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Dulac dio un paso y se paró de nuevo. La vida le abandonaba cada vez más deprisa. El tiempo que le quedaba no podría medirse en minutos, ni siquiera en segundos. Su propia sangre, que estaba formando un charco a sus pies, hacía su capa cada vez más pesada, y una sensación de abatimiento fue adueñándose de sus miembros. Posiblemente fue entonces cuando en realidad comprendió a qué se había referido Ginebra cuando le había dicho que tenía que confiar en el poder que le había enviado hasta allí. Delante de él estaba la salvación.

Si daba aquellos últimos pasos, continuaría viviendo. Y, sin embargo, dudó en hacerlos, porque viviría, sí; pero al mismo tiempo moriría. El unicornio estaba ensillado y embridado. El escudo y el cincho de la espada del Caballero de Plata colgaban de la silla y, tras la silla de color blanco, vio el brillo del metal plateado. La armadura de Lancelot. Ya la había recibido dos veces y dos veces se había desprendido del regalo que ésta suponía. No se le iba a permitir decidir una tercera vez entre dos vidas.

«Pero, ¿no lo hice ya hace tiempo?», pensó muy cansado. Había creído volver como Dulac a Camelot. Sin embargo, había sido una percepción errónea. El Dulac que fue una vez había dejado de existir en el mismo momento en que vertió la primera sangre. Mordred únicamente había acabado lo que él mismo, con su primera visita a Malagon, había comenzado. Sólo le quedaba la elección de dejarse morir aquí y ahora, de una vez por todas, o nacer de nuevo como Lancelot du Lac, y en esa ocasión sería ya un camino sin retorno. Tenía miedo de la muerte, pero también tenía miedo de aquello en lo que podía convertirse. Arturo y la mayoría de sus caballeros admiraban a Lancelot y confiaban en él sin reserva, pero Dulac -que, de cualquier manera, ya no iba a existir en unos segundos- le temía.

El unicornio levantó la cabeza y relinchó y Dulac comprendió el sentido de aquella invitación. Su tiempo había terminado.

– Ginebra -susurró.

Por fin se había decidido.