Ya estaba, lo había dicho. Dulac se dobló del horror al comprender que, con aquella media docena de palabras, tal vez lo había estropeado todo. Pero, al mismo tiempo, se sentía inmensamente reconfortado.
Para su asombro, Ginebra no reaccionó ni con enfado ni tan siquiera con sorpresa, que habría sido lo mínimo ante la monstruosidad que acababa de sugerir. Durante largo tiempo -minutos que se prolongaron una eternidad- lo miró en silencio y sus ojos se cubrieron con una expresión de tanto dolor, que el corazón de Dulac se contrajo todavía más.
– Pero tengo que hacerlo, Dulac -murmuró ella finalmente. En sus ojos se vislumbraban las lágrimas.
– ¿Por qué? -intentó entender Dulac-. ¡No puede obligarte!
Por un instante, Ginebra lo miró desconcertada.
– ¿Tú… tú crees que él me ha…? -negó con la cabeza y pareció muy desvalida. Luego suspiró profundamente, dio un paso hacia atrás subiendo de nuevo un escalón, se sentó sobre la piedra pulida y con un gesto de la mano le invitó a acomodarse a su lado.
A Dulac le costó acceder a su invitación. La naturaleza de su gesto denotaba una familiaridad que él ya no quería. Había sido un error aceptar el ofrecimiento de amistad que ella le había hecho. Por muy amable que hubiera sido por su parte, no podía soportar ser simplemente su amigo. ¿Por qué le torturaba tanto? ¿No había nada más en ella que excediera a la simple simpatía?
Sin embargo, unos segundo más tarde obedeció y se sentó en el escalón; pero dejando un buen espacio entre los dos, más del que ella parecía haber esperado. Ginebra hizo un gesto de aflicción, pero no incidió más en el tema.
– Desgraciadamente no es tan sencillo como crees, Dulac -comenzó en un tono bajo y triste-. Arturo no me obliga a casarme con él. Ni siquiera me ha atosigado con su petición. Yo podría negarme si quisiera.
– Entonces ¡Hazlo! -dijo Dulac impulsivo. Dentro de él había una vocecilla que le susurraba que estaba hablando de más, pero la ignoró. Ya había empezado y ahora seguiría y le diría lo que tenía que decirle. En parte porque tenía muy claro que seguramente no iba a atreverse otra vez a hablar con ella tan abiertamente-. ¡Tú no le amas!
– ¿Amar? -Ginebra sonrió con tristeza-. ¿Quién lo sabe?
– ¡Yo! -afirmó Dulac-. Se te nota.
– «Amor» es una gran palabra, Dulac.
– ¡Es lo más importante que hay en la vida!
Ginebra asintió.
– Sí, lo es. Para ti, Dulac. Para tus amigos, para las personas de la ciudad y de todo el país… Y, sin embargo, hay cosas más importantes. Camelot tiene que continuar existiendo.
Ya lo había dicho una vez y lo entendió tan poco como entonces. Preguntó:
– ¿Casándote con un hombre al que no quieres?
– No soy la primera que hago algo así -contestó Ginebra. Tenía un aspecto muy triste. Parecía que sus palabras le habían hecho daño, pero no supo por qué-. Pero no es tan fácil como crees. Camelot no es… una ciudad cualquiera, Dulac, como tampoco Arturo es un rey cualquiera. Camelot es el aval para la paz en esta tierra. Si Camelot falta, volverán los tiempos de la barbarie oscura. No es sólo la espada de Arturo la que garantiza la paz y la libertad a las personas de esta parte del país, Dulac. Es el propio Arturo -hizo una pausa, como si le costara seguir hablando-. Pero Arturo no es inmortal, Dulac, igual que tú o que yo. Camelot necesita un heredero. En algún momento llegará el día en que Arturo no esté ya aquí, y entonces alguien tendrá que heredar el trono de Camelot. Alguien de su familia.
– Y tú…
– Yo soy la única que le puedo ofrecer un hijo de su sangre -le interrumpió Ginebra-. No pretendo que lo entiendas, Dulac. Es así. Créeme, sencillamente.
El joven reunió todo su valor.
– Pero, ¿no hay nadie que te haya robado el corazón?
Pasó un buen rato hasta que Ginebra contestó y, nuevamente, creyó ver lágrimas en sus ojos. Ella bajó la cabeza, clavó los ojos en la piedra pulida bajo sus pies y su voz se convirtió en un susurro.
– No -dijo-. Hubo… hubo alguien. Por un corto espacio de tiempo, pensé que, que… había alguien.
– ¿Y qué fue de él? -en la garganta de Dulac había ahora un nudo duro y amargo. En el sitio del corazón tenía un inmenso vacío.
– No está -respondió Ginebra-. Se marchó.
– Lancelot.
– Lancelot -confirmó ella-. Se parecía un poco a ti, ¿sabes? Creo que se marchó porque comprendió que, si se quedaba, traería la ruina a Camelot.
– ¿Lancelot? ¡Jamás! ¡Habría sacrificado su vida por Arturo!
Ginebra le miró y una sonrisa triste se dibujó en su boca.
– Tú también has oído hablar de él. Tienes razón. Tal vez sea el hombre más justo con el que me he encontrado. Demasiado justo para poder convivir con la mentira por la que Arturo y yo debemos inmolarnos. Por eso se marchó. Porque él también sabe que Camelot debe continuar existiendo.
– ¿Y si regresara?
– No lo hará -respondió Ginebra suspirando-. No transcurre ni un solo día en que no rece por que vuelva, y al mismo tiempo ruego a Dios que no ocurra eso. Sería el final de todos nosotros.
– Le prometió a Arturo ser vuestro padrino -dijo Dulac.
Ginebra lo observó desconcertada.
– Arturo me lo contó -dijo Dulac con celeridad, mientras se llamaba al orden. Debía tener más cuidado con lo que decía.
– Verdaderamente gozas de su confianza -comentó Ginebra, pero lo hizo titubeando y en un tono que no sonó muy convencido. Luego, sacudió la cabeza-. Pero no vendrá -se puso de pie y se alisó el vestido. Mientras Dulac se levantaba deprisa, ella se dio la vuelta y, cuando volvió a hablar, su voz había adquirido un timbre resuelto:
– Arturo y yo somos los últimos de nuestra estirpe y haremos lo que tenemos que hacer.
Transcurrió el día sin que Dulac se diera cuenta del paso del tiempo. La conversación con Ginebra había hecho tanta mella en él que se sentía incapaz de concentrarse en cualquier tarea, por muy sencilla que fuera, y no dejaba de cometer desaguisados aunque se tratara del trabajo más simple. A Tander le escocía la garganta de tanto gritar y Dulac no podía dejar de pensar en los tiempos en los que, incluso, llegaba a abofetearle… ¡como si pudiera haber algo que todavía le doliera!
A última hora de la tarde, preparó con Evan la mesa del salón del trono. Arturo le había encargado que lo hiciera solo, pero tenían que disponerla para más de cincuenta comensales y ésa era una tarea imposible para una sola persona. Incluso siendo dos, acabaron de colocar platos, copas y demás utensilios cuando ya se oían en el corredor las pesadas pisadas de los caballeros.
Arturo fué el primero que entró en el salón. Iba ataviado con una cota de mallas, una sobreveste blasonada y, sobre ellas, una capa de color rojo púrpura recamada con bordados en oro. Alrededor de su cintura, un cincho plateado, del que colgaba una vaina también de plata. La empuñadura ricamente labrada de Excalibur sobresalía de ella.
Al ver a Evan, el rey se paró de inmediato y frunció la frente ostensiblemente; pero luego fijó la vista sobre la enorme mesa dispuesta y Dulac pudo leer en sus ojos que se daba cuenta de la imposibilidad de acatar su mandato. Con un movimiento de cabeza casi imperceptible saludó a Dulac y, con pasos rápidos, se dirigió a su lugar habitual en la mesa. Mientras se sentaba y los demás caballeros penetraban en la estancia, hizo un gesto a Dulac para que se acercara.
– Trae el sillón del trono -ordenó a media voz, señalando con el dedo hacia su izquierda-. Aquí.
Dulac se quedó muy desconcertado -¿No era una de las leyes inamovibles de Arturo que él no podía tener en la Tabla ningún lugar especial, sino que debía ser siempre «igual entre los iguales»?-, pero se dirigió obediente hacia el pesado sillón frente a la chimenea.
No tenía la fuerza necesaria para moverlo. Lo intentó unas cuantas veces y, luego, miró a Evan, pero sólo recibió una mirada maliciosa por su parte.