Lancelot no lo creía. Había cruzado el país de lado a lado, evitando cualquier asentamiento humano, y ahora estaba precisamente allí, muy al norte, en un territorio del que las personas huían como de la peste y al que no llegaban ni calzadas ni senderos. Y, sin embargo, ahora se encontraba frente a aquellos viejos muros, impelido por un destino que se permitía con él una broma tras otra, a cual más cruel, y cuyos planes era incapaz de adivinar. Si es que los había.
Tal vez lo que las personas definían como sino era, en realidad, puro albedrío, una sarta de cosas que ocurrían o no; y una evasiva cómoda para rodos aquellos que no estaban en posición de ser dueños de su propio destino.
Como él.
Gran parte de su vida había soñado con dejar de ser un sencillo mozo de cocina cuya mayor emoción consistía en evadir los ataques de ira de Tander y en pegarse una o dos veces a la semana con Mike y sus secuaces. Quería ser un héroe. Un caballero sobre un esbelto corcel, que participara en violentas batallas, venciera a sus enemigos y, finalmente, conquistara el corazón de una hermosa doncella; resumiendo: había tenido los mismos sueños que todos los chicos de su edad.
Ahora era un héroe. Montaba sobre el corcel más vistoso y elegante que se había visto en todo el mundo. Había salvado la vida del rey Arturo y vencido en una batalla a un ejército muy superior al suyo, vestía una armadura de plata y había conquistado el corazón de una hermosa doncella. Y todo aquello no le había reportado nada más que sufrimiento, horror y sangre derramada. El sueño se había cumplido, pero se había transformado en una pesadilla. Lancelot se negaba a creer que hubiera algo que dirigiera el destino de las gentes, porque si un poder así estuviera detrás de todo aquello sería, sencillamente, de una crueldad inimaginable. En el espacio de pocos días había ganado todo lo soñado, y en el espacio de unos segundos había perdido más de lo que tuvo jamás.
Y entonces supo lo que tenía que hacer.
De pronto lo entendió todo. No era la casualidad la que le había llevado hasta allí ni tampoco alguna enigmática fuerza del destino. Más bien se inclinaba a pensar que había sido él mismo. Una parte de él -tal vez, el Dulac que todavía existía en algún lugar recóndito de su persona- había comprendido que sólo le quedaba una cosa por hacer. Iba a llevar esa maldita armadura al lugar donde la había encontrado, pero antes le haría a Arturo un último servicio. Iría a Malagon para matar a Mordred, y si era necesario, también al hada Morgana. Quizá muriera en el intento, pero ¿qué importaba ya? De una manera o de otra, nunca volvería a Camelot.
Lancelot cabalgó hasta el pie de la colina donde se erigía la fortaleza negra, y desmontó. El unicornio relinchó nervioso, como si no estuviera de acuerdo con la decisión tomada. Lancelot lo ignoró, sujetó el escudo a su brazo izquierdo y sacó la espada, mientras se aproximaba despacio a la puerta abierta. Podría haber esperado a que el sol se ocultara tras el horizonte para acercarse a Malagon protegido por la oscuridad, pero ¿qué sentido habría tenido? Podría engañar a los pictos, que seguramente vigilaban tras las almenas en ruinas, pero Morgana y Mordred habrían presentido su presencia antes incluso de que alcanzara la fortaleza.
Todos sus sentidos estaban en tensión cuando atravesó la puerta. Recorrió la bóveda de piedra infinitamente despacio y a la defensiva, esperando un ataque en cualquier momento.
Pero nadie le cortó el paso. No oyó ningún ruido sospechoso, tampoco cuando alcanzó el otro lado de la puerta. El patio estaba en calma. Malagon había sido abandonado, o por lo menos daba esa impresión.
Lancelot miró a su alrededor con desconfianza y aguzó los oídos, pero todo lo que oyó fueron los latidos de su propio corazón y el ruido del viento que se metía entre las almenas. En ese instante le pareció sentir algo así como los lamentos de mil almas en pena.
Intentó quitarse aquellos pensamientos de la cabeza y se concentró en la realidad. Ésta ya era lo bastante inquietante. Malagon estaba vacío, sí, pero había algo allí. En las zonas de penumbra que creaban ruinas, miradores y salientes de las murallas parecía acechar una profunda oscuridad y la quietud ocultaba un silencio todavía mayor, cine se extendía por encima de los límites de lo perceptible.
Lancelot siguió adelante. Se aproximó con cuidado a la puerta por la que ya había penetrado en la fortaleza la vez anterior y siguió el mismo camino de entonces. Llegó al sótano sin ningún contratiempo. Estaba vacío como el resto del castillo, pero extrañamente iluminado por varias antorchas. La puerta de hierro negro del otro lado permanecía cerrada.
En la mesa de madera había platos con restos de comida. Lancelot la examinó y se percató de que los alimentos estaban cubiertos por una gruesa capa de moho verde. Tenía que hacer ya bastante tiempo desde la partida de los habitantes de Malagon. De todas formas, conservó la espada en la mano mientras se dirigía hacia la puerta de hierro. La sensación de que había algo allí se hizo más fuerte.
Lancelot posó la palma de la mano sobre el hierro negro con la intención de empujar con todas sus fuerzas, pero la puerta se abrió con tanta facilidad sobre sus viejos goznes que, sorprendido, penetró tambaleándose y tuvo que dar una larga zancada para recobrar el equilibrio.
La cueva seguía también igual. Las estalactitas y los cristales transformaban la tercera parte del recinto en un laberinto impenetrable y también seguía allí aquella luz misteriosa que llenaba el lugar de colores que nunca antes había visto. Los brillantes cristales ejercían una especie de seducción, cada vez más poderosa, que obligaba a mantener la vista fija en ellos aunque se intuyera que aquel acto conllevaba un gravísimo peligro.
A pesar de ello, Lancelot penetró unos pasos en el aposento y se quedó allí parado, mirándolo todo con atención, antes de seguir su camino. Estaba preparado para dar su vida con el fin de salvar a Arturo y Camelot, pero eso no significaba que fuera a caer en una trampa a ciegas. En efecto, la cueva estaba vacía. No había una segunda entrada y, aunque las estalactitas formaban casi un laberinto impenetrable, no ofrecían ningún escondite desde donde algún enemigo ocasional pudiera espiarle.
Por fin decidió retornar la espada al cincho, soltó el escudo de su brazo izquierdo y se lo ató a la espalda y levantó la visera del yelmo. Después, se aproximó a los relucientes cristales.
Se vio obligado a vadear el último trecho. El agua estaba extrañamente caliente y, cuando penetró a través de su armadura y rozó su piel, tuvo la absurda sensación de que no le mojaba, sino que lo calentaba como los rayos del sol.
Vacilando, extendió la mano para rozar uno de los cristales; sin embargo, en el último momento retrocedió. Tal vez era mejor no hacerlo. Quizá esos cristales no eran sólo extraños, sino también peligrosos. Lo más probable es que tuvieran algo que ver con la fuerza mágica de Morgana; tal vez eran, incluso, la fuente de donde ésta procedía.
Pero si seguía allí observándolos sin más, nunca lo averiguaría.
Decidido, posó la mano sobre uno de los cristales.
No sucedió nada.
Ni se abrió el suelo bajo sus pies, ni le cayó el techo sobre la cabeza. No ocurrió nada y Lancelot se decepcionó un poco. Pero, de pronto, sintió algo.
En los brillantes cristales vibraba una especie de energía, suave pero inusitadamente poderosa. No habría sabido describirla ni creyó que fuera a ocasionar algo más, pero estaba allí y la formaban inimaginables fuerzas, como el fuego llameante en el corazón de un volcán supuestamente apagado, que desde hace miles de años duerme esperando el momento de volver a estallar.
Lancelot apartó la mano, pensó unos segundos y sacó la espada. Su sospecha tenía razón de ser. En esos cristales dormitaba una magia poderosa y estaba claro que era justamente de la que se servía Morgana para urdir sus planes y combatir a Arturo. Si la destruía, destruiría también a la bruja. Por lo menos, la debilitaría decisivamente. Tal vez lo suficiente para que Arturo pudiera vencerla sin su ayuda.