– Sí -confirmó Ginebra-. Mis padres no… no eran mis verdaderos padres. Me recogieron de niña, porque ellos no tenían hijos. Nunca me lo dijeron; pero, tras su muerte, Uther me contó que me habían encontrado de bebé en la orilla de un lago -con la cabeza señaló el agua mansa y rió en silencio-. Podría haber sido éste mismo…
– ¿Este… lago? -murmuró Dulac. Se había quedado casi sin habla.
Ginebra se rió de nuevo.
– Sé lo que quieres decir. Sería demasiada casualidad. Pero era un lago como éste. A veces, cuando me siento en la orilla, entonces… casi lo percibo.
– ¿Os encontraron… en un lago? -repitió Dulac. Su voz temblaba tanto que ella levantó la cabeza de su hombro y lo miró extrañada antes de asentir.
– Nadie sabe quiénes son mis verdaderos padres -aseguró-. Tal vez fueran demasiado pobres para criar a un hijo. Tal vez hayan muerto ya -hizo un movimiento vago con la mano-. Para qué hablar de algo que ocurrió hace mucho tiempo y que no tiene marcha atrás. Mi padre no quería que yo lo descubriera, pero Uther opinaba que debía saberlo.
Dulac continuó sin decir nada. Seguía mirándola sin más. Ni siquiera se había dado cuenta de que sus manos temblaban.
– Parece que hayas visto un monstruo -dijo Ginebra riendo, pero con un tono algo inseguro-. ¿Estás decepcionado porque no corre sangre azul por mis venas?
– No, no… no es eso -balbuceó Dulac-. Sólo que…
Me acabas de contar mi propia historia, casi palabra por palabra.
Pero no lo dijo. ¿Cómo podría? Y, aunque hubiera podido, ¿cómo iba a creerle?
– Parece un cuento, lo sé -dijo Ginebra cuando vio que él no seguía hablando-. Normalmente no se lo cuento a nadie. Sólo lo sabía Uther, y ahora Arturo… y tú. Pero tienes que darme tu palabra de que no se lo dirás a nadie.
En lugar de hacer lo que ella esperaba y darle su palabra, preguntó:
– ¿Arturo?
– Pronto seremos marido y mujer -recordó Ginebra-. No tenemos secretos entre nosotros. También hablé con Arturo sobre ti.
– Sobre… ¿mí?
– No debes tener miedo -aseguró Ginebra-. Arturo no lo aceptaría nunca, pero me confesó que estaba un poco celoso de ti.
– ¿Celoso?
– Es un hombre -respondió Ginebra, como si eso lo explicara todo-. Pero después de que desaparecieras, se hizo muchos reproches. Me prometió que, si querías, podrías quedarte en Camelot.
Hasta entonces a Dulac le había resultado difícil atender a las palabras de ella, sus pensamientos seguían dando vueltas a la increíble confidencia que le había hecho. Pero ahora abrió los ojos de par en par. Claro, eso era lo que había querido Arturo: que estuviera lo más lejos posible de Camelot. Y, sobre todo, de Ginebra.
– Es cierto -aseguró Ginebra-. Lamenta lo que hizo. También se culpa porque le prometió a Dagda que se ocuparía de ti. Estoy segura de que se alegrará cuando regreses -de pronto hizo una mueca-. Sobre todo porque tu sucesor en la cocina armó una buena.
– ¿Tander?
– Sí. Robó todo lo que pudo y se embolsó unas monedas de oro que le dio Arturo para ir a comprar al mercado.
– ¿Sólo eso? -Dulac no se había llevado ninguna sorpresa-. Creía que la cosa iba a ser mucho más grave.
– Dale tiempo -respondió Ginebra en tono serio.
– ¿Por qué Arturo no lo manda a paseo o deja que se pudra un mes en las mazmorras? -Dulac supo la respuesta antes de que se la dijera Ginebra.
– Porque Arturo es Arturo -dijo ella-. Dice que ya llegará el momento de que Tander pague sus deudas.
– Sí -gimió Dulac-. Eso es muy de Arturo.
Ginebra sonrió, pero luego se puso seria de nuevo. Se separó un poco de él, le miró profundamente a los ojos y dijo:
– Vuelve a Camelot, Dulac.
– ¿Por qué? -preguntó Dulac-. ¿Porque Arturo me necesita? Acabará con Tander sin mi ayuda.
– Porque yo te necesito.
– ¿Vos? -el corazón de Dulac saltó de alegría. Jamás se habría atrevido a desear escuchar aquellas palabras de su boca. Y ahora las había pronunciado.
– Necesito un amigo, Dulac -contestó Ginebra-. Estoy muy sola en Camelot.
– Pero… vos misma dijisteis…
– Sé lo que dije -le interrumpió Ginebra. En su voz y su mirada había una seriedad que le provocó escalofríos-. Y eso es lo que pienso, entonces y ahora -dudó un momento-. ¿Crees que podrías ser sólo mi amigo?
– Arturo no lo permitiría nunca -respondió él, pero Ginebra negó con la cabeza.
– Sí, si se lo pido -dijo.
– ¿Estáis tan segura?
– Claro que sí -afirmó Ginebra-. Le he prometido que en mi corazón no hay lugar para otra persona, y voy a cumplirlo. Arturo lo sabe -lo miró interrogante-. ¿Vendrás conmigo?
Dulac no respondió enseguida, sólo miró al lago. «Tal vez -pensó-, existe algo parecido al poder del destino, pero si es así, tiene un peculiar sentido del humor». Justo en aquel lugar había obtenido todo lo que había soñado. Ese sueño se había transformado en una pesadilla y, ahora que, en ese mismo lugar, acababa de deshacerse de la armadura y de la espada mágica, por lo que parecía, iba a regresar a su vida de antes. Quizá hubiera algún sentido para todo aquello; pero, si era así, él se sentía incapaz de descubrirlo.
– ¿Bueno? -preguntó Ginebra-. ¿Qué quieres hacer? ¿Seguir dando vueltas por los bosques, alimentándote de setas y raíces? ¿O venir conmigo a Camelot? Como mucho tendrás que escuchar una reprimenda de Arturo, que en ningún caso irá en serio…
Dulac meditó largo rato, aunque en el fondo no había mucho que meditar. Hasta aquel momento no se había visto obligado a llevar esa vida en los bosques, de la que ella hablaba, pero si se montaba a caballo y salía cabalgando, tendría que acabar por hacerlo. No había ningún lugar al que perteneciera, ningún sitio adonde pudiera ir, literalmente nadie que conociera y, menos todavía, una sola persona que quisiera ayudarle. La inminente guerra había proyectado una sombra sobre el país y, aparte de que pudiera barrer el suelo y escanciar el vino, no tenía especiales habilidades. No aguantaría mucho en el bosque, alimentándose de raíces y setas; como mucho el próximo invierno acabaría congelado o muerto por alguna otra causa.
Y si regresaba a Camelot, por lo menos permanecería cerca de Ginebra.
En lugar de decir todo aquello en voz alta, hizo un movimiento de cabeza y preguntó con una sonrisa algo turbada:
– ¿Y realmente creéis que Arturo no tendría nada en contra si regresara con vos… desnudo y cubierto por vuestra capa?
Ginebra comenzó a reír a carcajadas. Por lo visto, tampoco las ropas eran un problema, y menos todavía, el regreso a Camelot. Ginebra no había dicho toda la verdad cuando aseguró estar sola. Se montó sobre su caballo y se alejó sin dar ninguna explicación. Pocos minutos después, apareció de nuevo arrastrando por las riendas un nuevo caballo ensillado y, sin decir nada tampoco, tiró al suelo un hatillo que contenía unas botas de finísima piel, unas calzas de tela gruesa y una blusa blanca. Ignoró por completo su pregunta sobre la procedencia de aquellos objetos, así como su mirada, que la invitaba a cerrar los ojos o, por lo menos, a darse la vuelta mientras se vestía, de tal modo que se vio obligado a hacerlo sin quitarse la capa blanca, que a esas alturas ya estaba empapada y se le pegaba al cuerpo como una segunda piel.
Ginebra observó sus movimientos con franca diversión. En cuanto el joven acabó y se quitó la capa mojada, se acercó un poco y señaló con la cabeza el caballo sin jinete que estaba a su lado.
– ¿Podrás montarte tú solo o corto unas cuantas ramas y te construyo una escalera? -preguntó en son de burla.
Dulac se tragó la respuesta que tenía en la punta de la lengua y señalando al animal, preguntó con desconfianza:
– ¿De dónde ha salido?
– Del establo de Arturo -respondió Ginebra-. Y date prisa. Mi doncella se estará poniendo nerviosa. Y me temo que mi guardia personal también.