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El joven se giró estremecido. Media docena de caballos muertos y aproximadamente treinta pictos asesinados cubrían el suelo, una visión que le recordó a la acaecida en El jabalí negro, sólo que incomparablemente peor. Y eso que la verdadera batalla todavía no había comenzado.

Arturo levantó la voz.

– ¡Formación! -gritó.

Los caballeros comenzaron a colocarse alrededor de su señor, formando un gran círculo, y Dulac comprendió que había llegado el momento de evaporarse. Los pictos estaban como mucho a treinta pasos de distancia, pero la estructura de su ejército comenzó a cambiar. Los soldados del centro abandonaban sus posiciones para reforzar los flancos, con el claro propósito de cercar a los caballeros de Arturo y caer sobre ellos desde todos los ángulos. De algún modo, Dulac intuyó que justo eso era lo que esperaba Arturo de ellos…

Antes de que también él cayera en el cerco, hincó las espuelas y galopó colina arriba. Sólo a mitad trayecto, dejó que el caballo corriera más despacio y miró hacia atrás por encima del hombro.

Los pictos habían culminado su maniobra. El anillo de los caballeros estaba rodeado ahora por un segundo círculo, que en el momento en que se cerró, comenzó también a contraerse. Pero también los caballeros de la Tabla Redonda se estaban situando. En lugar de acometer el ataque de los pictos en una densa barrera frontal, como éstos esperaban sin duda, se dispusieron rápidamente en dos grupos de igual tamaño y se abalanzaron sobre los pictos, rompiendo el anillo. Casi en el mismo instante su formación se disolvió por completo.

La atención de Dulac se concentró de nuevo en el frente y galopo hacia ahajo tan rápido como pudo. Cuando llegó a la linde del bosque, saltó de la silla y corrió unos pasos parra protegerse en la espesura. Luego, se volvió de nuevo.

Aquellos segundos habían bastado para que la visión se transformara de lleno. En lugar de dos ejércitos perfectamente ordenados, no vio más que una única y caótica confusión. Los caballeros de Arturo, organizados en grupos de tres, se daban mutua protección mientras hacían estragos sin misericordia en el bando de los bárbaros.

Incluso desde aquella distancia, Dulac pudo darse cuenta de que la situación era desesperada para los pictos. Aproximadamente eran diez veces más, pero iban mal armados, a pie y sin apenas protección. No tendrían ninguna posibilidad sobre los caballeros, que, protegidos por sus corazas y armados hasta los dientes, embestían sobre ellos como demonios de un lejano pasado. Por lo que pudo ver Dulac, hasta aquel momento no había caído ninguno de los caballeros de la Tabla Redonda, tampoco ninguno había sido herido al precipitarse ferozmente sobre los pictos. En breves minutos el ejército enemigo sería aniquilado.

De repente, Dulac tuvo la intensa sensación de que no estaba solo. Se dio la vuelta, nervioso, y comprobó que sí. A su alrededor reinaba el silencio lleno de sombras del bosque, acompañado únicamente por el mismo olor a humedad que ya había notado antes. Y, a pesar de ello, aquel sentimiento de que alguien o algo estaba allí se reforzaba a cada segundo. La agitación de Dulac se hizo mayor, miró hacia atrás de nuevo y, luego, dio unos pasos para guarecerse entre los árboles. La batalla continuaba abajo, todavía más encarnizada, pero desde allí los gritos de los guerreros y heridos habían perdido volumen.

A su izquierda crujió una rama. Dulac se ocultó con presteza tras unos arbustos mientras Mordred y dos hombres con el atuendo negro de los pictos salían del bosque dos pasos más allá. De haberse escondido dos segundos más tarde, lo habrían descubierto con toda seguridad.

– La batalla no marcha bien -dijo uno de los pictos.

Mordred miró hacia abajo durante unos segundos para comprobar el estado de los acontecimientos y sacudió los hombros.

– Todo depende del punto de vista con que lo mires -dijo-. Yo creo que va bien. Arturo está ganando. Así es como tenía que ser, ¿no?

El picto puso una mirada sombría.

– Esos de allí abajo son nuestros hermanos, Mordred. Arturo quiere matarlos a todos.

– Y en eso estará ocupado un buen rato -dijo Mordred-. No te hagas el sorprendido. Las cosas marchan tal como las habíamos planeado. Los soldados están para morir. Míralo desde otro punto: si hubiéramos atacado el ejército de Arturo en campo abierto, os habría costado mucho más que doscientos soldados. Imagino que los de allí abajo no son vuestros mejores hombres…

– No -aceptó el picto con sequedad.

– Entonces es un precio pequeño por lo que al final vais a recibir de mí… cuando vuestros hombres cumplan su trabajo en Camelot, se sobreentiende.

¿Camelot? Dulac abrió los oídos. ¿Qué sucedía con Camelot?

– Lo harán -aseguró el picto-. Mientras la bruja se ocupe del mago.

Mordred se abalanzó sobre el picto con un movimiento irascible y lo cogió del cuello con ambas manos.

– Si vuelves a llamarla bruja, ¡te corto el cuello! -siseó.

– Yo… perdonadme, señor -farfulló el picto. Casi no podía hablar porque el ataque de Mordred le había quitado la respiración. Su rostro había perdido el color-. Yo… por supuesto, me refería a Lady Morgana.

Mordred lo sostuvo por espacio de unos segundos más, luego dejó de presionar su cuello y lo empujó con tanta fuerza que el otro estuvo a punto de caer.

– Acepto tus disculpas -dijo-. Pero en el futuro procura sujetar la lengua. Si haces un comentario similar en su presencia, ¡será el último sin duda!

– Por supuesto, señor -dijo el picto con nerviosismo-… Perdonad.

Mordred hizo un gesto con la mano.

– Olvídalo. Y en lo que se refiere al hada Morgana, ten por seguro que se ocupará del viejo loco. Tiene una cuenta pendiente con Merlín y ya lleva demasiado tiempo esperando para cobrársela -movió el brazo de forma autoritaria-. Cabalga hasta Camelot y encárgate de que todo vaya según el plan convenido. Os espero a ti y a tus hombres como muy tarde mañana temprano en Malagon.

El picto y sus compañeros se alejaron rápidamente, pero Mordred se quedó un momento quieto, observando la contienda. Entonces, sucedió algo que casi provocó que la sangre de Dulac se coagulara en sus venas. Mordred se dio la vuelta, miró en su dirección exacta y dijo:

– No sé quién eres o lo que quieres, pero sé que estás ahí. Estabas ayer en el lago, ¿no es cierto?

Un sentimiento de pánico creció en el interior de Dulac. ¡Mordred sabía que estaba allí! Pero ¿cómo podía ser? El horror le hizo contener la respiración, pero por el rabillo del ojo buscó la forma de escapar.

– Muéstrate -exigió Mordred-. No tienes nada que temer, ¡te doy mi palabra!

Dulac no hizo ni el más mínimo movimiento. No habría podido hacerlo, aunque hubiera querido. Estaba paralizado de miedo.

– Bien, como quieras -dijo Mordred un rato después y se rió en voz baja-. No voy a andar buscándote. Tal vez solo seas un curioso. Mientras no me estropees mis planes, no te haré nada. Pero intenta ir en mi contra y te las verás conmigo.

Y sin más se marchó, mientras el chico se quedaba con el corazón latiéndole a mil por hora. Si Mordred hubiera ido a buscarle, no habría tenido ninguna posibilidad de escapar. El entumecimiento de su cuerpo había desaparecido, pero todo él tiritaba y su corazón palpitaba tan deprisa que le impedía hasta respirar. ¿Cómo podía ser que Mordred hubiera descubierto su presencia? Estaba convencido de no haber hecho ningún ruido, y en aquel lugar el bosque era tan oscuro que resultaba imposible que lo hubiera visto. Y, sin embargo, había sabido que estaba allí.

Por otro lado… también él, por su parte, había sentido ya en dos ocasiones que Mordred estaba en las proximidades, y ese sentimiento le había salvado ambas veces. Si él notaba la cercanía de Mordred, tal vez podría ocurrir lo mismo a la inversa.