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Por eso abuelita prosperaba también.

Todos prosperábamos. Nunca se habían vivido tales épocas.

Cantaba sola cuando emprendí el regreso al rectorado.

* * *

Mellyora y yo estábamos juntas mucho tiempo, ahora que yo era una acompañante apropiada para ella. Yo la imitaba en muchos aspectos… andando, hablando, quedándome quieta cuando hablaba, manteniendo baja la voz, conteniendo mi impaciencia, siendo fría en lugar de acalorada. Era un estudio fascinante. La señora Yeo había dejado de refunfuñar; Bess y Kit habían dejado de extrañarse; Belter y Billy Toms ya no me gritaban al pasar; inclusive me llamaban señorita. Y hasta la señorita Kellow era cortés conmigo. No tenía ninguna tarea en la cocina; mi obligación era cuidar las ropas de Mellyora, peinarla, pasear con ella, leer con ella y para ella, hablar con ella. Era la vida de una dama, me aseguraba yo. Y hacía sólo un año que me había ofrecido en la feria de Trelinket para trabajar.

Pero me faltaba lograr mucho. Siempre me sentía un poco deprimida cuando Mellyora recibía invitaciones y salía de visita. A veces la acompañaba la señorita Kellow, a veces su padre; yo jamás. Ninguna de estas invitaciones, naturalmente, incluía a la criada de Mellyora, su doncella o lo que se quisiera llamarla.

A menudo Mellyora iba con su padre a la casa del médico; en muy pocas ocasiones iba al Abbas; jamás iba a la Casa Dower, porque según me explicó, el padre de Kim era capitán de mar y casi nunca estaba en casa, y durante las vacaciones nadie esperaba que Kim recibiera gente; pero cuando iba al Abbas solía encontrarlo allí, porque era amigo de Justin.

Cuando regresaba de una visita al Abbas, Mellyora estaba siempre cabizbaja, y conjeturé que ese lugar significaba algo para ella también… o la gente que allí vivía. Yo podía ver razones para esto. Debía de ser maravilloso entrar audazmente en el Abbas como huésped. Algún día me sucedería eso; de ello estaba segura.

Un domingo de Pascua, aprendí más acerca de Mellyora de lo que antes había sabido. Los domingos eran, naturalmente, días de mucho trajín en el rectorado, debido a tantas ceremonias religiosas. El sonido de las campanas continuaba durante casi todo el día, y como estábamos tan cerca, parecía oírse dentro mismo de la casa.

Yo siempre iba al servicio religioso matinal, del que disfrutaba, principalmente —debo admitirlo— porque me ponía un sombrero de paja de Mellyora y uno de sus vestidos; y sentada en el banco del rectorado me sentía majestuosa e importante. También amaba la música, que siempre me ponía en un estado de regocijo, y me gustaba alabar y dar gracias a Dios que hacía realidad los sueños. Los sermones me resultaban aburridos, pues el reverendo Charles no era un orador inspirado, y cuando, durante ellos, estudiaba a la congregación, mis ojos iban invariablemente a posarse en los bancos del Abbas.

Estos se encontraban al costado de la iglesia, apartados de los demás. Habitualmente había en la iglesia unos cuantos criados de la casa. La fila delantera, donde se debía sentar la familia, estaba casi siempre vacía.

Inmediatamente detrás del banco del Abbas estaban las bellas ventanas de cristal, que según decían algunos, eran de los mejores en Cornualles… azules, rojos, verdes y malvas que resplandecían al sol; eran exquisitas y un Saint Larston las había donado a la iglesia cien o más años atrás; en las dos paredes, a ambos lados de los bancos, había monumentos dedicados a antepasados de los Saint Larston. Inclusive en la iglesia, se tenía la impresión de que los Saint Larston eran dueños de ella, como de todo lo demás.

Toda la familia estaba en el banco aquel día. Supongo que porque era la Pascua. Allí estaba Sir Justin, cuya cara parecía más purpúrea (tal como la del párroco parecía más amarilla) cada vez que yo lo veía; allí estaba su esposa, Lady Saint Larston, alta, de nariz algo ganchuda, con aspecto muy imperioso y arrogante, y los dos hijos, Justin y Johnny, que no habían cambiado mucho desde aquel día en que yo me los había encontrado en el jardín tapiado. Justin se mostraba frío y sereno; se parecía más a su madre que Johnny. Comparado con su hermano, Johnny era bajo, y carecía de la dignidad de Justin; sus ojos recorrían sin cesar la iglesia como si buscase a alguien.

Me encantaba el servicio religioso de Pascua y las flores que decoraban el altar; me encantaba el jubiloso canto de Hosanna. Me parecía saber cómo debía ser alzarse de entre los muertos; durante el sermón, mientras observaba a los ocupantes de los bancos del Abbas, pensaba en el padre de Sir Justin encaprichado con abuelita, y en cómo ella iba a verlo en secreto por el bien de Pedro. Me preguntaba qué habría hecho yo en el lugar de abuelita.

Entonces me di cuenta de que, a mi lado, también

Mellyora observaba el banco del Abbas; su expresión era arrobada, totalmente absorta… y miraba directamente a Justin Saint Larston. Había en su cara un resplandor de placer y se la veía más linda de lo que yo la había visto jamás. Tiene quince años, me dije, suficiente para estar enamorada, y lo está del joven Justin Saint Larston.

Lo que yo estaba descubriendo acerca de Mellyora parecía no tener fin. Tenía que averiguar más. Tenía que hacerla hablar de Justin.

No aparté mis ojos de la familia Saint Larston, y antes de concluir la ceremonia supe a quién buscaba Johnny. ¡A Hetty Pengaster! Mellyora y Justin… eso era comprensible. ¡Pero Johnny y Hetty Pengaster!

Esa tarde el sol brilló cálidamente para esa época del año, y Mellyora tuvo ganas de salir. Nos pusimos unos grandes sombreros, que daban sombra, porque Mellyora decía que no debíamos permitir que el sol nos estropeara la tez. La suya era clara, muy susceptible al sol, y le salían pecas con facilidad; mi piel olivácea parecía indiferente; de todos modos me gustaba ponerme un sombrero que diera sombra, porque era lo que hacían las damas.

Mellyora estaba de humor solemne; me preguntaba si eso tenía algo que ver con haber visto a Justin en la iglesia esa mañana. Pensé que él debía de tener veinte años, es decir, unos cinco más que ella. Ella le debía parecer apenas una niña. Me estaba volviendo experta en lo mundano, y me pregunté— si para un futuro Sir Justin Saint Larston se consideraría adecuado casarse con la hija de un párroco.

Pensé que ella iba a confiarme algo cuando dijo":

—Esta tarde quiero decirte algo, Kerensa.

Ella conducía nuestra marcha, como lo hacía con frecuencia; de vez en cuando tenía su modo de recordar a una que ella era el ama, y yo no olvidaba que le debía mi contento de entonces.

Me sorprendí cuando cruzó el rectorado hasta un seto vivo que separaba de la iglesia el jardín. En el seto había un hueco por donde pasamos.

Entonces se volvió para sonreírme, diciendo:

—Oh, Kerensa, qué bueno es poder salir contigo y no con la señorita Kellow. Ella es un poco estirada, ¿no te parece?

—Tiene una tarea que cumplir —contesté. Qué extraño, cómo defendía yo a esa mujer cuando no estaba presente.

—Oh, lo sé. ¡Pobre vieja Kelly! Pero tú, Kerensa, actúas de señorita de compañía. ¿No te parece gracioso eso?

Asentí. Ella continuó:

—Bueno, si hubieses sido mi hermana, supongo que nos habría fastidiado una señorita de compañía.

Nos abrimos paso por entre las lápidas hacia la iglesia.

—¿Qué ibas a decirme? —pregunté.