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– ¡Merlín!

Dagda volvió la cabeza y le miró directamente a los ojos. Levantó la mano y sus delgados dedos se agarraron con tanta fuerza al antebrazo del chico, que el dolor le hizo asomar las lágrimas. Su mano estaba tan fría como un témpano de hielo.

– Lancelot -susurró con una voz muy fina, vidriosa-. Morgana. Me ha… yo… yo no la creía capaz.

– No hables, Dagda -dijo Dulac despacio. Intentó desasirse, pero el viejo tenía una fuerza inusitada-. Te sacaré de aquí. Vas a congelarte.

– Demasiado tarde -murmuró Dagda, moviendo la cabeza ligeramente. La almohada helada hizo un ruido semejante al de unas uñas afiladas arañando cristal-. Lancelot…, atiende -respiró con fuerza-. No puedes…

– ¿Qué es lo que no puedo? -preguntó Dulac cuando Dagda no siguió hablando. No estaba seguro de obtener una respuesta. A pesar de que los dedos de Dagda continuaban agarrando su muñeca con la fuerza de un torno, podía percibir que otra fuerza, mucho más poderosa, se estaba apagando muy dentro de él, silenciosa y con terrible determinación.- ¡Dagda, no te mueras! -murmuró.

– Lancelot -gimió Dagda-. Mordred ha… la… la armadura… Avalon… Tú no… puedes… bajo ningún… concepto…

Y se murió. No fue nada especialmente dramático. Aquella fuerza apagada que Dulac había percibido, desapareció de un momento a otro, y sus ojos no fueron ya más que bolas muertas de hielo pintado.

– ¡No! -murmuró el chico-. Dagda, no, tú… tú no…

Su voz enmudeció, pero no sólo porque el dolor le atenazó la garganta. Hacía tanto frío allí dentro, que el aire parecía helarle los pulmones, y cuando se miró las manos, comprobó que también él estaba cubriéndose de una fina y brillante capa de escarcha, al igual que sus ropas. Tenía que salir de aquel lugar lo antes posible, si no quería acabar congelado.

Tuvo que emplear todas sus fuerzas para lograr separar los dedos de Dagda de su muñeca y conseguir que el brazo del anciano reposara sobre la cama congelada, y a pesar de todo, se quedó unos segundos más para cerrar los ojos de Dagda. Sólo entonces se dio la vuelta y salió del aposento tan rápido como pudo.

Tiritando todavía de dolor y frío, alcanzó el patio con los ojos llenos de lágrimas. Aunque le parecía mucho el tiempo transcurrido, sólo había estado unos minutos en el sótano y las cosas allí habían cambiado poco. La mayor parte de los fuegos continuaban encendidos y los hombres seguían yendo de acá para allá, cargados con cubos de agua o mantas, o intentando penetrar entre las llamas para arrebatarle los víveres al fuego.

Dulac no pudo mover ni un dedo para ayudarlos. Todavía trataba de asimilar que Dagda estuviera muerto. Desde que tenía uso de memoria, conocía al anciano. No había pasado ni un solo día sin estar con él. Dagda había sido casi un padre para el chico; en cierto sentido, más que un padre. Que estuviera muerto era realmente triste, pero la muerte forma parte de la vida y eso Dulac habría podido sobrellevarlo, si se hubiera muerto de muerte natural. Pero aquella muerte, resultado de la magia negra, era más de lo que podría soportar. Alguien tendría que pagar por esa muerte. Morgana, la bruja. Aunque ahora no supiera quién era.

Pero aún iba a ocurrirle algo peor.

Dulac se giró para marcharse, cuando se dio cuenta de que el guerrero supuestamente muerto que estaba en la escalinata, se movía. Asustado, corrió hacia él, se arrodilló a su lado y, con todas sus fuerzas, le dio la vuelta a la figura de pesada armadura. El caballero llevaba la visera del casco levantada. Su rostro estaba manchado de sangre, pero Dulac lo reconoció inmediatamente. Era Sir Caldridge, uno de los caballeros de la Tabla Redonda de más edad y experiencia. Aunque ésta, al final, no le había servido para nada. Un solo vistazo a los ojos de Sir Caldridge le hizo comprender a Dulac que iba a morir.

– Dulac -murmuró Caldridge-. Has vuelto. ¿Dónde está Arturo?

– Yo me he adelantado para preveniros, pero he llegado demasiado tarde -contestó el joven-. ¿Qué ha ocurrido?

– Una trampa -respondió Caldridge en voz muy baja-. Los pictos. Una trampa para que Arturo y los demás… se marcharan. Aparecieron… dos horas después de que os fuerais. Cientos. Un ejército completo. Cerramos las puertas, porque pensamos que querían atacar el castillo, pero ellos… atacaron la ciudad. No había soldados en Camelot. Sólo mujeres y niños. Los acosaron como demonios y prendieron varios fuegos.

– Y luego os obligaron a entregar el castillo o arrasarían por completo la ciudad -imaginó Dulac.

– Y como contrapartida, ellos nos ofrecieron libertad para escapar -confirmó Caldridge-. Tuvimos que aceptar. Si no, habrían quemado la ciudad entera y aniquilado a todos sus habitantes. Pero nos mintieron. En cuanto abrimos las puertas, cayeron sobre nosotros. Nos defendimos, pero eran demasiados.

– Tranquilo -dijo Dulac-. Estoy seguro de que hicisteis todo lo que pudisteis. No os hagáis reproches. Iré a buscar un médico.

– Demasiado tarde -dijo Caldridge-. Sé que voy a morir, pero no importa. Dile a Arturo que… que todos están muertos. Hemos… matado por lo menos a cincuenta, si no más, pero eran demasiados. Y… dile que Uther y Lady Ginebra…

– ¿Ginebra? -Dulac tuvo la impresión de que una mano fría apretaba su corazón-. ¿Qué le ha sucedido?

– Los pictos -murmuró Caldridge-. Se han… llevado a Sir Uther y a Lady Ginebra. Dile a Arturo que… que los dos están bien, pero… el cabecilla de los pictos dijo que le espera en Malagon. Le da… tres días.

Dulac se quedó con Caldridge hasta que el alma del caballero de la Tabla Redonda abandonó su cuerpo. Cuando vio las terribles heridas que tenía, le pareció un verdadero milagro que hubiera vivido tanto tiempo. Estaba claro que había reunido todas sus fuerzas para lograr transmitir la información a Arturo. Una vez que sabía que ésta llegaría al rey, pudo descansar en paz.

Malagon…

Dulac había oído cómo Mordred pronunciaba esa misma palabra. Había dicho que esperaría allí a los pictos y a sus guerreros, como muy tarde a la mañana siguiente. Aquel lugar no debía de estar muy lejos, entonces. Pero el joven no sabía ni lo que era Malagon exactamente ni dónde se encontraba.

Una vez que Caldridge hubo muerto en sus brazos, abandonó el castillo y se puso en camino hacia la posada de Tander. Si alguien fuera del castillo sabía lo que era Malagon, ése sería sin duda el posadero.

Sólo en el camino de vuelta, pudo Dulac darse realmente cuenta del lamentable estado en el que se encontraba Camelot. No había ni una sola casa que hubiera salido indemne de la batalla, todos los ciudadanos habían sufrido daños. Más tarde descubriría que muy pocos habían sido gravemente heridos y que sólo cinco estaban muertos, pero en aquel momento le pareció que estaba atravesando una ciudad plagada de cadáveres, que había sido destruida cientos de años antes y en la que uno se topaba con la muerte mil vetes más que con la vida.

Su moral estaba por los suelos cuando llegó a la posada medio calcinada de Tander. Con un rápido vistazo se cercioró de que el granero no había sufrido desperfectos y entró en el edificio principal. Con asombro descubrió que se sentía aliviado al comprobar que tanto Tander como sus hijos estaban a salvo. Los tres se encontraban en la cocina tratando de poner orden en aquel caos. Aunque no había señales de fuego, daba la sensación de que las tropas de los pictos al completo habían pasado por allí arramblando con todo.

Cuando Dulac entró, Tander dejó el trabajo y se le quedó mirando con ojos enojados.

– ¿Dónde has estado? -le preguntó-. ¡Mira a tu alrededor! ¡Estoy arruinado!

– Con Arturo -respondió el joven.

– Con Arturo, por supuesto -comentó Tander irónico-. ¡Camelot es pasto de las llamas y la mitad de sus habitantes son asesinados, y el caballerito no tiene otra cosa mejor que hacer que irse con el rey de excursión por la zona! -el tono que empleó para pronunciar la palabra «rey» le habría costado el cuello si hubiera estado en presencia de Arturo.