– Todo va bien, chico -dijo sonriendo-. Es imposible que puedas hacerlo solo y así por lo menos seré útil. O, por lo menos, me engañaré a mí mismo.
– Pero… pero vuestra mano -tartamudeó Dulac.
– Ah, esto -Braiden se miró el muñón como si notara la falta de su mano por primera vez-. Fui torpe. Que te sirva de advertencia la próxima vez que trajines con un cuchillo en la cocina.
Dulac lo observó desolado. Las palabras de Sir Braiden no pretendían ser más que una broma, pero en el timbre de su voz había un dejo de amargura, del que seguramente ni siquiera era consciente. A Dulac le resultó difícil no demostrar sus verdaderos sentimientos. Conocía a Sir Braiden desde que podía recordar. El caballero de la Tabla Redonda había superado los daños físicos de la grave herida que le habían infligido en la batalla del cromlech. Pero algo dentro de él se había roto y nunca volvería a ser el de antes.
Dulac apartó de sí aquellos pensamientos y se concentró de nuevo en el trabajo. Como ayudante, Sir Braiden era más voluntarioso que capaz, de tal manera que Dulac tuvo serias dificultades tan sólo con intentar cumplir los deseos más imperiosos de los caballeros, pero de algún modo al final lo lograron. Si fio hubiera sido por la tensión que, como el presentimiento de una tormenta venidera, flotaba en el ambiente, todos habrían creído que se trataba casi de un día más en las reuniones de la tabla Redonda.
Aquel casi venía dado por la presencia de Ginebra. Por supuesto, Dulac cumplía cada uno de sus deseos e incluso intentaba hacerlo antes de que ella acabara de expresarlos. Pero, pese a eso, seguía estableciendo una gran distancia y hacía verdaderos esfuerzos para evitar su mirada. No habría soportado mirarla a la cara.
Por fin, Arturo carraspeó y reclamó la atención de la asamblea.
– Señores -empezó-, Sir Mordred.
Se hizo el silencio. Todos los caballeros miraban a Arturo con interés, salvo Mordred, que tomó su copa y bebió como si estuviera absolutamente concentrado en esa tarea.
Arturo dejó pasar la afrenta.
– Os he reunido hoy aquí para comunicaros algo -comenzó. Su mano izquierda se deslizó sobre la mesa y asió los delgados dedos de Ginebra. Ella no devolvió el gesto, pero Dulac pudo comprobar que tampoco lo rechazó.
– En las últimas semanas y meses -continuó Arturo- nos han ocurrido muchas cosas. Hemos luchado. Hemos perdidos a muy buenos amigos, pero también hemos ganado otros. La desgracia se ha cernido sobre Camelot y la sombra de la guerra pende sobre el país. Esto tiene que acabar.
– Escuchad, escuchad -dijo Mordred en son de burla. En los ojos de Sir Galahad brilló la rabia, pero Arturo le pidió tranquilidad con la mirada.
– Este es el motivo que me ha llevado a adoptar una decisión -siguió el rey imperturbable-. Sabéis que le pedí la mano a Lady Ginebra y que ella aceptó. Habíamos proyectado la boda para la fiesta del solsticio de verano, pero hemos acordado no esperar tanto -hizo una pausa para enfatizar sus palabras-. He enviado un emisario a York para pedirle al obispo que venga a Camelot con el fin de celebrar el enlace. Lady Ginebra Pendragon y yo nos casaremos el próximo domingo en la ermita junto al río.
Dulac se sobresaltó tanto que estuvo a punto de tirar al suelo la jarra de vino. ¿El próximo domingo? ¡Aquello era dentro de cuatro días! Su corazón latía a toda velocidad. ¡Imposible!, pensó. ¡Aquello no podía, no debía ocurrir! Su cuerpo temblaba de pies a cabeza.
Nadie notó su inquietud, porque también el resto de la asamblea miraba sorprendido a Arturo. No todos los rostros mostraban alegría. La propia Ginebra observaba a Arturo atónita y Dulac comprendió que también ella acababa de conocer las intenciones del rey.
Pero el más atónito de todos era Mordred. El color había desaparecido de su cara. Seguía allí de pie, como si se hubiera transformado en una estatua, y sus ojos brillaban de rabia. De manera inconsciente, sus manos apretaban la copa de estaño, de la que había bebido hasta aquel mismo momento.
– Perdonad, Arturo -inquirió Perceval-. Pero todavía no ha transcurrido el periodo habitual de noviazgo…
– Mi querido amigo -lo interrumpió Arturo con suavidad-. Camelot siempre ha sido conocido por romper con las tradiciones caducas y caminar hacia el futuro en lugar de arraigarse en el pasado, ¿no es así?
Perceval se mantuvo en silencio, pero Mandrake replicó:
– Quién de nosotros iba a extrañarse de que vuestro corazón haya sucumbido a los encantos de Lady Ginebra… Pero, por favor, considerad que los habitantes de la ciudad pudieran pensar de otra manera… ¿y hablar más de la cuenta?
– ¿Hablar? -preguntó Arturo-. ¿De qué?
– Lady Ginebra acaba de perder a su esposo -respondió Mandrake-. ¿No sería más inteligente dejar pasar por lo menos un tiempo adecuado de noviazgo?
Respondió Ginebra en lugar de Arturo:
– Este habría sido el deseo de Uther -su voz era fuerte, pero, pese a todo, Dulac sintió en ella la confusión que bullía en su interior-. Hablamos de ello.
– ¿De que os casaríais con su hijo?
El rostro de Arturo se nubló, pero Ginebra siguió hablando con voz tranquila y segura:
– Sabéis que él era lo bastante mayor para ser mi abuelo.
Y Arturo lo bastante mayor para ser vuestro padre. Sir Mandrake no pronunció esa frase en voz alta, sólo la pensó, pero Dulac estuvo seguro de que todos en la sala la habían escuchado. El semblante de Arturo se ensombreció todavía más.
– El tenía muy claro que Dios lo llamaría mucho antes que a mí -continuó Ginebra. Dulac se preguntaba de dónde sacaba las fuerzas para permanecer tan serena. Con el hombre que había matado a su marido sentado a su mesa-. Era el deseo de Uther que pronto encontrara un hombre que se preocupara por mí y garantizara mi seguridad. Y el destino fue muy generoso conmigo. No sólo he encontrado lo que Uther deseaba para mí, sino también un hombre que me quiere de todo corazón. ¿Qué más puedo pedir, Sir?
– Un trono -dijo Mordred con malevolencia.
– También lo voy a tener -dijo Ginebra sonriendo.
– Y Camelot, una nueva reina -añadió Arturo-. Por fin. Y tal vez, si es designio de Dios, un heredero que pueda ascender al trono cuando llegue mi hora.
Sus palabras golpearon como un puñetazo la cara de Mordred. Los ojos del Caballero Negro llamearon de odio.
– Qué satisfactorio para vos, Mylord -dijo con aspereza y señaló en la dirección de Ginebra-. Mylady, os deseo felicidad. Pero si me permitís una pregunta, Arturo…
– ¿Por qué os he invitado? -el rey sonrió-. Pero ¿no os lo podéis imaginar? Mi corazón rebosa de contento y deseo que todo el mundo participe de esa felicidad. No me parece que la guerra y la muerte tengan nada que ver con esto. Por eso, os brindo la paz.
– ¿Estamos en guerra? -preguntó Mordred.
Arturo ignoró la pregunta.
– Pretendo que los festejos duren una semana -dijo-. Todo Camelot participará conmigo de esas fiestas y será feliz. Una semana es mucho tiempo. A lo largo de esos días encontraremos una oportunidad para mitigar nuestras diferencias de opinión, estoy seguro.
Mordred titubeó antes de responder. Dulac intuyó cómo los pensamientos se agolpaban detrás de su frente.
– Es muy amable por vuestra parte, Mylord -dijo-, pero…
– Por supuesto, permaneceréis en el castillo, como mi invitado, hasta entonces -le interrumpió Arturo-. He hecho preparar mis aposentos privados para vos.
– A lo dicho, vuestro ofrecimiento me honra -respondió Mordred. Sus manos comenzaron a temblar ligeramente, para disimularlo cogió de nuevo la copa de estaño-. Sin embargo, no puedo aceptarlo. Es…
– Me temo que no me estáis entendiendo, Mordred -Arturo le interrumpió nuevamente-. Insisto.
Se hizo el silencio. Mordred dejó despacio la copa deformada sobre la mesa y, a continuación, levantó la mirada, aún más despacio.