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Desde que había dejado el bosque, Dulac se sentía como en una pesadilla, una de las más desagradables, ésas en las que se sabe que se está soñando, aunque la seguridad de que se trata de una escenografía apocalíptica no le resta ni un ápice de su horror. Había oído cosas tan monstruosas que una parte de sí mismo se negaba a creerlas. Cumplió con las tareas que le impuso Tander sin darse cuenta de lo que hacía.

Las campanas de la pequeña capilla tocaban anunciando la oración del mediodía cuando llegó Evan. Arrodillado, Dulac cepillaba el suelo con un cepillo basto, sus dedos tenían sangre pegada, pues no era aquél un trabajo que acostumbrara a hacer. Además, le dolían tanto los músculos de la espalda y de la nuca que creía que iba a quedarse allí clavado, sin posibilidad de moverse.

– Tienes que lavarte -murmuró Evan-. Y date prisa.

– ¿Lavarme? -Dulac se miró las manos. Bajo algunas de las uñas asomaba la sangre, pero su piel estaba brillante tras horas en contacto con el agua, las tenía más limpias que nunca-. ¿Para qué?

Evan metió las manos en los bolsillos, sacudió los hombros y se acercó con paso cansino.

– ¿Cómo voy a saberlo? -preguntó-. A lo mejor Tander no quiere que te presentes así de sucio ante el rey. Aunque no creo que lo vaya a notar. Hoy se ha ido muy tarde a dormir. Tras la salida del sol, imagínate.

Dulac se tragó el rudo comentario que tenía en la punta de la lengua: que no era asunto suyo la hora en la que el rey se iba a la cama. Pero, realmente, tenía otras cosas en la cabeza más importantes que pelearse con Evan. Con un sintomático movimiento de los hombros, tiró el cepillo dentro del cubo, apoyó las manos en los muslos y se impulsó con algo de esfuerzo hacia arriba. Evan lo miró con desagrado, encogió los hombros y volcó el cubo de una patada.

– ¡Vaya! -sonrió-. Lo siento mucho. Me temo que a Tander no le va a gustar. Pero, después, lo puedes recoger.

Dulac tendría que haberse puesto hecho una furia, pero no fue así. Sólo miró el charco de agua sucia, que crecía sobre las losas de piedra que acababa de fregar. Luego fijó la vista en Evan y le preguntó:

– ¿Por qué lo has lecho?

– ¿Hecho? Ha sido sin querer -aseguró Evan sin disimular la insolente mueca de su cara.

Dulac sacudió los hombros y pretendió marcharse, ignorándole por completo; pero el otro le cortó el paso.

– Pero, suponiendo que hubiera sido a propósito, ¿qué harías entonces? ¿Pegarme otra vez? ¿Romperme la nariz o unas cuantas costillas? ¿O arrancarme media pierna como ha hecho tu chucho con mi perro?

– ¿Mi chucho? ¿Lobo? -Dulac recordó de pronto lo ocurrido aquella madrugada. Tras haber asistido a la conversación entre Arturo y Morgana, había olvidado por completo la riña de los perros.

– ¡Sí, tu maldito chucho! -confirmó Evan. La sonrisa había desaparecido de su boca. Sus ojos brillaban de odio-. ¡Le ha mordido la garganta a Sparky, y Buster y Holly están más muertos que vivos! ¡Has hechizado a ese condenado animal!

– Estás loco -dijo Dulac desconcertado e intentó de nuevo pasar por su lado para salir, pero él se lo impidió otra vez.

– ¿Qué quieres? -preguntó Dulac-. ¡Déjame pasar!

– No entiendo qué demonios sucede contigo -aseguró Evan-. Primero nos pegas a todos, y luego tu perro despedaza a los nuestros. ¡Es cosa de brujería! Te has aliado con el diablo, ¿tengo razón?

– Si fuera así -respondió Dulac-, sería muy temerario por tu parte hablarme de ese modo.

Evan se rió, pero sin ninguna convicción. Sus ojos tenían un punto de miedo, que logró dominar con mucho esfuerzo.

– No te vayas muy lejos -dijo-. Aunque estés bajo la protección de Arturo, será mejor que no te confíes tanto.

– ¿Quién dice que lo haga? -Dulac levantó el brazo y empujó a Evan hacia un lado. Por un momento pareció que éste iba a enfrentársele y el joven se preguntó qué haría si no aceptaba dejarle marchar. Pero, enseguida, pudo sentir que la resistencia de Evan se quebraba y ganaba el miedo. El chico se apartó de mala gana, Dulac lo rebasó ligero y subió corriendo por la escalera.

Se sentía aliviado de que Evan al final hubiera cedido. Dulac no le tenía miedo. Sabía que era mucho más fuerte que Evan y, por eso, habría sufrido si se hubiera visto obligado a luchar con él. No quería más peleas, ni siquiera con él. Había intervenido en tantas batallas que estaba firmemente convencido de que en ninguna había un verdadero vencedor, sólo perdedores. Seguramente ni siquiera sería necesario pegar a Evan para lograr humillarlo. Pero no quería provocar más miedos.

Abandonó el sótano, torció a la derecha y subió hacia la zona principal. Sin parar ni un segundo, cruzó el vestíbulo, corrió arriba y llegó al salón del trono. Habría llamado a la puerta, pero no fue necesario: ésta estaba abierta y Arturo se encontraba solo. No estaba sentado en su sirio acostumbrado de la Tabla Redonda, sino en el robusto sillón frente a la chimenea. Aunque hacía calor, había encendido un fuego y permanecía envuelto en la misma capa de la mañana. Dulac tuvo que echar una sola mirada a su cara para darse cuenta de que Evan se había equivocado. Arturo no se había ido a dormir ya de mañana; en realidad, todavía no lo había hecho. En su rostro había vestigios de un gran cansancio, y no era únicamente un cansancio físico.

Cuando Dulac entró, el rey dio un respingo y lo estuvo mirando durante un rato, como si no supiera quién era el que se hallaba ante él. Luego, una sonrisa apagada se dibujó en su cara.

– Ah, Dulac -dijo.

– Mylord -Dulac bajó la cabeza en señal de respeto. Durante unos segundos reinó el silencio. Como el rey no dio muestras de seguir hablando, el joven añadió-: ¿Me habéis hecho llamar?

– Sí, lo he hecho -Arturo levantó la mano y le hizo una indicación de que se aproximara. Fue un gesto abatido, el propio de un anciano al que le cuesta mucho levantar el brazo. Por primera vez, Dulac se preguntó cuántos años debía de tener el rey. Nadie lo sabía exactamente y nadie se lo había preguntado jamás. Su rostro era el de un hombre en esa edad incierta entre los cuarenta y los cincuenta. Llevaba el pelo un poco más largo de lo que aconsejaba la moda de la época y eso seguramente le hacía aparentar algo más joven de lo que en realidad era, y la mayor parte de las arrugas que bordeaban sus ojos eran a causa de la risa. Pero ya hacía mucho que le había visto reír por última vez.

Arturo tampoco siguió hablando y Dulac tomó de nuevo la palabra.

– Si se trata de Tander, señor… sé que os ha robado. Y también dónde tiene oculto su botín. Esta tarde quiere…

– Eso ahora no es tan importante -Arturo se sentó más derecho, pero seguía dando muestras de un gran cansancio-. Tengo un trabajo para ti. ¿Podrías encargarte?

– Sí -mintió Dulac.

– Bien -dijo Arturo-. Quisiera que recuperaras tus antiguas funciones.

– ¿Mi antiguo trabajo? -preguntó Dulac sorprendido-. Tander no va a alegrarse mucho -interiormente saltaba de júbilo. Las palabras de Arturo significaban, nada más y nada menos, que pasaría gran parte de su tiempo muy próximo a Arturo, y, por consiguiente, a Ginebra.

– ¿Tienes miedo de él? -preguntó el rey.

Dulac sacudió los hombros con indiferencia, pero Arturo lo tomó como una afirmación, porque frunció el ceño, enfadado.

– Deberás comunicarme enseguida si hace algo que dificulte tu trabajo -dijo-. Y si te pega, también debes decírmelo inmediatamente.