—No me importará. Johnny, ¿crees realmente en esa historia?
—Por supuesto.
—¡Esa pobre mujer! ¡Quedar emparedada… viva!
—¡Oigan! —se oyó una voz distinta—. Ustedes, niños, apártense de la pared.
—Estamos mirando a ver dónde encontraron a la monja —replicó Johnny.
—Tonterías. No hay absolutamente ninguna prueba de que fuera una monja. Es tan sólo una leyenda.
Me agazapé lo más lejos posible del agujero, mientras me preguntaba si debía o no salir corriendo y huir. Recordé que no sería fácil bajarse del agujero y que ellos me atraparían casi con seguridad… especialmente ahora que habían venido los demás.
Mellyora estaba mirando por el agujero y sus ojos tardaron uno o dos segundos en adaptarse a la oscuridad; entonces lanzó una exclamación ahogada. Tuve la certeza de que en esos pocos segundos creyó que yo era el espectro de la séptima virgen.
—Vaya… —empezó a decir—. Es…
Se asomó.la cabeza de Johnny. Hubo un breve silencio; después le oí murmurar:
—No es más que una de esas niñas de las cabañas.
—Tengan cuidado allí. Tal vez haya peligro.
Entonces reconocí la voz. Pertenecía a Justin Saint Larston, heredero de la propiedad, que ya no era un muchacho, sino un hombre, que estaba de vacaciones de la Universidad.
—Pero te digo que hay alguien allí —replicó Johnny.
—¡No me digan que la dama está todavía allí! —Otra voz más, a la que reconocí como la de Dick Kimber, que vivía en la Casa Dower y estudiaba en Oxford con el joven Justin.
—Ven a verlo tú mismo —insistió Johnny.
Yo me agazapaba más junto a la pared. No sabía qué odiaba más… el hecho de haber sido sorprendida o el modo en que ellos me consideraban… ¡"Una de esas niñas de las cabañas"! ¡Cómo se atrevía!
Otra cara me miraba; era atezada, coronada por desaliñado cabello negro; los ojos castaños reían.
—No es la virgen —comentó Dick Kimber.
—¿Lo parece acaso, Kim? —preguntó Johnny.
Entonces Justin los apartó para mirar él. Era muy alto y delgado; sus ojos eran serenos, calma su voz.
—¿Quién es ésa? —inquirió.
—No soy "ésa" —repliqué—. Soy la señorita Kerensa Carlee.
—Eres una niña de las cabañas —repuso él—. No tienes derecho alguno a estar aquí, pero ahora sal.
Vacilé, pues no sabía qué se proponía hacer él. Lo imaginé llevándome a la casa y acusándome de intrusa. Además, no quería estar inmóvil frente a ellos en mi vestido corto, que ya me estaba quedando demasiado chico; mis pies, aunque de color oscuro, eran bien formados, pero estaban mugrientos, pues yo no tenía zapatos. Los lavaba todas las noches en el arroyo porque estaba muy ansiosa por mantenerme tan limpia como la gente acomodada, pero como no tenía zapatos para protegerlos, al final del día estaban siempre sucios.
—¿Qué pasa? —inquirió Dick Kimber, a quien llamaban Kim. Siempre pensaré en él como Kim en el futuro—. ¿Por qué no sales?;
—Vete y saldré —repuse.
Dick estaba por introducirse en el hueco cuando Justin le advirtió:
—Ten cuidado, Kim. Podrías derribar toda la pared.
Kim se quedó donde estaba.
—¿Cómo dijiste que te llamabas? —inquirió.
—Kerensa Carlee.
—Muy ilustre. Pero mejor será que salgas.
—Vete.
—Suenen campanas, Kerensa está en el pozo —entonó Johnny.
—¿Quién la puso allí? ¿Acaso pecó? —agregó Kim. Se estaban riendo de mí, y cuando salí del agujero dispuesta a huir, ellos hicieron una rueda en torno a mí. En medio segundo pensé en el círculo de piedras y fue una sensación tan escalofriante como la que había experimentado en la pared.
Ellos deben de haber estado observando la diferencia entre nosotros. Mi cabello era tan negro, que había en él una pátina azul; mis ojos eran grandes y parecían enormes en mi pequeño rostro; mi piel era suave y olivácea. Todos ellos eran muy pulcros y civilizados; hasta Kim, con su cabello en desorden y sus ojos risueños.
Los de Mellyora, azules, mostraban turbación, y en ese momento supe que la había subestimado. Era blanda, pero no era tonta; sabía cómo me sentía, mucho mejor que los demás.
—No hay nada que temer, Kerensa —dijo.
—¿Que no? —la contradijo Johnny—. La señorita Kerensa Carlee es culpable de trasgresión. Ha sido sorprendida en el acto. Debemos pensar un castigo para ella.
Por supuesto, él bromeaba. No me haría daño; había advertido mi largo cabello negro y vi sus ojos fijos en la piel desnuda de mi hombro, que asomaba por el vestido roto.
—Solamente los gatos mueren de curiosidad —dijo Kim.
—Vamos, ten cuidado —ordenó Justin, y se volvió hacia mí—. Has sido muy necia. ¿No sabes que trepar a una pared que se acaba de derrumbar podría ser peligroso? Además, ¿qué haces aquí? —No esperó respuesta—. Ahora vete… cuanto más rápido, mejor.
Los odié a todos… a Justin por su frialdad, y por hablarme como si yo fuera igual a la gente que vivía en cabañas en las propiedades de su padre; a Johnny y a Kim por sus burlas, y a Mellyora porque sabía cómo me sentía y se compadecía de mí.
Corrí, pero cuando llegué a la puerta del jardín tapiado y estuve segura lejos de ellos, me detuve y me volví a mirarlos.
Aún estaban inmóviles en semicírculo, mirándome. Mellyora era la que yo podía ver mejor; se la veía tan preocupada… y su preocupación era por mí.
Saqué la lengua; oí que Johnny y Kim reían. Luego les di la espalda y me alejé velozmente.
* * *
Cuando llegué a casa, la abuelita Be estaba sentada fuera de la cabaña; solía sentarse al sol, con su banqueta apoyada en el muro, su pipa en la boca, sus ojos semi-cerrados, sonriendo para sí.
Me dejé caer a su lado y le conté lo que había pasado. Mientras yo hablaba, ella posó su mano en mi cabeza; le gustaba acariciarme el cabello, que era como el de ella, ya que pese a ser anciana, tenía el pelo espeso y negro. Lo cuidaba mucho, usándolo a veces en dos gruesas trenzas, otros apilándolo alto, en espiral. Muchos decían que no era natural en una mujer de su edad tener una cabellera como ésa; y a la abuelita Be le agradaba que dijeran eso. Su cabello la enorgullecía, sí, pero era más que eso; era un símbolo. Como el de Sansón, solía decirle yo, y ella entonces, reía. Yo sabía que ella elaboraba una preparación especial, con la que todas las noches se cepillaba, y durante cinco minutos se masajeaba la cabeza. Nadie sabía lo que ella hacía, salvo Joe y yo, y a Joe no le importaba; siempre estaba demasiado ocupado con algún pájaro o animal; pero yo solía sentarme a mirarla peinarse, y entonces ella me decía: "Te diré cómo cuidar tu cabello, Kerensa; entonces tendrás una cabellera como la mía hasta el día de tu muerte". Pero no me lo había dicho aún. "Todo a su debido tiempo", agregaba. "Y si yo muriese de pronto, encontrarás la receta en el aparador del rincón."
Abuelita Be nos quería a Joe y a mí, y ser querido por ella era algo maravilloso; pero más maravilloso aún era saber que para ella yo era siempre la primera. Joe era como un animalito doméstico; lo queríamos de manera protectora, pero entre abuelita y yo había una estrecha unión que ambas conocíamos y que nos alegraba.