Pero, en lugar de morir, se despertó de nuevo en medio de la noche. Su alma flotaba de una visión a otra, su cuerpo era torturado por todos los demonios del infierno y, en un primer momento, no pudo decir si los muros de sillería que le rodeaban eran reales o pertenecían a una de las pesadillas en las que se había sumergido durante las últimas horas.
En la oscuridad de alrededor resaltaba una figura, no más que un fantasma ondulante, sin sustancia y sin rostro, pero más negro que la oscuridad y envuelto por un aura amenazadora casi palpable. Dio un paso hacia él, desapareció, surgió de nuevo y sólo tenía cara. Era el hada Morgana, pero antes de que Dulac tuviera tiempo de asustarse, formó sobre él una onda nebulosa, blanca y llameante, y casi apagó su conciencia. Cuando su vista se aclaró otra vez, Morgana estaba inclinada sobre su cama y le aproximaba un cuenco de madera a los labios, pero ya no era Morgana sino Ginebra.
– Bebe -dijo-. Sabe muy mal, pero atenuará tus dolores para que puedas resistirlos.
Dulac obedeció. No habría tenido tuerzas para resistirse. Incluso el acto de tragar le exigió casi más energía de la que disponía, y Ginebra tenía razón: el líquido estaba caliente y sabía asqueroso, pero el efecto prometido se hizo esperar. Aquel insoportable tormento se estaba extendiendo por todo su cuerpo.
Pero su cerebro comenzó a aclararse. Distinguía los rasgos de Ginebra ton nitidez y no daba la impresión de que fuera a convertirse en su sombría contrincante; e, incluso, fue capaz de hablar, aunque en un principio no se trató más que de un tenue susurro.
– Ginebra. ¿Qué… haces aquí? No quiero que…
– No hables -le interrumpió ella. Su voz era desacostumbradamente fría y muy autoritaria. Como si se hubiera dado cuenta de cómo habían sonado sus palabras, sonrió de pronto y añadió con mayor suavidad-: Por lo menos, todavía. Agotas tus fuerzas.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Dulac. La poción mágica que le había dado sí estaba funcionando. Su omoplato seguía traspasado por un fuego candente, pero el dolor no era ya tan insoportable como para desear la muerte.
– Lo que debo -contestó Ginebra-. Arturo no tenía derecho a negarte tu último deseo. Yo haré lo que te ha negado.
Tardó un rato hasta comprender de lo que estaba hablando. Intentó incorporarse, pero estaba extenuado y se hundió hacia atrás con un gemido.
– No te esfuerces -dijo Ginebra y su cara volvió a desvairse, y cuando tomó cuerpo de nuevo, si había quedado una última semejanza con Morgana, ésta había desaparecido ya. Aunque la bebida que le había dado no acababa de vencer el dolor, sí le había liberado finalmente de las garras de la pesadilla.
– Ojalá pudiera hacer más por ti -dijo ella con tristeza-. Desearía poder empezar de nuevo.
– No… no entiendo… -murmuró Dulac.
– Siempre te he querido a ti -los ojos de Ginebra se llenaron de lágrima-. No a Arturo. ¿Por qué hay que perder algo para darse cuenta de lo mucho que te ha importado?
– No tendrías que estar aquí -murmuró Dulac. Dentro, muy dentro de él oía una voz que le preguntaba si ella estaba diciendo la verdad o si no era más que una mentira caritativa para hacer mas llevaderos sus últimos momentos. Se odio por hacerse esa pregunta y se odió mucho más por la respuesta que él mismo se dio.
– Arturo y sus caballeros están arriba, en el salón del trono, devanándose los sesos -dijo Ginebra sacudiendo la cabeza-. No te preocupes, nadie vendrá. ¿Crees que podrás levantarte?
Dulac lo intentó. El dolor, que estalló en su hombro y en su espalda, fue horroroso, pero lo consiguió. Se incorporó titubeante, se quedó sentado al borde de la cama durante más de un minuto para recuperar fuerzas, y por fin se levantó. Dio dos pasos vacilantes y tuvo que apoyarse en la pared para no caer.
– Abajo nos esperan dos caballos y he sobornado a los guardianes de la puerta -explicó Ginebra-. Nadie nos dará el alto. Los hombres están acostumbrados a que a veces salga sola, incluso a horas intempestivas.
Le alcanzó una capa negra y le ayudó a ponérsela, luego se giró con prisa, fue a la puerta y miró afuera con atención.
– No hay nadie -susurró-. Ven.
Dulac estaba seguro de que no lo iba a conseguir. Su fuerza no bastaría ni para atravesar la estancia, bajar las escaleras y montar sobre el caballo. La herida de su espalda había empezado a sangrar de nuevo. Sentía cómo le abandonaba la vida. Mordred le había matado.
Dio un primer paso, que le resultó angustioso, y un segundo, y un tercero, y de algún modo consiguió llegar a la puerta y salir al corredor. Después, no supo cómo consiguió recorrer el pasillo y bajar hasta el piso inferior. El castillo parecía muerto. Podía oír las voces de Arturo y los otros en la sala del trono y también en otras zonas se distinguían ruidos y voces. Pero no encontraron a nadie; llegaron al patio, donde estaban los caballos, sin ser vistos.
Logró montarse, más por la ayuda que le ofreció Ginebra que por su propio impulso. Y debió de perder de nuevo el conocimiento porque lo siguiente que vislumbró fue la oscuridad de la bóveda que ya estaban atravesando. No había rastro de los dos guardianes que estaban siempre allí y Ginebra se había transformado en una sombra que oscilaba a su lado.
El trayecto hacia el lago fue una pesadilla. Fiebre, escalofríos y dolores se sucedían sin tregua y, la mayor parte del tiempo, Dulac no supo dónde se encontraba ni fue consciente de la presencia de Ginebra.
Despertó del estado de duermevela cuando su caballo comenzó a ir al paso y, por fin, se paró. Iba muy inclinado sobre el cuello del animal y descubrió, con asombro, que habían llegado a su destino: ante ellos estaba el recodo del camino, que tan bien conocía y tras el que se encontraba el lago donde todo había empezado.
– Hemos llegado -dijo Ginebra a su lado y señaló la curva-. No voy a acompañarte más. Adiós, Dulac. Confía en el poder de aquéllos que nos han enviado hasta aquí.
Con las últimas palabras, las lágrimas se asomaron a sus ojos. Hincó las espuelas a su caballo, lo giró con rapidez y salió galopando como si la noche se la hubiera tragado.
Dulac fijó su vista en el punto por el que había desaparecido, y así estuvo largo rato, sumido en un profundo dolor. Cómo le habría gustado intercambiar unas últimas palabras de despedida, abrazarla de nuevo. Pero sabía que Ginebra no lo habría soportado. No quería estar cuando él acometiera la última etapa del camino. Había corrido un riesgo tremendo para hacerle aquel último favor, pero no reunía las fuerzas suficientes para verlo morir.
Dulac resbaló de la silla con dificultad. Sus pies todavía no habían tocado el suelo cuando su caballo saltó hacia un lado, se dio la vuelta y salió al galope con un relincho de alivio. El animal había demostrado nerviosismo y terquedad durante todo el trayecto, pero ahora Dulac comprendió que no era a causa de la oscuridad o de algún peligro desconocido. Había tenido miedo de él. Tal vez intuía que ya llevaba un caballero muerto sobre su grupa.
Dulac recorrió el camino tremendamente despacio. Sólo eran unos pocos pasos los que había hasta el recodo y, después, hasta el lago, y, sin embargo, le dio la impresión de que iba a tardar más en hacer ese trecho que lo que habían tardado en llegar desde la ciudad. Y cuando superó el recodo y alcanzó el lago, vio que lo aguardaban.
En el agua, no muy lejos de la orilla, estaba el unicornio.
Su piel brillaba como nieve recién caída bajo la luz de la luna y sus grandes e inquietantes ojos miraban a Dulac tranquilos. No se movió, se quedó parado como si fuera una extraña estatua. También el agua del lago, a su alrededor, parecía completamente quieta.