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Miró de nuevo hacia la ciudad de Avalon. Los jinetes -«tuata», los había llamado el de las orejas puntiagudas; qué palabra más extraña: le era desconocida, pero al mismo tiempo le resultaba familiar, como otras muchas cosas- todavía no parecían más próximos a simple vista, pero sus armaduras relucían bajo el sol cobrando un aspecto plateado. Y lo mismo sucedería con la suya. En cuanto abandonara el bosque, sería fácilmente reconocible, y por ambos lados. Y aunque no fuera así: Lancelot tampoco tenía muy claro si se encontraría más seguro con los guerreros plateados o con los de las orejas puntiagudas.

Allí, sin embargo, no podía quedarse bajo ningún concepto. Tarde o temprano los de las orejas puntiagudas darían con su rastro o caerían sobre él por pura casualidad.

Sólo quedaba un lugar donde se podría ocultar. Observó la pequeña aldea con atención. Calculó que habría una legua larga hasta allí, pero la pendiente estaba toda ella cubierta de hierba alta y a lo largo de la misma había muchos arbustos y matas que podrían proporcionarle buenos escondites. Necesitaría algo de suerte para conseguirlo -para ser exactos: muchísima suerte-, pero ¿qué otra elección le quedaba?

Lancelot oteó los alrededores, luego sorteó los árboles a toda velocidad y corrió hasta un arbusto que estaba a unos veinticinco pasos. Durante todo el trayecto no dejó de pensar ni un segundo en que iba a oír el sonido de un arco al tensarse o los estruendosos cascos de un caballo. Pero sucedió el milagro: alcanzó el arbusto sin ser descubierto y se quedó allí agazapado, respirando entrecortadamente. Permaneció allí por espacio de tres o cuatro minutos por lo menos, escudriñando el bosque por si veía a alguno de sus perseguidores. Pero no: lo había conseguido.

Y la suerte siguió de su parte, tardó mucho en llegar a la aldea, porque corría de escondite en escondite y en cada parada esperaba un rato para convencerse de que realmente no le seguía nadie. Los últimos doscientos pasos resultaron un problema ya que no había ni una sola mata que le brindara protección y la hierba no le llegaba más allá de los tobillos.

Mientras seguía pensando la manera de lograr su objetivo, oyó un ruido y, al momento, una figura delgada surgió del arbusto en el que se encontraba.

Lancelot no se atrevería a decir quién de los dos estaba más asustado. El o el otro. El joven agarró la empuñadura de la espada y el otro dio un paso atrás e hizo un movimiento como de huida. Pero no llegó a ponerlo en práctica. El miedo de su rostro dio paso a una mezcla de admiración y asombro.

Lancelot no supo decir si se trataba de un chico o de una muchacha. Él, o ella, llevaba una sencilla túnica blanca que le cubría hasta los tobillos. Tenía el pelo muy claro, casi blanco, que le caía más allá de los hombros y su cara, que también mostraba una palidez casi sobrenatural, no despejaba ninguna incógnita sobre su sexo.

Además, tenía las orejas puntiagudas.

Durante un buen rato estuvieron mirándose mutuamente, en silencio, con desconcierto. De pronto, Lancelot se sintió muy contento de haberse bajado la visera de nuevo para que no le vieran la cara.

Al final fue el otro el que rompió el silencio.

– ¿Señor? -preguntó titubeante.

Lancelot no supo qué podía responder, aunque intuyó que el otro esperaba una reacción determinada. Pero le había llamado señor y eso dejaba entrever un reparto de papeles que él conocía muy bien.

– ¿Quién eres? -preguntó, sabiendo que al otro podría resultarle una pregunta innecesaria.

– Arianda -contestó rápidamente-. Mi nombre es Arianda, señor.

«Estupendo», pensó Lancelot. ¿Era aquél un nombre de chico o de chica?

– ¿Qué haces aquí? -continuó preguntando.

– ¿Qué hago…? -Arianda parpadeó y un amago de sonrisa apareció en su cara-. Pero yo… yo vivo aquí.

– ¿En esta aldea? -Lancelot señaló en dirección a aquel conjunto de casas bajas. Arianda asintió y Lancelot añadió-: ¿Cuál es su nombre?

Aquella pregunta fue un error. Lo supo enseguida. En los ojos de Arianda, de un azul reluciente que Lancelot no había visto nunca, surgió una nueva expresión de desconcierto. Luego volvió a reír, pero con mayor nerviosismo.

– Entiendo, queréis probarme -dijo-. Es Edorals Rast.

– Edorals Rast… -Lancelot repitió aquellas palabras unas cuantas veces en su pensamiento. Tenían un sonido peculiar-. Llévame allí.

Esta vez a Arianda le resultó imposible disimular su sorpresa.

– ¿Realmente… queréis…?

– Ir a la aldea, sí -le interrumpió Lancelot-. ¿Hay algo de malo en ello?

– Nada -aseguró Arianda con rapidez-. Sólo que… ocurre pocas veces que un tuata visite Edorals Rast. Para decir la verdad, vos sois el primero desde que tengo uso de razón.

– ¿A pesar de que la ciudad está tan cerca?

– Los tuata nunca abandonan Avalon -contestó Arianda-. Tan poco como nosotros pisamos Avalon -frunció el entrecejo-. Hacéis unas preguntas muy curiosas para ser un tuata.

Lancelot se encogió de hombros.

– Tal vez no soy lo que tú crees.

Por un momento el desconcierto de Arianda se tornó consternación, pero luego volvió a reír en voz alta y con mucha efusividad.

– Ahora sé realmente que me estáis probando, señor -explicó-. Queréis confirmar si he aprendido bien mis lecciones, ¿no es cierto? -sacudió la cabeza con una carcajada-. Sólo un tuata puede llevar esa armadura. Mataría a cualquiera que intentara ponérsela sin que sangre pura recorriera sus venas.

– Por supuesto -dijo Lancelot en un tono que intentaba ser conciliador-. Has prestado mucha atención, me parece a mí. Y, ahora, llévame a tu aldea.

De algún modo pareció que aquellas palabras no eran las que esperaba Arianda, pero eso a Lancelot no le pareció importante. Había cometido tantos errores hasta entonces que uno más o menos no importaba demasiado.

Y un momento después ya no importó lo más mínimo. Arianda iba a volverse para ir hacia el pueblo, pero de pronto se paró y el poco color de su cara despareció por completo. Lancelot miró hacia atrás en la misma dirección. El bosque parecía haberse abierto y de él salieron por lo menos quince figuras enfundadas en armaduras negras y montadas sobre unicornios del mismo color.

– ¡Por Dana! -soltó Arianda-. ¿Elbos oscuros? ¿Aquí? Pero ¿cómo es…? -miró a Lancelot y sus ojos se abrieron todavía más-. ¡Corred, señor! ¡Poneos a salvo!

– ¡No! -Lancelot desenvainó la espada-. ¡Corre! ¡Yo los detendré!

La expresión de Arianda indicaba que estaba dudando, pero luego miró de nuevo al grupo de soldados que se acercaba y la duda desapareció de sus ojos, se dio la vuelta y salió corriendo.

Lancelot aseguró con serenidad el escudo a su brazo derecho, se bajó la visera del yelmo y se acercó a los guerreros. El enfrentamiento no iba a ser muy limpio: él contra quince guerreros a caballo, que lo más probable es que no fuera la primera vez que tuvieran un arma en sus manos. Pero seguramente él tendría una sorpresa que ofrecer a aquellos elbos oscuros. La espada de su mano reclamaba sangre y esta vez la obtendría. Toda la que quisiera. Los guerreros se acercaban. Lancelot echó un vistazo por detrás de su hombro y comprobó con alivio que Arianda casi había alcanzado el pueblo y que ninguno de los elbos oscuros le perseguía. Extrañamente, en el pueblo nadie se preocupaba por los elbos o por él. La vida seguía su curso normal. Y el grupo de los caballeros plateados estaban todavía demasiado lejos para esperar alguna ayuda de ellos.

A Lancelot no le importó. Él solo podría con todos y no quería que por su causa pagaran más inocentes.

Cuando el primero de los guerreros se abalanzó sobre él, Lancelot abrió las piernas, dobló las rodillas y agarró la espada con ambas manos. La hoja sesgó el aire con un sonido sibilante, acertó en el muslo del guerrero…

… y saltó de su mano.