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– Lo haré -aceptó Evan de malos modos.

– Y otra cosa -dijo Wander-. Mi padre sabe exactamente todo lo que hay en el carro.

– Me apuesto lo que sea a que es así -respondió Evan.

Dulac pudo oír cómo ponían la lona en su sitio, se daban la vuelta y se marchaban. Una vez que habían cerrado la puerta y echado el candado, el joven oyó cómo fuera sus voces se alejaban. No comprendió lo que decían, pero no parecía Lina conversación muy amistosa que digamos. Dulac cogió aire, pero tardó todavía unos minutos antes de atreverse a salir de debajo del carro y levantarse despacio. ¡Le había faltado muy poco! No quería ni imaginarse lo que aquellos dos habrían hecho con él si lo hubieran descubierto.

Esperó un rato más, antes de abandonar el granero para ir a la habitación que Wander le había ofrecido.

Aquella noche no pudo dormir mucho. La cama era blanda y cómoda, sí, pero demasiadas ideas rondaban por su cabeza como para poder conciliar el sueño. Bastante después de la medianoche, cayó en un sueño ligero, del que se despertó sobresaltado en más de una ocasión. Por fin, una hora antes de la salida del sol, no pudo más y se sentó en la cama.

La casa estaba en silencio. La frialdad de la noche que entraba por la ventana abierta le hizo temblar bajo la manta. Todavía se sentía agotado. Le escocían los ojos y los párpados le pesaban como si fueran de plomo. De todas maneras, no se tumbó de nuevo, sino que apartó la manta y se levantó. Aún era demasiado pronto para ir al castillo. Si la vida no había cambiado radicalmente, Arturo y sus caballeros llevarían tan sólo unas horas en la cama. El rey no se pondría muy contento si le despertaba ahora. Pero no tenía mucho tiempo. Dentro de dos o tres horas como mucho, Tander lo aguardaba en Camelot y, con toda probabilidad, no le quitaría el ojo de encima en todo el día. Y Arturo olvidaría su enfado por haberle arrancado tan pronto del sueño en cuanto Dulac lo acompañara al granero. Al fin y al cabo, él mismo le había encargado que vigilara los movimientos de Tander.

Se vistió las calzas y la camisa, cogió las botas y bajó descalzo por las escaleras. Sólo cuando hubo abandonado la posada, cerrando silenciosamente la puerta tras de sí, se sentó en el último escalón y se puso las botas.

Una sombra pequeña y peluda salió de la oscuridad y lo miro con los ojos brillantes y agitando la cola. Dulac sonrió a Lobo y, con la mano izquierda, le rascó entre las orejas mientras con la otra intentaba subirse las botas demasiado estrechas. Lobo había desaparecido cuando él abandonó el granero, pero eso no le sorprendió. Lobo no entraba en la casa, porque a Tander no le gustaba y, en cuanto lo veía, comenzaba a darle patadas; pero, sobre todo, porque allí se encontraba tan incómodo como el propio Dulac. Aunque el joven no solía dormir en una cama tan blanda como la de la noche pasada, se sentía muy contento de estar al aire libre. El pertenecía allí, y no a aquel cuarto con su cómoda cama, y sabía que a Lobo le sucedía lo mismo. Seguramente el perrillo no había comprendido que él fuera a pernoctar en la posada, y lo había estado esperando afuera durante toda la noche.

Para su asombro, Lobo no se quedó mendigando sus caricias hasta lograr que Dulac acabara con la mano paralizada de cansancio. En lugar de eso, un instante después, dio unos pasos hacia atrás y emitió un sonido que Dulac nunca le había escuchado: una extraña mezcla entre gruñido, lloriqueo y ladrido sordo, que obligó al joven a volver la cabeza, desconcertado, y mirar en su dirección.

Lobo ya no agitaba la cola. Enseñando los dientes, miraba a la oscuridad del otro lado de la calle.

Allí se movía algo. Dulac clavó sus ojos en esa dirección y descubrió una sombra que se acercaba, luego una segunda y una tercera…

Reconoció a los tres chuchos antes de que salieran de la negritud y empezaran a cruzar la calle. Frunció el ceño, enfadado. ¡Sólo le faltaban esos tres!

– Lobo -dijo a media voz-, ¡desaparece! Escóndete en algún sitio. Voy a tratar de retenerlos.

El perro no se movió; regañó y soltó un gruñido, no muy alto, pero tan profundo y amenazante que dejó muy claro que no le importaba en absoluto enfrentarse a uno de aquellos granujas.

Dulac se puso en pie, hizo un gesto de enojo en dirección al perro y se giró hacia los tres perros. No tenía miedo de ellos, pero eran lo bastante fuertes para darle problemas y, en ese momento, podría soportar cualquier cosa menos una avalancha de ladridos y aullidos justo bajo la ventana del dormitorio de Tander.

Los tres animales ya habían cruzado media calle y se aproximaban al mismo tiempo que iban distanciándose uno del otro para impedir a su víctima cualquier posibilidad de huida. Era la misma estrategia que solían emplear Evan, Stan y Mike para acorralarle a él. Los perros venían en son de pelea como también habían hecho sus amos.

Y también recibieron la misma desagradable sorpresa.

Dulac oyó un aullido de furia, se dio la vuelta, sobrecogido, y abrió los ojos como platos cuando vio que Lobo no había salido huyendo, sino que se disponía a embestir a sus tres enemigos enseñando los dientes y gruñendo belicoso. Por un momento los tres chuchos parecieron trastornados, pero rápidamente se echaron sobre el terrier con una andanada de ladridos. Dulac se quedó parado de la impresión; sin embargo, enseguida corrió en ayuda de Lobo.

Pero no fue necesario. Dulac dio dos, tres pasos, y se quedó quieto de nuevo para observar la escena.

Cada uno de los tres perros no sólo era cinco veces más grande que Lobo, sino por lo menos diez veces más fuerte. En un momento habrían tenido que despedazar al perrillo… pero ocurrió exactamente lo contrario.

Lobo corría enfurecido de un perro a otro. Se movía tan veloz que se había transformado en una sombra borrosa. Los tres perros intentaban clavarle su poderosa dentadura, pero no tenían la menor oportunidad de atinar. Por el contrario, Lobo siempre alcanzaba la meta que se proponía. Ya tras los primeros segundos, uno de los perros soltó un gañido estridente, se tambaleó hacia un lado y se cayó dos o tres veces mientras se alejaba de allí. Tenía la pata delantera izquierda desgarrada.

Por encima de Dulac se abrió el postigo de una ventana y sonó la voz airada de Tander:

– ¿A qué viene este condenado ruido? ¡Callaos de una vez, perros inmundos, o saco el látigo ahora mismo!

Los perros no le hicieron el menor caso. Los aullidos, ladridos y gruñidos de los combativos animales crecieron en volumen y Dulac se dio prisa en echarse hacia atrás para que Tander no le viera. La pelea estaba tomando tintes cada vez peores. El joven no podía ver más allá de un ovillo de cuerpos peludos entrelazados, pero su pequeño terrier le estaba demostrando que era muy capaz de defenderse por sí mismo. En todo caso, más valdría que se preocupara por los otros dos perros.

– ¡Esperad, bichos sarnosos! -gruñó Tander enfadado-. ¡Os voy a despellejar vivos!

Cerró con tanta fuerza las contraventanas que todo el marco crujió, y Dulac corrió dos o tres pasos más hacia atrás. Sería mucho mejor que Tander no lo viera. Miró a los perros un último momento, y luego se giró y salió huyendo de allí. Utilizó las sombras de las casas para cubrirse y, aunque corría muy deprisa, sus piernas no hacían el más mínimo sonido. Sólo cuando dejó toda la extensión de la calle atrás, se paró y miró hacia allí. Seguía siendo muy de noche y el cielo estaba lleno de nubes, de tal modo que ni la luna ni las estrellas iluminaban lo más mínimo. No pudo ver ni a Tander ni a los perros, pero oía sus lamentos todavía con más claridad: los ladridos iracundos se habían transformado en agudos gañidos, y Tander chillaba como una tendera del mercado a quien le hubieran robado su mejor repollo delante de sus propias narices. Pero pronto sus chillidos se convirtieron en aullidos de dolor. Por lo que parecía, se había acercado excesivamente a los perros.