pero dieron de lleno en la espada e hicieron que ésta volara de sus manos.

El picto gritó iracundo y, durante unos segundos, tuvo que luchar con todas sus fuerzas para no caer de espaldas.

Por fin, Arturo soltó las riendas y el caballo volvió a su postura habitual con un bufido de protesta, e inmediatamente retrocedió unos pasos. En la cima de la colina, delante del bosque, doscientas gargantas emitieron un poderoso alarido, y también el picto gritó de ira y sacó su hacha del cinturón. En el mismo instante, Excalibur pareció salir por sí misma de la vaina para saltar a la mano de Arturo.

El rugido de la colina se hizo más ensordecedor y, a pesar de que a Dulac le resultaba imposible apartar la vista de ambos contendientes, vio por el rabillo del ojo como más y más guerreros bárbaros se ponían en movimiento hacia ellos.

El picto empuñaba su vistosa hacha con las dos manos, como si hubiera perdido todo rastro del temor que le había producido la espada mágica de Arturo, porque no dudó en atacar bramando de cólera. Su caballo chocó contra la loriga de la montura de Arturo y estuvo a punto de caer sobre las patas delanteras; de todas formas, el hacha pasó rozando al rey.

Este amagó el golpe sin demasiados problemas. Su espada levantada atinó de costado en las muñecas del picto, logrando que soltara el arma, porque no había nada que resistiera la dentellada de Excalibur. Su mandoble fue tan violento que paralizó las manos del guerrero picto, con lo cual éste dejó caer el hacha con un grito de dolor y, aturdido, estuvo a punto de desplomarse. Sin embargo, Arturo evitó matar al hombre, o incluso herirlo severamente. En lugar de eso, guió al caballo para que rodeara al enemigo mientras él lanzaba la espada una y otra vez, sin infligirle sin embargo más que algunos rasguños y cortes inofensivos. Dulac no entendía qué pretendía con aquello. Era como si jugara con su enemigo, igual que un gato con un ratón que hubiese atrapado.

De pronto, Arturo grito:

– ¡Desaparece! ¡Están aquí!

Dulac miró en alto y comprendió con horror lo que quería decir el rey: los pictos atacaban de frente. La mayoría estaban todavía a cien pasos o más, pero los veinte o treinta que iban delante casi los habían alcanzado.

Lleno de pánico, hizo girar a su caballo… y gritó de miedo e impotencia al descubrir que tampoco en aquella dirección había escapatoria, pues los caballeros de la Tabla Redonda galopaban hacia él.

Todo iba demasiado deprisa como para que pudiera meditar con claridad. Arturo dejó por fin a su indefenso contrincante y, unos instantes después, los dos frentes se mezclaron a su alrededor. El número de soldados era similar, pero eso era lo único en lo que coincidían ambos bandos.

Pocos minutos después, el primer choque había pasado, y Dulac tenía la sensación de que casi no había habido pelea. El ejército dorado y plateado de los caballeros de la Tabla Redonda había atacado al de los pictos, y lo arrasó en toda regla. La mayor parte de los jinetes fueron arrojados de los caballos en la primera embestida o se desplomaron junto con sus monturas, y los pocos que sobrevivieron al ataque cayeron bajo los despiadados mandobles de los caballeros. Sólo un instante después de que hubiera comenzado la contienda, ésta ya se había acabado. Ningún picto logró superarla, sin que hubiera ni un solo herido por parte de los caballeros de Arturo. Arturo alineó su caballo al lado del de Dulac.

– Ahora vete de una vez -dijo-. Pronto esto va a resultar muy desagradable. Espéranos arriba, en la linde del bosque -se rió-. Ha sido mucho para la caballería enemiga. Pero demasiado fácil para nosotros.

Dulac creyó comprenderlo. El extraño comportamiento de Arturo tenía su razón de ser, una razón muy poderosa además. Estaba casi seguro de que había provocado la alevosa ofensiva de los pictos conscientemente, para propiciar el ataque de su ejército al completo y, de esa manera, mermar sus fuerzas.