Algunos habían preguntado: ¿por qué los Saint Larston no retiraban todos los indicios de que antes había habido allí una mina? ¿A qué finalidad servía? Era.feo, y algo así como sacrílego, dejar eso allí, junto a las piedras legendarias. Pero había una razón. Uno de los Saint Larston había jugado tanto, que había quedado casi en la bancarrota, y habría tenido que vender el Abbas si no se hubiese descubierto estaño en su propiedad. Por eso se explotó la mina, aunque los Saint Larston odiaban la circunstancia de que estuviese a la vista de su mansión, y los mineros habían cavado la tierra, trabajando con sus garfios y sus hurgones, extrayendo el estaño que iba a salvar el Abbas para la familia.
Pero cuando se salvó la casa, los Saint Larston, que odiaban la mina, la habían cerrado. La abuela me contó que hubo privaciones en el distrito cuando se cerró la mina; pero a Sir Justin no le importaba eso. No le importaban otras personas; cuidaba solamente de él. Decía la abuelita Be que los Saint Larston habían dejado la mina tal como estaba, para recordar a la familia el rico subsuelo de estaño al que podían recurrir en momentos de necesidad.
Los de Cornualles son una raza supersticiosa (tanto los ricos como los pobres), y yo creo que los Saint Larston veían a la mina como un símbolo de prosperidad; mientras hubiera estaño en sus tierras ellos estaban a salvo del desastre financiero. Corría un rumor de que la mina estaba agotada, y algunos viejos decían recordar que sus padres comentaban que el filón se estaba acabando al cerrarse la mina. Persistía el rumor de que los Saint Larston, sabiendo esto, habían cerrado la mina porque ésta ya no tenía nada que ofrecer; pero les gustaba ser considerados más ricos de lo que eran, pues en Cornualles el estaño significaba dinero.
Cualquiera que fuese la razón, Sir Justin no quiso que la mina fuese explotada y así terminó todo.
Era un hombre tan odiado como temido en el territorio; las veces en que yo lo había visto montado en su gran caballo blanco, o caminando a grandes pasos con una escopeta al hombro, me había parecido una especie de ogro. Había oído relatos sobre él a la abuelita Be, y sabía que él consideraba que todo en Saint Larston le pertenecía, lo cual quizá tuviese algo de cierto; pero además creía que la gente de Saint Larston le pertenecía también… y eso era algo diferente; y aunque no se atrevía a ejercer los antiguos derechos señoriales, había seducido a varias muchachas. Abuelita Be siempre me estaba previniendo que no me pusiese en su camino.
Penetré en el prado para poder acercarme a las Seis Vírgenes. Me detuve junto a ellas y me apoyé en una. Estaban dispuestas en un círculo, exactamente tal como si hubiesen sido sorprendidas ondulando en una danza. Eran de diversas estaturas… tal como lo serían seis mujeres; dos eran muy altas, y las otras del tamaño de mujeres ya crecidas. Allí de pie, en la quietud de una tarde calurosa, yo pude creer que era una de esas pobres vírgenes. Bien podía imaginar que habría sido tan pecadora como ellas, y que habiendo pecado y habiendo sido descubierta, había bailado desafiante en la hierba.
Toqué suavemente la fría piedra, y me habría sido muy fácil convencerme de que una de ellas se inclinaba hacia mí como si reconociese mi compasión y el vínculo que nos unía.
Locos pensamientos los míos… se debían a que yo era la nieta de abuelita Be.
Ahora venía la parte peligrosa. Tenía que cruzar corriendo los jardines, donde se me podía ver desde una de las ventanas. Me pareció volar por el aire hasta que llegué cerca de los grises muros de la casa. Sabía dónde hallar la pared. También sabía que los trabajadores estarían sentados en un campo, a cierta distancia de la casa, comiendo sus trozos de pan muy oscuros y costrosos, cocidos esa mañana en el horno abierto; en esas regiones los llamábamos manshuns. Tal vez tendrían un poco de queso y algunas sardinas; o si eran afortunados, un pastel de carne que habrían traído de su casa, envuelto en sus pañuelos rojos.
Avanzando cautelosamente en torno a la casa llegué a una puertecita que comunicaba con un jardín tapiado; en esas paredes crecían melocotones; también había rosas y el olor era maravilloso. Esto era realmente trasgredir, pero yo estaba decidida a ver el sitio donde habían sido hallados esos huesos.
Del otro lado, apoyada contra una pared, había una carretilla; en el suelo había ladrillos junto a las herramientas de los trabajadores, por lo cual supe que me encontraba en el lugar correcto.
Corrí hasta allí y espié por el agujero en la pared. Adentro era hueco, tal como una pequeña alcoba, de unos dos metros y medio de alto y dos de ancho. Era evidente que la gruesa y vieja pared había sido dejada deliberadamente hueca, y examinándola, tuve la certeza de que la historia de la séptima virgen era auténtica.
Ansiaba ponerme en el sitio donde había estado aquella muchacha, y saber cómo era estar encerrada. Por eso trepé el agujero, raspándome la rodilla al hacerlo ya que estaba más o menos a un metro del suelo. Una vez dentro de la pared, me aparté del agujero, dando la espalda a la luz, y procuré imaginar lo que ella debía haber sentido cuando la obligaron a quedarse donde yo estaba en ese momento, sabiendo que la iban a emparedar y abandonarla en la total oscuridad durante el corto resto de su vida. Podía entender su horror y su desesperación.
Me rodeaba un olor a podredumbre. Un olor a muerte, me dije yo, y tan fuerte era mi imaginación que en esos segundos creí realmente ser la séptima virgen, haber desechado extravagantemente mi castidad y estar condenada a una muerte espantosa; me estaba diciendo: "Lo volvería a hacer."
Yo habría sido demasiado orgullosa para evidenciar mi horror, y tenía la esperanza de que también ella lo hubiera sido, pues pese a ser pecado, el orgullo era un consuelo. Impedía que una se humillara.
El sonido de voces me retrotrajo a mi propio siglo.
—Sí que quiero verlo.
Yo conocía esa voz. Pertenecía a Mellyora Martin, la hija del párroco. Yo la aborrecía, por sus pulcros vestidos de guinga que nunca estaban sucios, sus largas medias blancas y brillantes zapatos negros, con correas y hebillas. Me habría gustado tener zapatos como ésos, pero como no podía, me engañaba creyendo que los menospreciaba. Ella tenía doce años, la misma edad que yo. La había visto en una de las ventanas de la rectoría, inclinada sobre un libro, o sentada en el jardín bajo el limero, con su institutriz, leyendo en voz alta o cosiendo. ¡Pobre prisionera!, decía yo entonces, y me encolerizaba porque en esa época yo deseaba, más que nada en el mundo, saber leer y escribir; tenía el concepto de que, más que las bellas ropas y los buenos modales, era la capacidad de leer y escribir lo que hacía a las personas iguales entre sí. Su cabello era lo que algunos llamarían dorado, pero que yo llamaba amarillo; sus ojos eran azules y grandes; su piel, blanca y de tinte delicado. Para mi fuero interno la llamaba Melly, tan sólo para quitarle un poco de dignidad. ¡Mellyora! Qué lindo sonaba cuando alguien lo decía. Pero mi nombre era tan interesante como el de ella. Kerensa, que en dialecto de Cornualles quiere decir paz y amor, según me contó la abuelita Be. Nunca oí decir que Mellyora quisiese decir nada.
—Te vas a ensuciar. —Era Johnny Saint Larston quien hablaba.
"Ahora seré descubierta", pensé, y por un Saint Larston. Pero era solamente Johnny, quien, según se decía, iba a ser como su padre en un aspecto y en uno solo… es decir, en cuanto a las mujeres se refería, Johnny tenía catorce años. Yo lo había visto a veces con su padre, con una escopeta al hombro, porque todos los Saint Larston eran educados para cazar y disparar. Johnny no era mucho más alto que yo, pues yo era alta para mi edad; tenía tez clara, aunque no tanto como Mellyora, y no parecía un Saint Larston. Me alegré de que fueran solamente Johnny y Mellyora.