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– ¿Qué tengo que hacer? -preguntó en lugar de enzarzarse en una discusión que no conducía a nada.

Tander lo taladró con una mirada de enfado, pero por unos instantes pareció pensar seriamente en aquella pregunta. Mientras lo hacía, Dulac pasó por delante de él y fue hacia la habitación de al lado. No la reconoció. Lo único que estaba igual era la chimenea en la pared de enfrente. Seguramente Tander también la habría tirado abajo si no hubiera estado fuertemente empotrada en la pared. Sin embargo, el cuarto que había sido de Dagda se encontraba ahora atestado de cachivaches y provisiones en una tremenda confusión. Dulac estaba turbado.

– ¿Dónde… dónde están las cosas de Dagda? -preguntó tartamudeando.

– ¡No sabía que podían interesarte! -refunfuñó Tander-. Cuando tuve que recoger todo aquel galimatías con mis propias manos, no te preocupaste. No sé qué tienes ahora que…

– ¡Los libros de Dagda! -le quitó la palabra Dulac, mientras se daba la vuelta y miraba a Tander con unos ojos tan refulgentes, que el hombre retrocedió instintivamente un paso levantando las manos, como si tuviera de pronto miedo de que el chico le pegara-. ¡Sus notas! ¡Todas sus cosas! ¿Qué hiciste con ellas?

– Arturo… lo mandó retirar casi todo -respondió rápidamente-. Los libros y los rollos de papel. Lo que quedó lo tiré yo mismo. Sólo eran cacharros viejos que ya nadie quería.

– ¿Tirado?

Jamás. Seguro que lo había vendido, por lo menos todo lo que pudiera reportarle algo de dinero, y lo demás lo tendría escondido en algún lugar.

– Claro -aseguró Tander. Su cara ardía de rabia-. ¿A ti qué te importa, granuja? Te pasas semanas dando vueltas por ahí, y en cuanto regresas ¡te comportas como si fueras el mismo rey! ¡Creo que ha llegado el momento de recordarte las buenas maneras!

Levantó el brazo para demostrar que la amenaza iba en serio y darle un golpe, pero entonces sucedió algo muy extraño: Dulac se lo quedó mirando, muy tranquilo, sin temor y también sin odio. Y Tander paró a mitad movimiento. Por espacio de un momento, mantuvo la vista fija en el joven, luego dejó caer el brazo y dio un paso hacia atrás, ya sin fuerzas para continuar con los ojos clavados en el chico.

– De momento no tengo nada que puedas hacer aquí -dijo-. Desaparece. Ve a la posada, allí hay trabajo suficiente. Wander te dirá lo que puedes hacer.

– El rey Arturo ha dicho…

– ¡Sé lo que ha dicho el rey Arturo! -le cortó Tander con ira-. Mañana ya te habré encontrado un trabajo, pero ahora márchate. Tengo cosas que hacer.

Dulac imaginó que quería borrar las últimas huellas de sus pillajes. Podría haberse negado y quedarse allí sin más, haciendo prevalecer el mandato de Arturo, seguro que lo habría conseguido. Pero sólo habría logrado que Tander desconfiara más.

Se fue sin decir una palabra.

La posada era uno de los pocos edificios de la ciudad que no habían sufrido daños durante el terremoto. Tander y sus hijos habían dedicado las últimas semanas a reparar los rastros de la incursión de los pictos. Wander se mostró muy asombrado de volver a ver a Dulac; pero, por el contrario que su padre, lo asaetó a preguntas sobre lo que había hecho y dónde había estado.

Dulac respondió como pudo y, tras un rato, Wander comprendió que no tenía ganas de hablar de aquella temporada y le encomendó un trabajo. En realidad, sólo era un quehacer. No tuvo que trabajar tanto como si hubiera estado el propio Tander allí, y antes de que empezara a anochecer el hijo del posadero le comunicó que ya había sido bastante por aquel día y que podía ir a comer algo.

Dulac había pasado la tarde limpiando las alcobas del piso de arriba, acondicionándolas para los clientes que pudieran llegar, y se quedó muy asombrado cuando vio que Wander había servido la cena en la mesa grande de la posada, en lugar de en la cocina, como acostumbraba. Se sentó, pero miró dubitativo a Wander antes de atreverse a extender el brazo para coger la sopera. Era una sopa espesa, muy caliente, con mucha verdura y grandes trozos de carne, una exquisitez que pocas veces se permitían cuando era Tander el que imponía las órdenes en la cocina.

– ¿Y si vienen clientes? -preguntó, indicando la puerta con la cabeza.

– Hay otras muchas mesas vacías -respondió Wander lapidario. Rompió un pedazo de pan, lo mojó en la sopa, luego se lo metió en la boca y continuó hablando con ella llena-. Además, no van a venir.

– ¿Por qué no van a venir? ¿Está cerrada la posada?

– No -respondió Wander-. Pero ya no viene nadie. El último huésped apareció por aquí hace tres semanas -sacudió los hombros-. Has visto la ciudad. Las personas tienen mejores

cosas que hacer que venir a esta posada. Y desde que los bárbaros rodean Camelot, no viene gente de fuera.

Dulac dejó caer el pan.

– ¿Desde que… los bárbaros nos rodean? -repitió-. La mayor parte del tiempo me he escondido en los bosques…

– Tendrías que haberte tropezado con ellos -dijo Wander- porque los bosques están infestados de pictos. Dicen que Mordred está movilizando un ejército para atacar Camelot.

– ¿Y Arturo no va a hacer nada en contra?

– ¿Qué puede hacer? -preguntó Wander-. Ha mandado patrullas y, por su parte, está formando un ejército también. Sus caballeros están adiestrando a una tropa de quinientos o seiscientos hombres, Sander es uno de ellos. Pero eso es todo lo que Camelot puede permitirse en cuestión de armamento.

Sus palabras asustaron a Dulac más de lo que quiso aparentar. ¿Un ejército? Camelot nunca había necesitado un ejército. Hasta aquel momento, Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda era lo único de lo que disponían para protegerse.

– ¿Entonces va a haber una guerra? -preguntó en un tono muy bajo.

– Eso parece -respondió Wander con dureza-. Arturo asegura, siempre que tiene oportunidad, que Mordred no será tan estúpido como para atacar Camelot, pero en realidad no se lo cree ni él mismo.

– Eso no encaja con el Arturo que yo conozco -murmuró Dulac.

Arturo se ha transformado desde que Lancelot ya no está aquí -confirmó Wander-. Siente remordimientos.

– ¿Por qué?

En vez de responder, Wander hizo un gesto de renuncia con la mano.

– No quiero contribuir al cotilleo de la corte -dijo-. Yo no estaba allí. ¿Por que no se lo preguntas a el?

Dulac se inclinó sobre su plato. Había enfadado a Wander, aunque no sabía muy bien por qué. Comieron en silencio durante un rato, luego Dulac cambió de tema.

– Si no vienen más huéspedes, ¿de qué vivís?

– El rey paga bien -respondió Wander.

«Y lo que no paga, lo roba Tander», pensó Dulac. Pero, por supuesto, no lo dijo en voz alta. Wander lo sabía de sobra. Cambió de tema de nuevo.

– ¿Qué se dice de la próxima boda?

Wander saboreó el caldo con pan y sacudió los hombros.

– Se celebrará sin duda, pero, si me lo preguntas, no me parece un momento adecuado. El pueblo no tiene ganas de grandes celebraciones estando como están las hordas de Mordred con la antorcha encendida a punto de tirarla sobre nuestro tejado.

– Tal vez no haya guerra -dijo Dulac, pero esas palabras no convencieron ni a sus propios oídos.

Wander no se tomó ni la molestia de contestarlas. Siguió sorbiendo la sopa y, por fin, empujó el plato medio vacío hacia atrás mientras decía:

– Sí, quizás.

¿Por qué Arturo no hacía nada? Dulac meditó sobre todo lo que acababa de oír, pero cada vez le veía menos sentido. El Arturo que él conocía no se habría limitado a cruzarse de brazos esperando que los pictos atacaran. Habría organizado un plan, algo. Y ese algo no se habría reducido a formar a unos cientos de hombres, que no tendrían la menor posibilidad en una guerra abierta.