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– Lady… Gi… nebra -tartamudeó-. Pero… quiero decir, ¿cómo…?

– Veo que por lo menos recuerdas mi nombre -continuó Ginebra con su burla-. Después de tanto tiempo. Me siento honrada.

Dulac miró a su alrededor buscando la manera de escapar. No la había. Podía esconderse tras los juncos, que tenían la altura de un hombre, pero eso era todo.

– Realmente, deberías salir del agua -siguió Ginebra-. Hace demasiado frío para bañarse.

Ese era el siguiente problema.

– ¿Podríais… ser tan amable, Mylady, de alcanzarme la ropa? -preguntó-. Está en la orilla.

Ginebra miró desde el caballo en todas direcciones y encogió los hombros.

– No veo ninguna ropa.

– ¿Estáis segura?

– Completamente segura -respondió Ginebra-. Te la deben de haber robado -añadió-. El mundo es malo. Hay ladrones y pillos por todas partes. Pero quizá haya sido cosa del viento, ¿qué opinas tú? Aunque no parece soplar.

Dulac se mordió el labio inferior. El tono de la voz de Ginebra era de pura mofa. ¿Cuánto tiempo debía de llevar allí observándolo?

– En cualquier caso, tenemos un problema. Tú no puedes estar toda la vida en el agua muriéndote de frío, ¿no te parece?

– Pero tampoco puedo salir -respondió Dulac-. Mis cosas han desaparecido.

– Mmmm… -hizo Ginebra-. Entonces, ¿qué podemos hacer?

– Podría seguir congelándome un rato más -propuso Dulac.

– Sí, podrías -contestó Ginebra con seriedad-. Pero también podrías ponerte mi capa -desabrochó la fíbula de oro que sujetaba la prenda y con un elegante movimiento dejó que ésta cayera sobre su brazo derecho.

– ¿Vuestra capa? -de pronto Dulac deseaba ser de nuevo Lancelot. El no sabía qué decir ni cómo comportarse. En su papel de Caballero de Plata seguro que no le habría ocurrido.

– ¿A qué esperas? -preguntó Ginebra extendiendo hacia él el brazo con la capa, pero sin hacer ni el amago de acercarse un poco más-. Puedes cogerla con toda tranquilidad. Está limpia.

No había nada que Dulac deseara más. Estaba realmente congelado. Pero para eso tendría que salir del agua y, tras haberse quitado la armadura y el jubón, no llevaba absolutamente nada en el cuerpo.

– No es por eso, Mylady -dijo avergonzado.

– ¿No? -se asombró Ginebra-. Entonces, ¿qué? Te irá bien. Somos más o menos de la misma altura.

Sus ojos brillaban con picardía y a Dulac le resultaba imposible enfadarse con ella. Al contrario, de pronto tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no reírse a carcajadas, aunque aquello no cambiara el hecho de que realmente se encontraba en una situación cada vez más incómoda. Temblaba de frío y sentía que sus labios comenzaban a amoratarse. El agua estaba gélida.

Por fin, Ginebra se apiadó de él; se inclinó sobre la silla y colgó la capa de un arbusto que crecía junto a la orilla. Luego giró su caballo y desapareció en el recodo del camino por el que también lo habían hecho en su día Mordred y el hada Morgana.

Dulac echó un vistazo a derecha e izquierda y después salió deprisa del agua, descolgó la capa de la rama y se envolvió con ella. Tenía los dedos tan ateridos de frío que tuvo que hacer un gran esfuerzo para que la capa no se le escurriera, lo que le habría colocado en una situación todavía más embarazosa, ya que tras breves minutos Ginebra apareció de nuevo tras el recodo. Su expresión era tan irónica como antes y Dulac se imaginó que debía de tener un aspecto realmente ridículo, allí en la orilla, descalzo, envuelto en su capa y castañeteando los dientes de frío.

Pero, por el momento, le daba exactamente lo mismo. Se arropó más con la capa, que era de una tela muy fina pero suave y cálida. Y, además, olía como el pelo de su dueña. Cuando Ginebra se acercó, él se separó un poco hacia atrás, pero se topó con un arbusto mientras ella seguía guiando su caballo hacia delante. La joven dama se detuvo y desmontó a un escaso metro de distancia de él.

Se quedó un rato quieta, mirándolo como si él le ofreciera desde aquella posición una visión diferente a la que tenía desde la grupa del caballo. Por fin, dijo:

– Ya casi había perdido la esperanza de volver a verte.

A Dulac le gustó la palabra «esperanza». Pero no se atrevió a otorgarle un significado que seguramente no tenía. En los últimos tiempos se había llevado demasiadas decepciones como para soportar una más. No dijo nada, sólo sonrió con timidez.

– Arturo creía que no ibas a regresar nunca más -añadió Ginebra.

– Debe de estar muy enfadado conmigo -imaginó Dulac.

– ¿Enfadado? -Ginebra sacudió la cabeza-. No. Desilusionado. Muy desilusionado, ¿sabes? Quería hacer por ti todo lo que estaba en sus manos, y tú saliste corriendo.

– No salí corriendo -respondió Dulac impulsivo-. Quiero decir… Yo… yo no…

– … no te fuiste por cobardía -acabó la frase Ginebra, ladeando la cabeza-. Eso lo sé, tan bien como Arturo, si me lo preguntas. Quizá él piensa que eres desagradecido, pero desde luego no cobarde -encogió los hombros-. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

– Aquí y allá -contestó Dulac evasivo-. Por todas partes.

– Salvo en Camelot -precisó Ginebra.

Dulac se limitó a asentir con la cabeza. El interrogatorio al que le estaba sometiendo le resultaba cada vez más incómodo. Por otro lado, ¿qué esperaba?

De nuevo pasó un buen rato en el que tan sólo se miraron sin hablar y, a pesar de que la sonrisa continuaba en la boca de Ginebra, él intuyó que aquella situación también era incómoda para ella. No era el único que se sentía… azorado.

– Podrías haber regresado, ¿lo sabes? -preguntó Ginebra de pronto.

¿Regresado? ¿Adonde?

Aunque no había pronunciado la pregunta en voz alta, Ginebra pareció leerla en sus ojos, pues contestó:

– A Camelot. Arturo no habría tenido nada en contra -inmediatamente corrigió sus palabras-: Arturo no tiene nada en contra.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó Dulac con desconfianza.

– Porque me lo ha dicho -respondió Ginebra. Parecía esperar una determinada reacción de su parte. Pero como ésta no llegó, encogió los hombros con un ligero gesto de decepción y se dio la vuelta. Dulac temió que se dirigiera a su caballo y se marchara sin más de allí, pero ella dio tan sólo unos pasos y se sentó con las rodillas dobladas sobre el musgo que había delante del bosque. Dulac la siguió sin pensarlo y se sentó a su lado; no tan cerca como habría deseado, pero bastante más de lo que era conveniente.

De nuevo fue como si ella hubiera leído sus pensamientos, porque dijo:

– No te preocupes. Nadie va a vernos. Estoy sola.

– ¿Aquí? -Dulac se giró-. ¿No es demasiado peligroso?

– Ahora pareces Arturo -dijo Ginebra-. Pero no tengas miedo. No me puede pasar nada. Crecí en un lugar como éste, ¿sabes? En estos bosques no me atraparían ni los bárbaros más bárbaros.

Con la convicción con que lo dijo no había más remedio que creer sus palabras. De pronto, se aproximó hacia él y reposó la cabeza sobre su hombro. Dulac sintió un brusco escalofrío.

– Vengo aquí a menudo -continuó-. Casi cada día; cuando logro salir de la ciudad, claro.

– ¿Por qué? -Dulac levantó la mano con cuidado, esperó que el suelo se abriera para tragárselo y, finalmente, rodeo los hombros de ella con su brazo. El cielo no cayó sobre él, pero Ginebra se aproximó un poquito más. El corazón de Dulac comenzó a latir a mil por hora.

– Esto es muy bonito -dijo ella, un rato después-. Este lugar me recuerda a mi hogar. Me encontraron en un lago como éste, ¿sabes?

– ¿Os encontraron? -Dulac estaba tan asombrado que estuvo a punto de retirar el brazo de sus hombros.