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Detrás de él, Lobo gimoteó despacio. Dulac giró la cabeza y vio que el perrillo saltaba alrededor del tonel de agua que estaba al otro lado de la puerta. Tenía sed.

– Espera -dijo-. Te daré agua.

Cogió sin mirar un vaso del carro y fue hacia donde estaba el animal. El terrier dejó de saltar alrededor de la cuba, que le llegaba a Dulac sólo hasta la cintura, a pesar de que era cinco veces mayor que el perrillo, y miró a su amo agitando la cola.

– Ahora mismo te doy agua- le aseguró Dulac. Sólo cuando iba a meter el recipiente en la cuba para llenarlo, se dio cuenta de lo que había cogido: era la copa negra que durante años había permanecido en la alacena de la cocina, el mismo viejo cáliz con el que Sir Lioness había dado de beber a los caballeros en la misa antes de la batalla. Entonces ya se sorprendió de que hubiera elegido un cáliz así, que no era digno de un rey. Vaciló un momento y, pensativo, le dio vueltas entre sus manos. Incluso bajo aquella luz débil lo veía gastado y poco aparente; realmente no podía entender que Tander se hubiera tomado la molestia de robarlo. Seguramente había arramblado con todo lo que había caído en sus manos, sin mirarlo si quiera.

Pero de pronto le llamo la atención el peso de la copa. Le dio la vuelta y la acercó a una de las zonas iluminadas por los rayos de luz que entraban por las rendijas del techo y de las paredes, y arañó su superficie con la uña del pulgar. Bajo la capa de suciedad negra y pegajosa brillaba el metal. Plata, quizás oro. Y cuando miró con más detenimiento, descubrió dibujos grabados y unos bultos regularmente repartidos en el borde del recipiente; con toda probabilidad, la suciedad ocultaba una serie de piedras preciosas. No se trataba de una vieja copa gastada, sino, quizá, de la pieza más valiosa de todo lo que había en el carro.

Dudó un momento más, sin saber si emplearlo para lo que se había propuesto. Pero luego se dijo que Arturo no tendría nada en contra… porque ni lo sabía ni se enteraría nunca. Llenó el cáliz con agua del tonel, lo puso en el suelo y observó cómo Lobo sorbía con ganas.

La visión le produjo sed a él también. Esperó a que Lobo hubiera acabado, levantó el recipiente, tiró el resto del agua, e iba a servirse agua fresca cuando Lobo, de repente, emitió un gruñido profundo y amenazador mientras miraba hacia la puerta con las orejas tiesas.

Dulac se quedó quieto unos segundos, escuchando. No oyó nada, pero los sentidos del perro eran mucho más fuertes que los suyos. Si Lobo husmeaba algo allí fuera, es que aparecería antes o después.

Se dirigió de nuevo al carro y colocó la copa en su sitio, y en ese momento oyó un ruido: pasos, que se aproximaban deprisa hacia la puerta; luego, voces irreconocibles y el sonido de una llave en el candado.

Dulac se sintió presa del pánico. Alguien iba a entrar en el granero y el joven comprendió que tenía apenas unos segundos para esconderse. El problema es que allí no había prácticamente sitios donde hacerlo. Y no le iba a dar tiempo de subir por la escalera y llegar al sobrado. Oyó cómo saltaba el candado y alguien descorría el cerrojo.

Con toda celeridad puso el toldo tal como estaba y se ocultó en el único escondite que había -aunque ese nombre le iba un poco grande-: justo debajo del carro. En ese mismo instante se abrió la puerta y dos personas penetraron en el granero. La luz roja de una antorcha barrió la oscuridad, pero también resucitó a las sombras. Dulac se apretó contra el suelo y contuvo la respiración, pero sabía que aquello no le iba a proteger si uno de ellos miraba en su dirección.

No lo hicieron, pero se movieron al lado del carro. Dulac sólo pudo ver sus zapatos y los bordes de sus pantalones, pero estuvo seguro de que uno de los dos era el hijo de Tander. Sólo un instante después lo confirmó al oír la voz de Wander:

– Esto tiene que desaparecer antes de mañana por la tarde.

Alguien soltó un gemido y Dulac frunció el ceño cuando oyó responder a la voz de Evan:

– ¿Todos estos cacharros? ¡Es del todo imposible!

Quitaron la lona. Sonidos metálicos.

– Necesitaremos una semana para sacar todo esto de la ciudad sin que nadie se dé cuenta.

– Pero no tenéis tanto tiempo -respondió Wander irritado-. Estos cachivaches tienen que estar fuera mañana. Podría hacerlo solo, pero entonces más vale que no contéis con vuestra parte.

– ¡Alto ahí! -protestó Evan-. Nosotros hemos hecho todo el trabajo y ahora…

– … os rajáis en el momento definitivo -acabó la frase Wander, y al mover indignado la antorcha que llevaba en la mano, la luz parpadeó y las sombras empezaron a danzar renovadas-. No digo que sea así. Pero conoces a mi padre. Seguro que lo verá desde ese prisma.

Evan resopló.

– Tu padre es…

– … mi padre -le interrumpió Wander-. Así que piénsate bien lo que vas a decir.

Durante unos segundos, se hizo el silencio, mientras Evan, intranquilo, cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro.

– No entiendo a qué viene tanta prisa -dijo finalmente, pero en un tono más quisquilloso que enojado-. Estas cosas hace semanas que están aquí. ¿Por qué tenemos que correr tanto ahora?

– Porque Dulac ha vuelto.

– ¿Dulac? -se asombró Evan.

– Dulac -confirmó Wander-, sí. Imagínate, mi querido hermanastro está aquí otra vez. Y, por supuesto, se ha convertido otra vez en el niño bonito de Arturo. ¿Te imaginas lo que puede pasar si le cuenta al rey que echa de menos esto o aquello del castillo, y Arturo viene aquí y se lo encuentra en este carro?

– Os colgaría a todos -dijo Evan.

– Falso -le corrigió Wander-. No sólo a nosotros, también a ti y a tus amigos. ¿Ves como es mejor que pienses algo?

De nuevo sonaron ruidos metálicos y Dulac percibió ciertos movimientos por el rabillo del ojo. Su corazón pegó un brinco cuando reconoció a Lobo. El perrillo estaba a su lado con las orejas tiesas y enseñando los dientes. Gruñía tan bajo que Dulac casi no podía escucharlo, pero no pasaría mucho tiempo antes de que estallara en salvajes ladridos.

– Silencio -susurró Dulac-. ¡Lobo, por el amor de Dios, cállate!

Normalmente ése era el mejor método para que Lobo se pusiera a ladrar como un loco, pero sucedió el milagro: en lugar de ladrar, Lobo siguió con sus gruñidos de enfado, pero tan apagados que Wander y Evan no los oirían.

Por lo menos, eso esperaba Dulac…

Durante un buen rato reinó el silencio, sólo interrumpido por los ocasionales tintineos que provocaban Wander y Evan trasteando entre la carga del carro.

Luego, Evan preguntó:

– ¿Dónde ha estado todo este tiempo?

– No lo sé -contestó Wander en tono de disgusto-. Y si fuera por mí, no habría regresado.

– ¡Entonces, échale sin más!

– ¡Como si fuera tan fácil! -Wander resopló enfadado. Algo rechinó y el corazón de Dulac latió con fuerza cuando vio que la copa con la que había dado de beber a Lobo caía del carro y rodaba hasta él. Wander renegó, se agachó y palpó el suelo intentando dar con el cáliz, mientras decía:

– Sigue estando bajo la protección de Arturo. Nadie entiende por qué, pero es así.

Dulac contuvo la respiración al ver que la mano de Wander no conseguía dar con la copa, pero se acercaba peligrosamente a Lobo. El terrier mostró los dientes y sus gruñidos se hicieron un poco más altos.

– Tal vez tengamos suerte y desaparezca otra vez -dijo Wander-. ¿Dónde está la maldita…? ¡Ah… aquí la tenemos!

Su mano asió el borde de la copa y Dulac respiró tranquilo cuando vio que el chico se levantaba sin mirar ni por un momento debajo del carro.

– En todo caso, lo que tiene que desaparecer son estos chismes -añadió Wander-. Esta noche lo he alojado en una de las habitaciones de los huéspedes, pero es curioso como un gato. Así que habla con tus amigos.