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A pesar de ello, el día parecía no tener fin. Cuando Tander entró en la cocina y le indicó que fuera a lavarse y ponerse la ropa limpia, tuvo la sensación de que había transcurrido una semana entera.

Wander, el hijo mayor de Tander, no se sintió muy entusiasmado ante la idea de tener que prestarle su mejor traje, pero su padre acalló su tímida protesta de la manera habituaclass="underline" le pegó una sonora bofetada que hizo brotar lágrimas de ira en Wander y el chico acabó saliendo de la casa dando un portazo. Por un momento, Dulac sintió alegría ante el mal ajeno, pero enseguida se tornó preocupación. Estaba claro que Wander iba a vengarse antes o después. Dulac no le caía bien y siempre aprovechaba cualquier oportunidad para humillarle o hacerle daño. En cuanto Ginebra y Uther partieran, las cosas irían todavía mucho peor.

Pero nada iba a enturbiar su felicidad por volver a ver a Lady Ginebra. Se aseó a conciencia, se vistió con la ropa que le había dado Wander y bajó a la cocina.

Había oscurecido. En el comedor vecino sonaba la música, se oían voces amortiguadas y, de vez en cuando, una risa cantarina, que provocaba en el corazón de Dulac saltos de placer. Era la voz de Ginebra. Aunque sólo la había escuchado una vez, la reconocería entre otras mil.

– ¡Lleva vino a nuestros huéspedes! -le ordenó Tander, mostrando de nuevo un nerviosismo que ya había estado a punto de hacerle volcar la jarra de plata cuando supervisó la bandeja-. Lady Ginebra acaba de preguntar por ti. Ni se te ocurra mirarla a los ojos. ¡Si lo haces, te fustigaré con el látigo!

Dulac asintió, tomó la bandeja con ambas manos y entró en el comedor.

La gran sala, por lo común bastante sucia, estaba por completo transformada. Las estrechas ventanas se habían cubierto con lienzos para no incomodar a unos huéspedes de tan alta condición con la visión de la pobre ciudad y, sobre todo, para protegerlos de las miradas de curiosidad de fuera. Tander había comentado que aquella noche la taberna estaba cerrada para cualquier otro cliente; a pesar de eso, allí había otras personas además de Ginebra y su esposo. A ambos lados de la mesa, dos criados con ricas vestiduras estaban al tanto para que ningún deseo de sus amos quedara sin atender, y dos soldados hacían guardia algo más alejados.

– ¿Qué haces ahí como un pasmarote? -silbó la voz de Tander en su oído-. ¡Muévete de una vez, chico!

Dulac se dio cuenta de que llevaba un buen rato parado bajo el dintel de la puerta. Dio un respingo, se puso rápidamente en movimiento y balanceó la bandeja hasta la mesa. El posadero había unido tres de sus sencillas mesas de madera para improvisar algo parecido a una mesa de banquete. Seguía siendo tosca, pero muy larga. Uther estaba sentado en una cabecera, Ginebra en la otra. Dulac no osó mirar a Ginebra directamente, pero también sentía una cierta timidez que le impedía fijar sus ojos en el rostro del rey. Mientras se aproximaba a la mesa con la cabeza inclinada, vio de todas formas que Uther era mucho mayor de lo que imaginaba. Tras la corta conversación con Tander, no se habría asombrado de encontrarse con un hombre que pudiera ser el padre de Ginebra. Pero Uther era lo bastante viejo para ser, pura y llanamente, su abuelo. Uno de los dos guardianes que estaban junto al rey le impidió el paso, pero Uther le hizo una seña y dijo:

– ¡No! Sólo es un niño. No tendrá ninguna intención de envenenarme -se rió despacio, hizo un gesto conciliador con la mano y tomó la jarra de vino de la bandeja de Dulac. Antes de que uno de sus criados o el propio Dulac pudieran impedirlo, se sirvió él mismo un vaso de vino, lo cató, se agitó exageradamente y dijo-: ¿O quizá sí? ¡Posadero!

Tander apareció al momento.

– ¿Señor? -preguntó nervioso.

– ¿Éste es el mejor vino que tienes en tu bodega? -preguntó Uther.

Por decirlo con más precisión: era su único vino; pero Tander respondió de todas maneras:

– El mejor de los mejores, señor. Sólo tengo unas cuantas cubas, reservadas para los huéspedes más especiales. El mismo rey Arturo lo saborea cuando viene por aquí.

– Sí. He oído que Arturo no rehusa jamás un rato de placer -respondió Uther, confiriéndole a la frase un sentido mucho más amplio. Bebió otro trago, agitó su cuerpo de nuevo y puso el vaso con fuerza sobre la mesa-. Bueno, si no hay nada mejor… Trae ya la comida.

Dulac iba a darse la vuelta, pero Uther lo retuvo.

– Tú no.

– ¿Señor? -respondió Dulac desconcertado. ¿Había hecho algo mal?

– ¿Eres el chico del que me ha hablado Ginebra? -preguntó Uther-. ¿El que sirve en el castillo de Camelot?

Dulac asintió, incapaz de decir una palabra.

– Entonces cenarás con nosotros -afirmó Uther-. Ginebra está ansiosa de escuchar historias del rey Arturo y de los caballeros de la Tabla Redonda… Y yo también, si he de decir la verdad. Puede ser, ¿no?

Tras la última frase, Tander, que casi se atraganta, se apresuró a contestar con una inclinación de cabeza.

– Por supuesto, señor. Lo que deseéis -se dio la vuelta y se marchó cerrando la puerta tras de sí. Dulac lo oyó dando órdenes en la cocina.

Uther rió en voz baja.

– Eso le tendrá un rato entretenido -dijo-. Mírame, chico.

El muchacho levantó la cabeza titubeando. El corazón le latía deprisa y los dedos le temblaban; escondió las manos entre los pliegues de su ropa para que los otros no lo descubrieran. No se sentía a gusto en su piel. Dios sabía que no era la primera vez que se encontraba frente a un rey de carne y hueso, aun sin contar a Arturo, pero sí era la primera vez que iba a comer en su misma mesa. De algún modo tenía la impresión de que no resultaba conveniente. Y además allí estaba Ginebra. Ni siquiera se había atrevido a mirar en su dirección, pero intuía la mirada de ella como el roce de una mano ardiente sobre sus omoplatos.

– Como ordenéis, señor -respondió apocado.

Uther frunció el ceño, pero no dijo una palabra y Dulac empleó unos cuantos segundos en lograr mirarlo atentamente.

El rey Uther era realmente tan viejo como había pensado al principio. Hacía tiempo que había rebasado los cincuenta, pero no tenía aspecto achacoso; los años le habían otorgado una expresión solemne y digna de respeto. Su cabello, bastante abundante aún, era blanco y le llegaba hasta los hombros; la barba, del mismo color, estaba cuidadosamente rasurada y le confería un aire de nobleza.

– ¿Contento? -preguntó Uther un rato después.

– ¿Señor?

– Con lo que ves -le aclaró el rey sonriendo-. Quiero decir: ¿cumplo tus expectativas? Seguro que estás acostumbrado a ver reyes y gente de la nobleza.

– Claro, señor -respondió Dulac-. Es sólo que… -se mordió la lengua para no seguir hablando, pero ya era demasiado tarde.

Uther asintió.

– Entiendo. Tras conocer a Ginebra, esperabas encontrarte a un pobre carcamal.

– ¡No, señor! -contestó Dulac con celeridad, lo que era una mentira lisa y llanamente-. Me ha parecido… quiero decir… Vos… bueno, yo.

– ¿Por qué le mortificas tanto, Uther? -se metió Ginebra en la conversación-. Se va a morir de miedo.

La joven se rió y Dulac, titubeando, se dio la vuelta hacia ella.

Ginebra le pareció todavía más hermosa que al mediodía. Llevaba el mismo vestido, pero fruncido a la cintura, y se había puesto una diadema de oro. Si Dulac había visto en alguna ocasión una mujer que se ganara el título de reina, era Ginebra en aquel instante, a pesar de su juventud.

Lo único que no concordaba del todo con su distinción era el brillo burlón de sus ojos.

– No dejes que Uther te tome el pelo -dijo-. A veces le gusta poner a las personas en apuros. Déjale, Uther.

La mirada desconcertada de Dulac fue de Ginebra a Uther y viceversa. Tenía la impresión de que ambos se permitían con él algún tipo de juego que no acababa de comprender.