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Y tal vez no sólo en ese caso…

El animal dio un paso más y penetró en el agua. El brillo de rabia de su mirada se acrecentó y separó los belfos, como si se tratara de un perro rabioso que mostrara los dientes amenazador.

Lancelot se echó para atrás, buscando separarse del animal, pero resbaló y se cayó al agua. Intentó incorporarse con rapidez y, seguramente, lo habría conseguido de no haber dado otro paso hacia atrás. En el suelo escurridizo había…

Nada más.

Su pie dio en el vacío. Tras él se abría un abismo que no tenía fin. Lancelot se venció hacia atrás, braceó desconcertado intentando de algún modo evitar la caída, pero no lo consiguió. Se cayó al agua de espaldas y el peso de la armadura lo arrastró como una piedra hasta el fondo.

Y así acabó la pesadilla. Lancelot rodó con un grito, se impulsó hacia arriba con los brazos extendidos y comenzó a atragantarse entre jadeos, convencido de que iba a vomitar agua fangosa y lodo. Pero todo lo que salió por la visera abierta de su yelmo fue un poco de saliva. Su cuerpo temblaba. El suelo sobre el que se movía estaba seco y cubierto de agujas de pino, y no resbaladizo como el del fondo del lago. No se veía tu una gota de agua en los alrededores.

Se encontraba recostado sobre un matorral espinoso, cuyas espinas habían logrado introducirse a través de las ranuras de la armadura y le estaban pinchando por todos lados.

Se incorporó y, con algo de desconcierto, logró ponerse de rodillas. Miró a todos lados. El lago, en el que había estado a punto de morir ahogado, se había transformado en un bosque, un bosque muy normal con árboles normales, entre los que crecían arbustos y maleza. En el suelo no había unicornios muertos, ni vivos que pudieran herirlo con su cuerno o patearlo hasta causarle la muerte. Y tampoco hombres con las orejas puntiagudas, enfundados en armaduras negras y montados sobre gigantescos animales. No estaba en la gruta de cristales, bajo las ruinas de Malagon, pero tampoco en el bosque marfileño y, con toda probabilidad, ni siquiera ya en Avalon.

No. Lancelot corrigió sus pensamientos. No es que no se encontrara ya allí, es que no había estado nunca. No existía aquel lugar. Avalon y la Tir Nan Og eran leyendas, igual que sólo existían los elbos en los mitos y los cuentos. No tenía ni idea de dónde se hallaba y de cómo había llegado hasta allí. Una mirada al cielo le confirmó que era primera hora de la mañana. El sol acababa de salir y aquellos no eran, sin duda, los bosques umbríos y pantanosos de Malagon. No había que fantasear mucho para imaginar lo que había sucedido. El fuego mágico de Morgana había logrado aturdirle. De alguna manera había conseguido sobrevivir a él y salir de Malagon; debía de haber pasado todo el día y la noche sucesiva errando sin rumbo fijo, hasta que finalmente se había desplomado de cansancio y tenido aquella absurda pesadilla.

Esa teoría se sustentaba sobre una base muy poco sólida, pero era mil veces mejor que pensar que había estado realmente en aquel misterioso mundo lleno de seres fabulosos y elbos.

Se levantó y obtuvo la prueba de que, definitivamente, no había sido más que un sueño. El elbo oscuro, que lo había desarmado, le había quitado también el escudo; sin embargo, ahora lo llevaba a la espalda y la espada seguía también en su cincho.

Lancelot se volvió y emitió un silbido. Un momento después, se oyeron los cascos de un caballo y apareció el unicornio entre los árboles. A pesar del alivio que le produjo verlo, titubeó antes de acercarse a él. Ahora lo veía con otros ojos. Ilusión o no, tenía muy claro que aquel animal no era una simple criatura fantástica, sino también una fiera peligrosa.

Apartó aquella idea de su cabeza, cogió impulso, se montó sobre la silla y guió al unicornio en lo que creía era dirección sur. Muy seguro no estaba, porque un detalle sí hubiera preferido de su sueño: cabalgar por el bosque marfileño. El bosque real en el que se encontraba era tan espeso que el techo de hojas sólo le permitía intuir el sol, pero le impedía verlo con claridad y, por tanto, no podía orientarse por su posición. Más de una vez estuvieron a punto de enredarse en los matorrales y continuaron gracias a la descomunal fortaleza que empleaba el unicornio para abrirse paso entre las zarzas.

Pero el camino no fue muy largo. Aunque le pareció que habían transcurrido horas, en realidad no estuvieron más de diez minutos por el bosque y pronto empezó a clarear. Instantes después, el unicornio dio los últimos pasos entre los árboles y Lancelot lo mandó parar tirando de las riendas.

Ante él había una estrecha senda, que bordeaba la orilla cubierta de altos juncos de un pequeño lago.

Y lo más inquietante fue que conocía aquel lago.

Lancelot lo reconoció enseguida y sin el menor signo de duda. Era el lugar en el que había visto al hada Morgana por primera vez. El lago en el que había encontrado la armadura.

Se quedó mucho tiempo sobre el unicornio, contemplando la quietud del agua. Se sentía aturdido porque lo último que imaginaba era que hubiera llegado allí por simple casualidad. Seguramente llevaba un día y una noche errando por el bosque, pero no sin meta fija. Algo dentro de él -tal vez, el Dulac que de algún modo seguía existiendo en lo más profundo de sí mismo- lo había llevado hasta el lago.

Y creía saber por qué.

Un rato después, desmontó y fue con paso lento hacia la orilla. De pronto todo tenía un sentido, incluso el lago en el que creía haberse hundido en su sueño.

Mientras seguía mirando al lago sin verlo realmente, comprendió por fin todo lo que había ocurrido durante las últimas semanas. Lo que él había hecho.

Había matado personas. Había desengañado y herido a todos aquellos que le habían importado en alguna ocasión, y había perdido a las dos únicas personas a las que había querido. Horas antes, incluso había estado a punto cometer un asesinato a sangre fría.

Y todo había comenzado con aquella armadura. Lo que había tomado como un regalo, se había convertido en una verdadera maldición que, en pocos días, había transformado su vida en un cúmulo de desgracias. Si la conservaba un solo día más, tal vez ya no le quedaría la fuerza suficiente para arrojarla de su lado.

Ahora sabía por qué Dulac lo había llevado justamente hasta allí. Aquél era el lugar donde había encontrado la armadura y aquí la dejaría de nuevo. Por él podría quedarse cien o, incluso, mil años en el agua, hasta que encontrara a otro. Tal vez no supondría una maldición para su nuevo dueño.

Se quitó el casco, lo aguantó un momento entre sus manos y lo arrojó dibujando un gran arco en el aire. Cayó sobre el agua con un chapoteo y tardó unos segundos hasta hundirse definitivamente.

Algo dentro de él se encogió como un gusano pisado. El sentimiento de pérdida era tan fuerte que sentía verdadero dolor corporal. Tardó minutos en encontrar la energía suficiente para quitarse el guantelete izquierdo, y más minutos aún para que le siguiera todo lo demás.

Lancelot necesitó casi media hora para desprenderse de la armadura completa. Por último, se metió en el agua hasta la cintura para acabar de hundir todas las piezas. A pesar del temblor que le causaban aquellas aguas tan frías, se sentía profundamente confortado. La armadura había desaparecido, y con ella Lancelot. El chico desnudo, que no paraba de tiritar en medio de aquellas aguas congeladas a dos metros de la orilla, era de nuevo Dulac. Y se sentía infinitamente, infinitamente aliviado.

– Te vas a acatarrar si sigues mucho tiempo más en el agua helada.

Dulac se pegó tal susto que el agua de su alrededor se agitó formando olas concéntricas.

Lo que vio casi le llevó a dar un grito.

El unicornio había desaparecido. En su lugar había otro caballo, de igual color y casi de su mismo tamaño, pero de miembros más estilizados. Sobre él montaba una joven delgada, cubierta con una capa blanca, que le miraba con una sonrisa burlona.