Gracias a Dios la puerta se abrió en ese momento y Tander y sus dos hijos entraron para servir la cena. A la orden de Uther colocaron un servicio más en la mesa, lo que, si bien provocó en el posadero una mirada de horror, hizo nacer en Dulac un intenso sentimiento de alegría. Nunca habría podido imaginar que fuera a ser servido por Tander. Seguramente lo pagaría amargamente, pero en aquel momento le daba lo mismo.
– Bueno -dijo Uther, cuando ya estuvieron servidos y solos de nuevo-. Háblanos de una vez de Camelot y del rey Arturo.
Dulac titubeó, pero por fin empezó a hablar del castillo y de la vida en la corte. Y una vez que logró sobreponerse, las palabras salieron a raudales de su boca. Habló de Arturo y de sus heroicidades, de los caballeros de la Tabla Redonda y de sus batallas, y de la ecuanimidad de las leyes de Camelot, que desde hacía una generación velaban por la paz y la prosperidad del territorio. Por supuesto, él no había vivido en primera persona ninguno de esos actos, ninguna de esas batallas, pero aquello no le impidió narrarlos con todo tipo de detalles e, incluso, adornarlos con elementos de su propia cosecha. Uther le escuchaba en silencio la mayor parte del tiempo, y sólo le interrumpió para realizar alguna pregunta, pero en ocasiones no podía disimular una sonrisa y un par de veces intercambió una significativa mirada con Ginebra.
– Parece que te manejas bien en la corte -dijo, cuando Dulac llevaba por lo menos una hora hablando, si no más.
– Ya lo veis -respondió el chico con orgullo-. Sólo soy un mozo de cocina, pero casi siempre ando cerca de Arturo.
– Los mozos de cocina y los criados suelen estar mejor informados que los ministros y los generales -contestó Uther-. Dime, Dulac, ¿Dagda sigue cocinando para Arturo y sus caballeros?
El muchacho asintió.
– ¿Conocéis a Dagda?
– Por supuesto -respondió Uther-. Cualquiera que haya estado en Camelot recuerda a Dagda y los exquisitos bocados que prepara en su cocina.
– Vos… vos ¿habéis estado ya en Camelot? -preguntó Dulac perplejo.
– Más de una vez -respondió Uther-. Pero hace muchos años. No me podía imaginar que Dagda todavía viviera -sacudió la cabeza-. ¡Entonces ya debía de tener casi cien años!
– ¿Conocéis al rey Arturo? -quiso cerciorarse Dulac, mirando a Ginebra. Ella sonrió y el brillo burlón de sus ojos se reforzó más todavía. Pero ni siquiera intentó responder a la pregunta, se agachó bajo la mesa para tirarle un trozo de carne a Lobo. Desde que había entrado, Dulac no había vuelto a ver al perro. El animal no había parado de saltar y mover la cola alrededor de Ginebra y había comido más de su comida que ella misma.
– Desde hace tiempo -confirmó Uther por su parte-. Ni yo mismo sé ya cuánto.
– Pero, entonces, ¿por qué os habéis alojado aquí y no en Camelot? -se asombró Dulac.
– Acabamos de nombrar una de las causas -respondió Uther sonriendo-. Las especialidades culinarias de Dagda. Tras la última vez que estuve en Camelot, pasé tres meses sufriendo del estómago.
Sí, Dulac sabía a qué se refería. Uther había tenido suerte si había salido de aquello tan sólo con un ligero dolor de estómago.
– Pero ése no es el único motivo -añadió Uther-. Arturo y yo no nos despedimos como amigos.
– ¿Qué ocurrió? -preguntó Dulac e, inmediatamente, se sintió avergonzado porque a él no le iba ni le venía saber aquello, pero a Uther pareció no molestarle su curiosidad.
– Eso es lo de menos -respondió sonriendo-. No somos enemigos, si eso es lo que temes. Pero en nuestros últimos encuentros hubo… digamos: una disonancia. Es mejor que pasemos la noche aquí y mañana continuemos viaje. Y más ahora, que Arturo tiene ya bastantes preocupaciones.
– ¿Preocupaciones?
– Mordred -respondió Uther.
Dulac se asustó.
– ¿Lo sabéis?
– Ha estado esta mañana en Camelot -confirmó Uther-. Aunque no nos hayas explicado nada de eso… Lo que, por otra parte, respeto en ti. Saber guardar silencio es una gran virtud.
– ¿Quién os lo ha dicho? -preguntó Dulac.
Uther se rió.
– No es ningún secreto que los pictos van camino del sur -contestó-. Creo que Arturo era el único que lo desconocía. Pero mientras Dagda siga cuidándole, no tengo que preocuparme por él.
– Sobre todo si Mordred y su ejército aceptasen una invitación a comer en el castillo -comentó Dulac.
Uther se rió.
– Eso es cierto. Y una buena manera de acabar, según creo. Se ha hecho tarde. Voy a retirarme.
– Por supuesto, señor -Dulac se levantó de un salto y Uther frunció el ceño.
– ¿Qué pretendes?
– Bueno, habéis dicho que…
– Yo iba a retirarme -le cortó Uther-. No que tú tengas que marcharte -señaló a Ginebra-, Hasta ahora sólo hemos hablado nosotros, pero estoy seguro de que Ginebra tiene mil preguntas para ti. Admira profundamente a Arturo, ¿lo sabías?
– ¿Vos… vos me vais a dejar con vuestra mujer a solas? -preguntó Dulac incrédulo.
Uther rió en voz baja.
– Eres un hombre de honor… ¿o? Y no tienes que menospreciar a Ginebra. Es muy joven, cierto, pero está en posición de defender su virtud. Quedaos un rato a conversar tranquilamente.
Se marchó. Y aún hubo más: para mayor desconcierto de Dulac, abandonaron la estancia no sólo los dos criados, sino también ambos soldados. Ginebra y él se quedaron a solas.
– Creía que no se iba a cansar nunca -suspiró Ginebra-. Uther es encantador, pero cuando empieza a hablar no hay manera de que termine.
En realidad, había sido Dulac el que había hablado mientras Uther escuchaba.
– Yo… yo no acabo de comprender, señora -tartamudeó el joven.
– ¿Señora? -Ginebra arrugó la frente-. Para de decir sandeces.
– ¡Pero vos sois una reina! -protestó Dulac.
– Porque mi marido es un rey, sí -suspiró Ginebra-. Pero puedes estar tranquilo. Uther es un rey, pero de los poco importantes.
– De todas formas, vos sois su mujer -perseveró Dulac. Cada vez se sentía menos a gusto. Por mucho que hubiera deseado volver a ver a Ginebra, lo cierto es que ahora su máxima felicidad habría sido desaparecer de allí cuanto antes.
– Eso es verdad -dijo Ginebra-. Pero no como tú piensas.
– No entiendo a qué os referís -confesó Dulac.
Se abrió la puerta y Tander asomó la cabeza.
– ¿Todo bien, señora?
– Por supuesto -respondió Ginebra.
– Pensaba que… como el rey Uther acaba de marcharse y…
– Todavía no estoy cansada -le interrumpió ella-. Vamos a quedarnos un rato más a conversar. Pero te agradezco las atenciones, si necesito algo ya te llamaré.
– De acuerdo, señora, Como mandéis -Tander fue andando hacia atrás con la cabeza gacha y salió cerrando la puerta. Aunque Dulac no pudo ver su cara, sintió con toda plenitud la ira de sus ojos. Ginebra le miro sacudiendo la cabeza.
– Un hombre peculiar -dijo-. ¿Te trata bien?
– Siempre dice que me trata como a su propio hijo -respondió Dulac con diplomacia-. Y es cierto.
– Oh -dijo Ginebra-. Entiendo. Entonces, no es tu padre.
– No conozco a mis padres -indicó Dulac-. Seguramente están muertos. Arturo me encontró de pequeño en el bosque y me trajo aquí.
– Entiendo -repitió Ginebra y se quedó mirando hacia la puerta como si intuyera que Tander estaba al otro lado con la oreja apoyada a la madera. De pronto, se levantó con un movimiento rápido-. Tu perro está intranquilo -dijo-. Vamos afuera con él, antes de que ocurra algo malo.
Lobo no necesitaba salir. Movía la cola junto a Ginebra, mientras miraba su plato con avidez a pesar de que Dulac estimaba que acababa de zamparse su propio peso en carne asada. Por fin comprendió. Ginebra sospechaba que estaban espiándoles y quería salir para hablar sin ser molestados. Asintió con la cabeza y se levantó, pero no tenía la conciencia tranquila. No obstante su aparente liberalismo, Uther era un rey y Ginebra su esposa. Una reina.