Hundí la cara en su almohada y empecé a sollozar. Ella me acariciaba los cabellos como a una niña, mientras yo le imploraba que me consolara.
Pero la muerte estaba en el recinto; había ido en busca de abuelita Be y ella no tenía ningún poder, ninguna poción lista para contener a la muerte.
Murió esa noche. Cuando fui a verla por la mañana siguiente se la veía tan tranquila, allí acostada, con la cara rejuvenecida, el negro cabello pulcramente trenzado, como una mujer que está lista para irse en paz porque su labor está cumplida.
* * *
Fue Kim, junto con Carlyon y Mellyora, quienes me consolaron después de morir abuelita Be. Todos hicieron lo posible por arrancarme de mi melancolía; yo me consolé porque durante esos días tuve la certeza de que Kim me amaba, y estaba convencida de que él esperaba a que yo me recobrara de la impresión sufrida por el descubrimiento del cadáver de Johnny y la muerte de abuelita.
Solía encontrarlos a él y a Mellyora hablando, de mí, planeando cómo distraer mis pensamientos de los sucesos recientes. Como resultado se nos agasajaba a menudo en el Abbas y Kim visitaba con frecuencia la Casa Dower. Nunca hubo un día en que no nos reuniéramos.
Carlyon también hacía lo posible. Siempre había sido dulce, pero durante esos días fue mi acompañante constante; entre los tres me sentía rodeada de amor.
El otoño se había asentado con los habituales ventarrones del sudoeste; los árboles eran rápidamente despojados de sus hojas. Solamente los cortos abetos se inclinaban y oscilaban al viento, tan verdes y brillantes como siempre; en los setos colgaban las telarañas, y en los finos hilos fulguraban las gotas de rocío como cuentas de cristal.
El viento amainó y la niebla llegó flotando desde la costa. Esa tarde pendía en trozos cuando me encaminé a la cabaña de abuelita.
Le había prometido que iría en busca de la fórmula que ella tanto había deseado darme; me la llevaría junto con la peineta y la mantilla, y las guardaría con cariño en recuerdo de ella. Joe había dicho que no debíamos dejar abandonada la cabaña. La ordenaríamos bien y la alquilaríamos. ¿Por qué no?, pensé. Era agradable ser dueños de alguna propiedad, por pequeña que fuese, y la cabaña que fuera construida en una noche por el abuelo Be tenía cierto valor sentimental.
Siempre me había parecido que la cabaña, estando a cierta distancia del resto de la aldea y rodeado por un bosquecillo de abetos, se encontraba aparte. Me alegré de eso entonces.
Trataba de fortalecerme, porque desde la muerte de abuelita no había visitado la cabaña y sabía que iba a ser una dolorosa experiencia.
Debía tratar de recordar sus palabras. Debía tratar de hacer lo que ella querría. Es decir, olvidar el pasado, no entristecerme, vivir feliz y juiciosa como ella lo habría querido.
Tal vez fuese la quietud de la tarde; tal vez fuese mi misión, pero de pronto tuve una sensación de inquietud, una extraña percepción de que no estaba sola; de que en alguna parte, no lejos de allí, alguien me observaba… con perversas intenciones.
Tal vez oí algún ruido en esa tarde silenciosa; tal vez había estado tan sumida en mis pensamientos, que no lo reconocí como una pisada; pero sin embargo tuve la incómoda sensación de que era seguida, y mi corazón empezó a latir con rapidez.
—¿Hay alguien allí? —pregunté en voz alta.
Escuché. Todo a mi derredor, el silencio era absoluto.
Me reí de mí misma. Me estaba obligando a visitar la cabaña, cosa que no quería hacer. Tenía miedo, no de algo maligno, sino de mis propios recuerdos.
Apresuré el paso hasta la cabaña y entré. Debido a aquel susto repentino en el bosquecillo, eché el pesado cerrojo. Me quedé apoyada en la puerta, mirando alrededor de mí esas paredes familiares de arcilla y paja. ¡El talfat, donde yo había pasado tantas noches! Qué sitio acogedor me había parecido durante mis primeros días en la cabaña, cuando había traído a Joe en busca de un refugio con abuelita.
Las lágrimas me cegaban; no debía haber venido tan pronto.
Procuraría ser juiciosa. El sentimentalismo siempre me había impacientado y allí estaba ahora, llorando. ¿Era esa la muchacha que se había abierto paso desde la cabaña hasta la mansión? ¿Era esa la muchacha que había negado a Mellyora el hombre a quien ésta amaba?
"Pero no estás llorando por otros", me dije. "Estás llorando por ti misma."
Entré en el depósito y encontré la fórmula, tal como me había dicho abuelita. El cielo raso estaba húmedo. Para que viviese alguien en la cabaña, habría que repararlo. Sin duda sería necesario hacer algunas renovaciones. Tuve la idea de agregarle dependencias, convirtiéndola en una casita acogedora.
Entonces, de pronto, me quedé inmóvil, porque estaba segura de que alguien probaba el picaporte de la puerta, sigilosamente.
Cuando se ha vivido muchos años en una casa se conocen todos sus ruidos; el chirriar especial del talfat; la tabla del piso que está suelta, el sonido peculiar del picaporte al levantarse, el crujido de la puerta.
Si alguien estaba afuera, ¿por qué no golpeaba? ¿Por qué probaban la puerta con tanto sigilo?
Salí del depósito, entré en la habitación de la cabaña, fui rápidamente a la puerta y allí aguardé a que el picaporte se moviese. No sucedió nada. Y entonces, de pronto, la ventana se oscureció momentáneamente. Yo, que tan bien conocía la cabaña, percibí de inmediato que alguien estaba allí de pie, mirando hacia adentro.
No me moví. Estaba aterrada. Me habían empezado a temblar las rodillas, y cubría mi piel un frío sudor, aunque no sabía por qué tenía que estar tan asustada.
¿Por qué no corrí a la ventana para ver quién espiaba? ¿Por qué no grité "Quién está allí", como en el bosquecillo?
Entonces no pude decirlo. Sólo pude quedarme acurrucada contra la puerta.
El cuarto se iluminó repentinamente; supe entonces que quien había estado mirando por la ventana ya no estaba allí.
Me sentía muy asustada. No sabía por qué, ya que no era timorata por naturaleza. Debo de haber permanecido allí, sin atreverme a moverme, durante un lapso que parecieron diez minutos, pero que no pueden haber sido más de dos. Apretaba la fórmula, la peineta y la mantilla como si fueran un talismán que podía protegerme del mal.
—Abuelita —susurraba—, protégeme, abuelita.
Era casi como si su espíritu estuviese allí, en la cabaña, como si me estuviese diciendo que me recobrara, que fuese valiente como antes.
¿Quién habría podido seguirme hasta allí?, pensaba yo. ¿Quién podía querer hacerme daño?
¿Mellyora, por arruinarle la vida? Como si Mellyora pudiese hacer daño a alguien.
¿Johnny? Porque se había casado conmigo cuando no tenía por qué hacerlo. ¿Hetty? Porque él se había casado conmigo cuando era tan importante que se casara con ella.
¡Temía a los fantasmas!
Eso era un disparate. Abrí la puerta de la cabaña y salí; no había nadie a la vista.
—¿Hay alguien allí? —grité—. ¿Alguien me busca?
No hubo respuesta. Apresuradamente cerré la puerta con llave y eché a correr, atravesando el bosquecillo hasta el camino.
No me sentí a salvo hasta que pude divisar la Casa Dower; pero al cruzar el jardín vi que había fuego encendido en la sala; Kim estaba de visita.
Con él estaban Mellyora y Carlyon; todos conversaban con animación. Cuando golpeé la ventana, todos miraron hacia mí; en sus rostros era evidente el agrado.
Cuando me reuní con ellos junto al fuego pude decirme que había imaginado el misterioso episodio en la cabaña.