Lancelot se tambaleó hacia atrás con un grito y cayó de espaldas cuando el elbo oscuro le pegó un golpe con el escudo en el pecho. Vio estrellas de colores delante de sus ojos y, por un momento, fue incapaz de respirar.
Enfadado consigo mismo, más que con el hombre que le había golpeado, se incorporó y palpó el suelo para dar con su espada. Había sido muy torpe, pero la segunda vez no volvería a ocurrirle.
Al levantarse, se encontró con que se habían aproximado los otros guerreros y le estaban rodeando. Sólo uno de los hombres -el que le había tirado al suelo- había desmontado y se aproximaba despacio hacia él. Lancelot cogió la espada con más fuerza.
– Entrégate -dijo el elbo-. No quiero hacerte daño.
En vez de responder, Lancelot le asestó un mandoble con todo el impulso del que fue capaz.
El elbo no se tomó la molestia ni de levantar su escudo; simplemente paró el golpe con el guardabrazos. ¡La espada rúnica no pudo atravesar el hierro negro!
Pero antes de que Lancelot tuviera tiempo de asustarse, emitiendo un aullido de rabia, el elbo dio un paso adelante y volvió a golpearle con el escudo y, cuando Lancelot cayó en la trampa e intentó eludirle, le propinó un fuerte puñetazo en la sien.
Su casco le protegió, pero el ímpetu del puñetazo le hizo caer de rodillas. Todo daba vueltas en torno a él. No podía ni agarrar su espada; imposible, por tanto, pensar en defenderse. Alguien tiró de el con absoluta brutalidad y lo echó sobre el lomo del caballo donde se montó acto seguido. Mientras luchaba con todos sus medios por mantenerse consciente, el hombre dio la vuelta al animal y el grupo salió galopando hacia el bosque.
– ¡Daos prisa! -gritó el elbo. Ahora Lancelot reconocía su voz. Era el hombre al que había espiado en la linde del bosque-. ¡La magia no durará mucho más! ¡Si los tuata nos ven, todo habrá terminado!
Gimiendo, Lancelot levantó la cabeza. El resultado fue un rudo puñetazo entre los omoplatos que le arrebató el aire.
– ¡No te muevas, chico! -gruñó el elbo oscuro-. O puedo ponerme muy desagradable.
Lancelot no habría podido hacerlo, aunque hubiera querido. La cabeza le retumbaba, le salía sangre de la boca y de la nariz, y apenas podía respirar. El hombre le había vencido con tanta desproporción como un adulto que pegara a un niño porque éste le hubiera atacado con una espada de juguete. Y por muy dura que fuera la comparación, se acercaba mucho a la verdad. La magia de la armadura, que en Camelot le hacía prácticamente invencible, aquí no funcionaba. Era una suerte que todavía estuviera vivo.
Aunque no tenía ni idea de cuánto podía durar aquella situación. Estaba claro que aquellos hombres cumplían órdenes de llevarlo vivo ante Morgana, pero, por lo que conocía al hada, sólo había un motivo: quería matarlo ella misma.
Alcanzaron el bosque marfileño y emplearon un buen rato atravesándolo, hasta que bajaron el ritmo y, por fin, se detuvieron. Bajaron sin miramientos a Lancelot del caballo y lo pusieron de pie. Alguien le arrancó el escudo del brazo y otro gigante negro le quitó el yelmo.
– ¿Vas a estarte quieto? -preguntó el elbo que le había desarmado, subiéndose la visera.
Lancelot le miró a la cara y no pudo evitar tener la impresión de asomarse a la boca de un dragón que acababa de tragarse a una persona. Asintió sin oponer resistencia.
– Bien -dijo el elbo-. Entonces podrás galopar tú mismo. Prométeme que no intentarás escapar, o ¿te rompo las piernas para que no hagas estupideces?
En su voz no había ni un atisbo de humor y Lancelot comprendió que la amenaza iba en serio.
– No me escaparé -aseguró.
Los profundos ojos negros del elbo lo escrutaron por unos momentos; luego, asintió.
– Bien. Date prisa.
Cogió a Lancelot de los hombros, le obligó a dar la vuelta y le pegó tal empujón que éste fue a chocar contra un unicornio negro sin jinete. De inmediato, antes de que al elbo oscuro se le ocurriera reforzar su actuación con más puñetazos, montó sobre el animal y agarró las riendas. También su contrincante se subió al caballo y continuaron cabalgando sin ni una palabra más.
Su camino siguió adentrándolos en el bosque. Lancelot no sabía con exactitud en qué dirección cabalgaban ya que en aquel misterioso bosque no había nada que pudiera orientarle. Los troncos de los árboles no estaban recubiertos de musgo, que habría podido indicarle el rumbo y, por mucho que mirara hacia arriba, el sol parecía estar siempre justo en el cénit.
De todas formas, comenzó a darle vueltas a la manera de escapar. No tenía ninguna intención de mantener su promesa. Lo que pudiera hacerle el elbo si fallaba en su intento de huir no sería nunca tan espantoso como lo que le esperaba si caía en las manos de Morgana. No había olvidado aquel odio ancestral que iluminaba los ojos de la bruja cuando se encontraron en la cueva de los cristales.
Pero no hubo oportunidad para la huida. Quizá los elbos oscuros sospecharan su propósito, quizá se tratara simplemente de su desconfianza habitual, el caso es que no dejaron de vigilarlo ni un segundo. En todo caso, tampoco estaba seguro de que lo hubiera conseguido. El animal que le habían proporcionado era un enorme corcel negro, un reflejo oscuro del unicornio que montaba en Camelot. Si se le parecía, lo más probable sería que tampoco obedeciese sus órdenes.
Siguieron cabalgando horas y horas por el bosque marfileño. Era evidente que los elbos y sus animales no conocían la palabra «agotamiento», como era evidente que sobre sus cabezas el sol apenas se movía del cénit. Tal vez en aquel mundo de elbos y unicornios no existía el tiempo.
Por fin, los árboles fueron clareando. No es que llegaran al final del bosque, sino que entraron en un gran claro, donde los esperaba un nuevo grupo de elbos oscuros montados sobre unicornios.
Una de las figuras a caballo se distinguía de las demás. Era más pequeña y más delgada, y en lugar de una armadura guarnecida con pinchos y la consabida máscara de dragón, llevaba una capa negra y una diadema de diamantes oscuros. El hada Morgana.
La bruja se acercó cabalgando hacia él. Le acompañaban dos hombres de negro, de espaldas sorprendentemente anchas; con toda probabilidad, se trataba de su guardia personal. Lancelot había dado casi por seguro que allí estaría también Mordred, pero no había ni rastro del hijo de Arturo.
Morgana llevó a su caballo frente a Lancelot, lo miró llena de odio y luego se dirigió a su acompañante:
– Lo has hecho muy bien. Me preocuparé de que seas recompensado. ¿Os ha visto alguien?
– Un chico -respondió el elbo-. Nadie más. Había tuata por los contornos, pero vuestra magia nos ha ocultado de ellos.
– ¿Sólo un chico? -se aseguró Morgana.
– Habló con él -dijo el elbo-. No sé de qué.
– No te rompas la cabeza por eso -la mujer hizo un gesto de tranquilidad con la mano-. ¿Quién le va a creer? Un niño que cuenta historias para hacerse el interesante. Desde hace cientos de años nadie se ha atrevido a pisar el bosque marfileño. ¿Para qué vamos a arriesgar la paz sólo por atrapar a un niño? -luego, se volvió hacia Lancelot-: Pero qué manera tan tonta de comportarse -dijo, más disgustada que verdaderamente enfadada-. ¿Sabes realmente lo que has hecho? ¡Por tu culpa casi estalla una guerra!
– ¿Y eso te asusta? -Lancelot no supo de dónde sacaba la valentía para decir aquellas palabras. Tal vez fuera sólo obstinación-. Creía que amabas la guerra. Lo has intentado todo para abocar a Arturo y a Camelot a ella.
Morgana lo miró por espacio de un segundo sin demostrar sus sentimientos, luego se inclinó sobre la silla y le dio una sonora bofetada. El golpe ladeó su cabeza e hizo que las lágrimas asoman a sus ojos.
– ¿Arturo? -la voz de Morgana era cortante-. Me siento conmovida por tus preocupaciones. Lástima que no pueda devolverte. Casi tengo ganas de hacerlo para que veas el servicio que le has tributado al rey que tanto estimas.