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La miré pensando: "Tiene razón. No más reproches. Ya no tengo por qué estremecerme cuando miro a Nelly; la cicatriz que tiene en el lomo ya no es una cicatriz en mi alma. No arruiné la vida de Mellyora cuando salvé al Abbas para Carlyon. No tiene por qué haber más remordimientos."

Obedeciendo a un impulso, me acerqué a Mellyora y la rodeé con mis brazos. Ella me sonrió; me agaché y le besé la frente.

* * *

Durante las semanas subsiguientes hice dos descubrimientos.

El procurador de la familia vino al Abbas a verme. Traía noticias deprimentes. Hacía algunos años que la fortuna de los Saint Larston estaba en mengua y era necesario economizar en varios aspectos.

Judith Derrise había reforzado la situación con su dote, pero se la debía pagar durante varios años. Como estaba muerta y el matrimonio no tenía hijos, el resto de la dote no sería pagado. La afición de Johnny al juego había apresurado el desastre, que sería necesario retrasar con cuidadosos ahorros, y que nunca habría tenido lugar de no haber muerto Judith.

Para pagar sus deudas de juego, Johnny había cargado con pesadas hipotecas ciertas propiedades; en pocos meses habría que reunir capital. No parecía haber otra alternativa que vender el Abbas.

Era una situación similar a la que había amenazado a la familia varias generaciones atrás. En ese entonces, la mina de estaño había resultado ser fuente de riqueza y la familia conservó la antigua mansión.

Era vital actuar dentro de los pocos meses subsiguientes. ¿En qué sentido hacerlo?, quise saber.

El procurador me miró bondadosamente. Me compadecía. Mi esposo había desaparecido. No se podía rendir cuenta de grandes sumas de dinero pertenecientes al patrimonio familiar, pero habían pasado por las manos de Johnny, quien probablemente las hubiese perdido jugando. De cualquier manera, Johnny había desaparecido y me tocaba rescatar todo lo posible para mi hijo— Justin estaba a punto de renunciar al mundo y a todas sus posesiones, salvo una pequeña renta privada que iría al monasterio donde iba a pasar el resto de su vida.

—Creo, señora Saint Larston —dijo el procurador—, que debería usted abandonar el Abbas e irse a la Casa Dower, que está desocupada en este momento. Si viviera allí, reduciría usted considerablemente sus gastos.

—¿Y el Abbas?

—Tal vez encuentre usted un inquilino, pero dudo de que eso resuelva sus dificultades. Quizá sea necesario vender el Abbas…

—¡Vender el Abbas! Ha estado en poder de la familia Saint Larston durante generaciones.

Encogiéndose de hombros respondió:

—Muchas fincas como está están cambiando de manos actualmente.

—Y mi hijo…

—Bueno, es pequeño, no ha pasado muchos años en este lugar. Es posible que no sea necesario —agregó, ablandándose al ver mi congoja.

—Está la mina —dije—. Ya salvó una vez al Abbas; lo volverá a salvar.

* * *

Pedí a Saul Cundy qué fuese a verme. No lograba entender por qué había cesado la agitación por abrir la mina. Estaba decidida a iniciar el trabajo de inmediato, y lo primero y más importante a descubrir era si había o no estaño en la mina.

De pie junto a la ventana de la biblioteca aguardé a Saul, contemplando por sobre los jardines el prado y el círculo de piedras. Qué escena diferente habría cuando se oyesen las voces de los mineros y yo los viese ir a trabajar con sus picos y sus palas de madera. Necesitaríamos máquinas. Poco sabía yo de esa industria, salvo lo que había aprendido de abuelita, pero sí sabía que un tal Richard Trevithick había inventado un motor a vapor de alta presión que después de levantar el mineral, lo aplastaba y apisonaba en la superficie.

Qué extraño sería… tanto ruido, tanta actividad, tan cerca del círculo de antiquísimas piedras. Y bien, ya había sucedido antes y la industria moderna protegería a la antigua casa.

Estaño equivalía a dinero, y el dinero podía salvar al Abbas.

Me estaba impacientando cuando por fin Haggety anunció que Saul Cundy estaba afuera.

—Que pase enseguida —exclamé.

Entró con el sombrero en la mano, pero me pareció que le era difícil sostenerme la mirada.

—Siéntese —le dije—. Creo que sabe usted por qué le pedí que viniera…

—Sí, señora.

—Pues bien, sabrá usted que no hay noticias de mi marido, y que Sir Justin está lejos y no se halla en situación de administrar los negocios de aquí. Hace un tiempo usted encabezó una delegación y yo hice cuanto pude por convencer a mi marido de que ustedes tenían razón. Ahora voy a autorizar que se, haga una investigación. Si hay estaño en la mina de Saint Larston, habrá trabajo para todos aquellos que lo quieren.

Saul Cundy hacía girar su sombrero en las manos, con la mirada fija en la punta de sus botas.

—Señora —dijo—, sería inútil. La mina Saint Larston está agotada. Allí no hay estaño ni habrá trabajo para nosotros aquí, en este distrito.

Quedé consternada. Aquel gigante de lento hablar estaba destruyendo todos mis planes para salvar el Abbas.

—Qué disparate —dije—. ¿Cómo lo sabe usted?

—Porque nosotros ya investigamos, señora. Lo hicimos antes de que el señor Johnny fuese… antes de que el señor Johnny se marchase.

—¿Ustedes lo hicieron?

—Sí, señora. Teníamos que pensar en nuestro medio de vida… Por eso algunos de nosotros nos pusimos a trabajar en eso por las noches, y yo bajé para comprobar que no había estaño en la mina Saint Larston.

—No puedo creerlo…

—Es la verdad, señora.

—¿Usted bajó solo?

—Me pareció mejor, puesto que había peligro de derrumbe… y ya que fue idea mía en primer lugar.

—Pero… yo… yo haré que los expertos examinen esto.

—Le costará mucho dinero, señora… y nosotros, los mineros, conocemos el estaño cuando lo vemos. Hemos trabajado toda nuestra vida en la mina, señora. No se nos puede engañar.

—Así que por eso no hubo más agitación en cuanto a abrir la mina.

—En efecto, señora. Yo y los mineros iremos a Saint Agnes allí hay trabajo para nosotros. El mejor estaño de Cornualles viene del lado de Saint Agnes. Partiremos a fin de semana, llevándonos a las mujeres y los niños. Allí habrá trabajo para nosotros.

—Entiendo. Entonces no queda nada por decir.

Me miró y pensé que sus ojos se asemejaban a los de un perro de aguas. Parecía estar pidiéndome perdón. Sabría, por supuesto, que yo necesitaba el productivo estaño, porque sería de conocimiento común que no todo iba bien en el Abbas. Eran ahora Haggety, la señora Rolt y nuestros criados quienes se estarían preguntando cómo iban a vivir ellos.

—Lo lamento, señora —dijo.

—Les deseo buena suerte en Saint Agnes —repuse—. A usted y a todos los que vayan allá.

—Gracias, señora.

Sólo después de marcharse él advertí la doble significación de aquello.

Sabía, por supuesto, que los hombres a quienes había visto desde mi ventana eran los mineros. Esa misma noche habían bajado a la mina y habían descubierto que era improductiva. Entonces se me ocurrió pensar: eso fue antes de morir Johnny. Es decir, sabían que la mina no podía ofrecerles nada. ¿Por qué iban entonces a matar a Johnny? ¿Qué sentido tenía?