Estuvo por lo menos dos o tres minutos contemplando aquellos animales fabulosos; luego se volvió… y gritó de estupor.
También hacia la izquierda el terreno suave se extendía hasta el mar, que no estaba tan lejos como a la derecha.
Y en la playa se encontraba Camelot.
Claro que no podía ser realmente Camelot. Era más bien lo que algún día llegaría a ser Camelot; la visión que se escondía tras la ciudad construida con piedras. Ese Camelot era diez veces más grande que el del rey Arturo y cien veces más lujoso, pues sus muros habían sido edificados con oro puro. Miles y miles de personas tenían que vivir entre sus muros y la propia fortaleza le pareció a Lancelot tan gigantesca que podría alojar a más personas que la ciudad entera del otro lado.
Sin embargo, el parecido era escalofriante. Al igual que el Camelot del rey Arturo, esta ciudad estaba rodeada de agua por tres partes, aunque en este caso se tratara del mar y no de un recodo del río, y su arquitectura seguía las mismas complicadas reglas: los edificios eran más altos a medida que se acercaban al centro y su estructura escalonada, de cuatro, cinco o seis niveles defensivos, según las zonas, hacía del todo imposible asaltarla. La ciudad tenía el aspecto de una cordillera amurallada, tan inaccesible como un macizo montañoso hecho por la mano del hombre.
¿Por la mano del hombre…?
Lancelot no estaba seguro de que, en ese caso, ésas fueran las palabras más adecuadas. No había podido examinar las figuras del pueblo con detenimiento, pero entre él y la aldea pacían unicornios y, después de todo lo visto, estaba convencido de que había sido un elfo lo que había chocado con su pierna.
No había duda posible, pero la idea le seguía pareciendo tan absurda que se negaba a aceptarla: aquél era el país que había contemplado en la visión de Dagda.
Avalon.
Se encontraba en Avalon, la Tir Nan Og, la Isla de los Inmortales.
Un movimiento reclamó su atención. Lancelot miró con interés y, en la hierba que había delante de la muralla de la ciudad, observó un resplandor plateado, tan diminuto como si lo creara un añico de cristal. Pero esa primera impresión de pequeñez se debía exclusivamente a las gigantescas dimensiones de todo lo que había a su alrededor. En realidad, se trataba de una fila de cincuenta o más -tal vez, incluso, cien- jinetes, enfundados en sus armaduras y montados sobre caballos que portaban también relucientes bardas plateadas. El guerrero que había en él siguió la ruta de la serpiente de plata y llegó a la conclusión, no sin cierto recelo, de que los hombres alcanzarían justo el lugar de la linde del bosque donde él se encontraba. Debía de tratarse de una mera casualidad y, además, tardarían horas hasta llegar allí, por muy deprisa que cabalgaran.
No tenía por qué temerlos. Aquel lugar era Avalon, no sólo la Isla de la Inmortalidad, sino también el País de la Paz Perpetua. Se rió nervioso, intentando superar su inseguridad; oyó un ruido tras de sí y reaccionó instintivamente, pero de manera completamente distinta a lo que acababa de planear: con un solo paso se refugió de nuevo en el bosque y se escondió tras uno de los troncos lisos. El ruido se repinó y, por fin, pudo establecer que venía de la misma dirección por la que él había llegado. Asomó la cabeza con cuidado para mirar y, de inmediato, la volvió a ocultar asustado.
Estaba de nuevo a resguardo cuando surgieron de la oscuridad del bosque dos, tres, finalmente cinco caballeros sobre gigantescos caballos. Tanto los jinetes como los corceles portaban armaduras de hierro negro, y de ellas sobresalían, de tanto en tanto, pinchos de unos quince centímetros de largo. Sus cascos tenían la forma de espantosos cráneos de dragón. Era el mismo tipo de armadura que llevaba Mordred. El corazón de Lancelot comenzó a latir acelerado. Los hombres se movían despacio, paraban una y otra vez y rastreaban el suelo, y de vez en cuando alguno de los espantosos animales también bajaba la cabeza, coronada con un cuerno, y husmeaba el suelo, como sí fuera una suerte de perro asesino. No era difícil de adivinar que aquel grupo estaba buscando algo.
Para ser más exactos: a alguien. A él.
Los jinetes se acercaban.
A una distancia menor de una brazada, el primero detuvo su caballo y sacudió la cabeza, desconcertado.
– Esto no tiene sentido -dijo. Su voz sonaba penetrante y muy desfigurada a través de la máscara metálica, pues llevaba la visera bajada-. Ya estamos muy cerca de Avalon. ¡Maldita horda de elbos! ¡Su proximidad borra cualquier huella!
Agarró el yelmo con las dos manos y se levantó la visera con un movimiento airado. Apareció un rostro delgado y de aspecto noble, que a Lancelot le recordó algo al de Mordred. No es que fueran semejantes, pero la cara del guerrero tenía las mismas facciones duras del Caballero Negro. Aquel hombre desprendía una perceptible frialdad inmaterial.
En un rasgo, sin embargo, se diferenciaba de Mordred -y también de todas las personas con las que Lancelot se había encontrado hasta entonces-: tenía las orejas puntiagudas.
Lancelot le clavó una mirada tan atónita, que por unos instantes olvidó incluso el peligro que se cernía sobre él. Si en ese momento el guerrero negro hubiera girado la cabeza, lo habría descubierto sin remedio, pues Lancelot estaba como paralizado.
Pero el jinete no miró en su dirección, sino que puso el casco delante de sí, sobre la silla, y se pasó la mano por el pelo. Era tan negro como su armadura, pero no tanto como sus ojos.
También los otros guerreros fueron descubriéndose. Todos tenían las mismas facciones duras y nobles, similar cabello negro y ojos todavía más oscuros, y todos tenían también las mismas orejas de zorro de su capitán.
– ¡Tenemos que continuar buscando! -dijo otro de los hombres-. Lady Morgana no se mostrará muy contenta si regresamos con las manos vacías.
¿Lady Morgana? Lancelot aguzó los oídos. ¿Se refería al hada Morgana? Entonces no podía tratarse de ninguna casualidad el hecho de que aquellos soldados hubieran aparecido por allí. Su sospecha se confirmó. ¡Le estaban buscando a él!
– Lady Morgana -respondió el primero con una carcajada exenta de contento- nos matará lo más seguro si volvemos con las manos vacías. De todas formas, no sé qué me resulta más temible: su ira o la sola idea de caer en las manos de ésos de ahí -y señaló con la cabeza la línea de reflejos placeados que continuaba moviéndose en su dirección.
Su compañero resopló de mala gana.
– ¡Tuata! -dijo-. ¡Una panda de enclenques afeminados!
– Puede ser -respondió el capitán-. Desafortunadamente, son muchos enclenques afeminados. Y aunque nosotros fuéramos más, conoces la orden de Lady Morgana. No quiere pelea. Hemos penetrado demasiado en la tierra de los tuata. Pelear aquí podría desatar una guerra.
El otro no se quedó muy convencido, pero no replicó nada; sólo asintió con la cabeza mientras murmuraba:
– Entonces, busquemos al tipo ese.
– Y cuanto más rápido, mejor -añadió el primero-. Los tuata no son ciegos y éste es su territorio. Descubrirán nuestras huellas. Tenemos que haber desaparecido de aquí cuando alcancen la linde del bosque.
Se dio media vuelta sobre la silla, y Lancelot se agazapó más aún en su escondite, con lo cual dejó de verlo.
Levantando la voz, el capitán ordenó:
– ¡Dos de vosotros cabalgaréis de nuevo hacia el lugar donde hemos perdido sus huellas! Los demás nos desplegaremos y recorreremos la linde del bosque. ¡Pero procurad que los tuata no os avisten! ¡No quiero pasar a los anales como el desencadenante de la primera guerra en Avalon tras mil años de paz!
Lancelot oyó cómo se bajaba el yelmo, luego hubo ruido de cascos y se hizo de nuevo el silencio.
Pero ¿por cuánto tiempo?
Ya no tenía dudas de que los hombres de las armaduras negras iban a por él. No había comprendido muchas de sus palabras, pero lo poco que sabía era suficiente. Estaba en grave peligro. Que todavía no lo hubieran descubierto era un verdadero milagro.