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Era una mujer sabia; no me refiero simplemente a que tuviera sentido común, sino a que era conocida kilómetros a la redonda por sus poderes especiales, y gente de todo tipo iba a verla. Ella los curaba de sus achaques y ellos confiaban en ella más que en el médico. La cabaña estaba llena de olores que cambiaban de un día al otro, según los remedios que se estaban preparando. Yo estaba aprendiendo qué hierbas juntar en los bosques y en los campos, y qué curarían. Se creía también que tenía poderes especiales, que le permitían ver en el futuro; le pedí que me enseñara también, pero ella decía que era algo que una se enseñaba a sí misma manteniendo abiertos los ojos y los oídos, y aprendiendo sobre la gente… porque la naturaleza humana era la misma en el mundo entero; había tanto malo en lo bueno y tanto bueno en lo malo, que todo era cuestión de pesar cuánto bueno o malo se había asignado a cada uno. Si se conocía a la gente, era posible conjeturar cómo actuarían, y eso era ver en el futuro. Y cuando una se hacía ingeniosa en eso, la gente creía en una, y con frecuencia obraba tal como una le había dicho, sólo para ayudarla a una.

Vivíamos de la sabiduría de abuelita y no nos iba tan mal. Cuando alguien mataba un cerdo solía haber un cuarto para nosotros. A menudo algún cliente agradecido dejaba a nuestra puerta un costal de patatas o de arvejas; con frecuencia había pan horneado caliente. Además, yo era buena administradora. Sabía cocinar bien. Sabía hornear nuestro pan y pasteles de carne, y hacer unas tortas excelentes con poca cosa.

Desde que Joe y yo vivíamos con la abuelita, yo era más feliz que antes.

Pero lo mejor de todo era ese vínculo entre nosotras, que sentía en ese momento, cuando me senté junto a ella a la puerta de la cabaña.

—Se mofaron de mí —dije—. Los Saint Larston y Kim. Mellyora no, sin embargo. Me compadeció.

—Si pudieras realizar un deseo ahora, ¿cuál sería? —me preguntó abuelita.

Tiré de la hierba sin hablar, pues mis anhelos eran algo que no podía expresar con palabras, ni siquiera a ella. Abuelita contestó por mí.

—Serías una dama, Kerensa. Viajarías en tu carruaje. Vestirías de seda y de raso, tendrías una túnica de color verde brillante y habría hebillas de plata en tus zapatos.

—Leería y escribiría —agregué, volviéndome hacia ella ansiosamente—. ¿Se hará verdad, abuelita?

No me contestó, y yo me entristecí pensando por qué, si ella podía decir el futuro a otros, no podía decírmelo a mí. La miré suplicante, pero ella no parecía verme. El sol centelleaba en su suave cabello negro azulado, que estaba trenzado en torno a su cabeza. Ese cabello debía haber pertenecido á Lady Saint Larston. Daba a abuelita un aspecto altivo. Sus oscuros ojos estaban alertas, aunque no los había conservado tan jóvenes como su cabello; alrededor de ellos había arrugas.

—¿En qué estás pensando? —pregunté.

—En el día en que llegaron ustedes. ¿Recuerdas?

Apoyando mi cabeza en su muslo, recordé.

Joe y yo pasamos nuestros primeros años junto al mar. Nuestro padre tenía una pequeña cabaña en el muelle, que se parecía mucho a ésta donde vivíamos con abuelita, salvo que la nuestra tenía abajo un gran sótano donde almacenábamos y salábamos las sardinas después de una pesca abundante. Cuando pienso en esa cabaña, pienso primero en el olor a pescado… el buen olor que significaba que el sótano estaba bien provisto y podíamos tener la certeza de que habría comida suficiente durante algunas semanas.

Yo siempre había cuidado a Joe porque nuestra madre murió cuando él tenía cuatro años y yo seis, y ella me dijo que cuidara siempre a mi hermanito. A veces, cuando nuestro padre había salido con la barca y soplaba un ventarrón, solíamos pensar que nuestra cabaña sería arrastrada al mar; entonces yo acunaba a Joe y le cantaba para impedir que se asustase. Yo solía pretender que no estaba asustada y descubrí que ese era un buen modo de no estarlo. Simular continuamente me ayudaba mucho, al punto de que no temía a muchas cosas.

Los mejores momentos eran cuando el mar estaba sereno y en épocas de cosecha, cuando los bancos de sardinas llegaban a nuestra costa. Los voceadores, que estaban de guardia a todo lo largo de la costa, divisaban entonces a los peces y daban la alarma. Recuerdo cuánto se entusiasmaban todos cuando se elevaba el grito de "hewa", pues en el dialecto de Cornualles hewa significa "un cardumen de peces". Entonces partían las embarcaciones y llegaba la pesca; y nuestros sótanos se llenaban. En la iglesia habría sardinas entre las gavillas de trigo, las frutas y vegetales, para mostrar a Dios que los pescadores eran tan agradecidos como los agricultores.

Joe y yo solíamos trabajar juntos en el sótano, poniendo una capa de sal sobre cada capa de pescado hasta que yo creía que mis manos nunca volverían a estar calientes, ni libres del olor a sardina.

Pero esos eran los buenos momentos, y llegó ese invierno en que no hubo más pescado en nuestros sótanos y las tempestades fueron peores de lo que habían sido en ochenta años. Joe y yo íbamos con los otros niños a las playas, de noche, para extraer anguilas de la arena con nuestros pequeños garfios de hierro; las llevábamos a casa y las cocinábamos. Llevábamos también lapas y atrapábamos caracoles, con los cuales hacíamos una especie de guiso. Recogíamos ortigas y las hervíamos. Recuerdo cómo era el hambre en esos tiempos.

Muchas veces soñábamos que oíamos el tan esperado grito de "hewa, hewa", lo cual era un sueño maravilloso, pero nos desesperaba más que antes cuando despertábamos.

Yo veía la desesperación en los ojos de mi padre. Lo vi mirándonos a Joe y a mí; fue como si hubiese llegado a una decisión. Me dijo:

—Tu madre solía hablarte mucho de tu abuelita.

Yo moví la cabeza afirmativamente. Siempre me habían gustado (y jamás había olvidado) los relatos sobre la abuelita Be, que vivía en un paraje llamado Saint Larston.

—Colijo que a ella le gustaría verlos… a ti y al pequeño Joe.

No comprendí el significado de estas palabras hasta que él sacó la barca. Habiendo vivido siempre en el mar, él sabía bien qué era lo que amenazaba. Recuerdo que vino a la cabaña y me gritó: " ¡Han vuelto! Habrá sardinas para el desayuno. Cuida a Joe hasta que yo regrese." Lo miré alejarse. Vi a los otros en la, playa; le hablaban y yo sabía qué le estaban diciendo, pero él no escuchó.

Odio al viento del sudoeste. Cada vez que sopla lo oigo tal como soplaba esa noche. Acosté a Joe, pero yo no me fui a la cama. Me quedé sentada diciendo "sardinas para el desayuno" y escuchando al viento.

Mi padre nunca volvió y quedamos solos. Aunque no sabía qué hacer, aún tuve que seguir fingiendo en bien de Joe. Cada vez que procuraba pensar en lo que podía hacer, escuchaba siempre la voz de mi madre diciéndome que cuidase de mi hermano; y luego a mi padre diciendo: "Cuida a Joe hasta que yo regrese."

Los vecinos nos ayudaron por un tiempo, pero eran malas épocas y se hablaba de ponernos en el asilo. Entonces recordé lo que había dicho mi padre sobre nuestra abuelita y dije a Joe que iríamos a buscarla. Así Joe y yo partimos rumbo a Saint Larston y, con el tiempo y después de algunas penurias, llegamos hasta la abuelita Be.

Otra cosa que jamás olvidaré fue la primera noche en la cabaña de abuelita Be. Joe fue envuelto en una manta y se le dio a beber leche caliente; la abuelita Be me hizo acostar mientras ella me lavaba los pies y ponía ungüento en los lugares magullados. Después creí que mis heridas estaban milagrosamente curadas por la mañana, pero eso no puede haber sido cierto. Ahora me vuelve aquella sensación de honda satisfacción y contento. Sentía que había llegado a casa y que abuelita Be me era más querida que cualquier otra persona que yo hubiese conocido. Quería a Joe, por supuesto, pero jamás en mi vida había conocido yo a nadie tan maravilloso como la abuelita Be. Recuerdo estar acostada en la cama mientras ella se soltaba el magnífico cabello negro, lo peinaba y lo frotaba… ya que ni siquiera la llegada imprevista de dos nietos podía interferir en ese ritual.