– Los tuata -dijo-. Llévame con ellos.
Morgana hizo una mueca de desprecio.
– Nunca. Me matarían en el acto.
– Si no lo haces, te ocurrirá lo mismo aquí -le amenazó Lancelot.
Morgana se quedó quieta, se dio la vuelta y lo miró directamente a los ojos. Su cara mostró una sonrisa Fina y malvada.
– Entonces, hazlo -dijo-. Una muerte rápida es un favor en comparación a lo que me espera con los tuata. Pero no creo que te atrevas. Si lo pienso bien, no creo que tú seas capaz de asesinar a alguien a sangre fría.
– ¿Quieres descubrirlo? -preguntó Lancelot desafiante, aunque interiormente estaba casi desesperado. Había sido un error mirar a Morgana a los ojos. Ella había leído en ellos como en un libro abierto.
Como para demostrar que sí, levantó la mano. Sus finos dedos rodearon la hoja de la espada rúnica. Poco a poco empujó la espada hacia abajo, hasta que la punta alcanzó directamente la altura de su corazón.
– Alcánzame -dijo retándole-. No tengas miedo. Es muy sencillo. Sólo un pequeño empujón. Ni siquiera lo sentirás.
Lancelot maldijo, tiró la espada hacia atrás y, al mismo tiempo, con la otra mano le propinó un golpe que le hizo tambalearse de espaldas. No había empleado mucha energía, pero llevaba un guantelete de hierro. Morgana chocó contra un árbol y se dio con la nuca en el tronco.
Todavía estaba aturdida en el suelo cuando alrededor de Lancelot todo el bosque cobró vida. Sombras y resplandores negros surgieron entre los árboles, y oyó voces excitadas y un golpeteó de cascos recubiertos de metal; como si la oscuridad de alrededor se hubiera vuelto viva para caer sobre él desde todas direcciones. Como había dicho Morgana, los elbos oscuros los habían seguido en la distancia. Esta vez no podía esperar ninguna misericordia de ellos, la cosa estaba clara.
Saltó sobre el caballo de Morgana y salió al galope.
Para su alivio, el unicornio negro acató sus órdenes y, en pocos segundos, alcanzó una velocidad tan fantástica como la de su compañero blanco del otro mundo. A ello contribuyó que el suelo del bosque estaba libre de matas y los troncos se encontraban muy separados entre sí. Tras breves instantes cruzaba el aire como un dardo, diez veces más veloz que cualquier caballo normal, tan rápido como para dejar atrás a todos sus perseguidores.
Lancelot volvió la cabeza, recibió un susto de muerte y tuvo que cambiar de opinión.
A todos los perseguidores que no cabalgaran sobre unicornios también. Desgraciadamente aquello no servía para los elbos oscuros. Cinco o seis de las figuras vestidas de negro iban tras él y estaban ganando terreno. Eran, sencillamente, los mejores jinetes.
Sin embargo, Lancelot no pensaba claudicar. Aquel extraño bosque tenía que terminar antes o después. Tal vez en terreno abierto podría galopar lo suficientemente deprisa para dejarlos atrás. Se inclinó sobre el cuello del animal y aflojó las riendas.
Cada vez más veloces recorrieron el bosque. Cuando, un trecho después, Lancelot volvió la vista atrás, comprobó que el número de los perseguidores se había reducido a tres. Pero aquellos tres se habían aproximado mucho. Y que fueran tres, treinta o uno daba lo mismo. Lancelot acababa de experimentar que no podía vencer ni a uno sólo de aquellos espantosos guerreros negros.
Y de pronto el bosque terminó. Frente a él había una pendiente suave que llevaba a la orilla de un pequeño lago. En la pradera y, abajo, en el agua, pacía una manada de unicornios blancos.
El animal de Lancelot se encabritó atemorizado y la reacción del jinete no fue lo bastante rápida. Se agarró al pomo de la silla para aguantarse mejor, pero no pudo evitar desequilibrarse y caer al suelo. Los cascos del caballo estuvieron a punto de patearlo. Asustado, Lancelot ocultó la cabeza entre los hombros, el gesto le hizo perder apoyo y salió rodando pendiente abajo. A medio camino del lago, consiguió sobreponerse y sentarse con cierta comodidad.
Lo que vio le pareció asombroso.
El unicornio negro que acababa de deshacerse de él se encontraba en la linde del bosque y piafaba nervioso en el sitio. Sus orejas se movían ininterrumpidamente. Había algo en aquel lugar que le producía mucho miedo.
Lancelot miró a todos lados, alarmado. Fuera lo que fuera aquello que le daba tanto miedo a un ser fabuloso y casi invulnerable como aquél, era suficiente para mantenerle a él sobre aviso. Avalon podía ser el país de los elbos y los seres fabulosos, pero no por eso dejaba de ofrecer múltiples peligros.
Sin embargo, no vio ningún monstruo ni otro ser maligno. Los únicos seres vivos que había entre el bosque y el lago eran los unicornios blancos.
Los animales habían dejado de pacer o beber agua y miraban con atención al bosque. El unicornio negro siguió piafando intranquilo un rato más, y luego se dio la vuelta y desapareció entre los árboles.
Tan sólo unos segundos después, tres elbos negros salieron galopando del bosque.
También sus animales se espantaron en cuanto aparecieron en el claro, pero los jinetes lograron con su pericia que no se desbocaran. Se mantuvieron sobre ellos y consiguieron que se pusieran al trote y, luego, se pararan entre el bosque y Lancelot. Extrañamente, no se abalanzaron sobre él, sino que se quedaron quietos, mirando indecisos a su alrededor.
También los unicornios habían levantado la cabeza y miraban con atención a los tres recién venidos. Dos, tres animales dieron un paso vacilante en su dirección, y se quedaron parados de nuevo.
Lancelot se levantó con precaución y corrió hacia el agua, y, en ese mismo momento, se armó la revolución.
Dos elbos se lanzaron a su captura y los unicornios se desmandaron en todas direcciones como había hecho su hermano negro.
Los elbos ni siquiera pudieron aproximarse a Lancelot. Cinco, seis, siete unicornios chocaron contra los flancos de los animales. Uno de los corceles, enfundado en su barda negra, cayó al suelo con un relincho estridente cuando el cuerno torneado de un unicornio atravesó rechinando su armadura. El otro permaneció sobre sus patas, pero dio un traspié y tiró a su jinete. El elbo cayó sobre la hierba y, desde allí, vio cómo los unicornios atacaban al tercer guerrero que se había quedado junto al bosque. El elbo ordenó a su caballo que reculara deprisa mientras Lancelot seguía corriendo hasta meterse en el lago; luego se quedó quieto y miró hacia atrás.
Lo que vio le provocó escalofríos.
Los dos guerreros habían conseguido levantarse y huían hacia el bosque al borde del pánico. Los unicornios ya no parecían preocuparse de ellos, ahora empleaban toda su energía en abalanzarse sobre sus hermanos negros. El que había caído no estaba en condiciones de levantarse, y el otro no tenía muchas posibilidades más. Ambos acabaron hechos pedazos. Lancelot no había presenciado nunca tanta rabia y falta de piedad como la que demostraron los unicornios por sus hermanos de raza. Incluso cuando los animales ya hacía rato que no se movían, continuaban pateando los sangrientos cadáveres y ensartándolos con sus horripilantes cuernos.
Era una visión cruenta. Aquellos fabulosos animales blancos se habían transformado en demonios bañados en sangre y la orilla del lago era ahora el escenario de una pesadilla convertida en realidad.
Lancelot, conmovido, permaneció un rato observando aquel horror. Finalmente dio un paso en dirección hacia la orilla y volvió a pararse.
Uno de los unicornios se había separado de sus víctimas y su mirada lo enfocaba a él. Su cara y su cuello estaban cubiertos de manchas rojas y de su cuerno goteaba la sangre. La expresión de sus ojos era sanguinaria.
Y estaba dirigida a él.
Lancelot dio un paso atrás. Bajo sus pies sentía el fondo escurridizo y tuvo que hacer esfuerzos por mantener el equilibrio.
El unicornio se estaba aproximando despacio. El chispazo de sus ojos no se había atenuado y Lancelot comprendió que no podía esperar indulgencia de aquel ser. Él no pertenecía a aquel lugar. Si regresaba a la orilla, aquellos monstruos acabarían con él como habían hecho con los unicornios negros.