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Penelope Fitgerald

La Librería

Título originaclass="underline" The Bookshop

© Penelope Fitzgerald, 1996

A un viejo amigo

1

En 1959, Florence Green pasaba de vez en cuando alguna noche en la que no estaba segura de si había dormido o no. Se debía a la preocupación que tenía sobre si comprar Old House, una pequeña propiedad con su propio cobertizo en primera línea de playa, para abrir la única librería de Hardborough. Probablemente era esa incertidumbre lo que la mantenía despierta. Una vez había visto volar por encima del estuario a una garza que intentaba, mientras estaba en el aire, tragarse una anguila que acababa de pescar. La anguila, a su vez, luchaba por escapar del gaznate de la garza, y se le veía un cuarto, la mitad o, en ocasiones, tres cuartos del cuerpo colgando. La indecisión que expresaban ambas criaturas era lastimosa. Se habían propuesto demasiado. Florence tenía la sensación de que si no había dormido nada -y la gente a menudo dice esto cuando quiere decir algo muy diferente- debía de haber sido por pensar en aquella garza.

Florence tenía buen corazón, aunque eso sirve de bien poco cuando de lo que se trata es de sobrevivir. Durante más de ocho años, a lo largo de media vida, había subsistido en Hardborough con la pequeña cantidad de dinero que su marido le había dejado al morir, y últimamente se había empezado a preguntar si no tendría la obligación de demostrarse a sí misma, y posiblemente a los demás, que ella existía por derecho propio. A menudo se consideraba que lo único que se podía exigir en el frío y claro aire del este de Inglaterra era llegar a sobrevivir. Muerte o curación, pensaban sus vecinos; una vida longeva o el envío inmediato a la tierra salina del cementerio.

Era pequeña de aspecto, delgada y huesuda, un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás. No se hablaba mucho de ella, ni siquiera en Hardborough, donde los amplios espacios permitían ver a todos los que se acercaban, y donde todo lo que se veía era objeto de comentario. Hacía pocos cambios estacionales en su atuendo. Todo el mundo conocía su abrigo de invierno, que era de esos que quizá estuvieran pensados para durar siempre un año más.

En Hardborough, en 1959, uno no podía tomarse una ración de Fish and Chips, ni había tintorería, ni siquiera cine, excepto un sábado por la noche de cada dos. En cierto modo, se sentía la necesidad de todas estas cosas, pero a nadie se le había ocurrido -y desde luego, nadie pensó que a la señora Green se le hubiera ocurrido tampoco- abrir una librería en el pueblo.

– Lo cierto es que no puedo comprometerme de una forma definitiva en nombre del banco en este momento (la decisión no está en mis manos), pero creo que puedo aventurarme a decir que no habrá ninguna objeción, en principio, para un préstamo. La consigna del gobierno hasta ahora ha sido que se restrinja el crédito a los clientes privados, pero hay señales evidentes de relajación, y no es que yo esté desvelando ningún secreto de Estado. Claro, que tendría poca competencia. O ninguna (alguna novela que otra, que me han dicho que prestan en la tienda de lanas Busy Bee). Nada que merezca destacarse. Y usted me asegura que tiene una experiencia considerable en el ramo.

Mientras se preparaba para explicar por tercera vez lo que quería decir con eso, Florence se vio a sí misma y a su amiga, veinticinco años atrás: dos jóvenes ayudantes en Müller's en la calle Wigmore, con el pelo ondulado al estilo Eugéne [1], y los lápices colgándoles del cuello con una cadena. El inventario era lo que mejor recordaba, cuando el señor Müller, después de pedir silencio, leía con una calma calculada la lista de las jovencitas y sus compañeros, elegidos por sorteo, que se encargarían de la revisión del día. Era 1934 y no había suficientes chicos, pero ella tuvo la suerte de que la emparejaran con Charlie Green, el comprador de poesía.

– Aprendí todo lo que hay que saber sobre el negocio cuando era una niña -dijo-. No creo que lo fundamental haya cambiado mucho desde entonces.

– Pero nunca ha desempeñado un puesto de gestión. Bueno, hay dos o tres cosas que quizá merezca la pena señalar. Digamos que se trata más bien de un consejo.

Había muy pocos negocios en Hardborough, y la idea de tener uno más, igual que la brisa marina que llega tierra adentro, movía ligeramente la pesada atmósfera del banco.

– No me gustaría robarle su tiempo, señor Keble.

– Ah, deje que sea yo quien juzgue eso. Creo que se lo plantearé de esta manera. Cuando se vea a sí misma abriendo una librería, pregúntese cuál es su verdadero objetivo. Ésa es la primera pregunta que uno debe hacerse antes de embarcarse en cualquier tipo de negocio. ¿Espera dar a nuestro pequeño pueblo un servicio necesario? ¿Espera obtener unos beneficios considerables? ¿O quizá, señora Green, va usted un poco a remolque, sin comprender del todo el mundo completamente distinto que los años 1960 pueden tener preparado para nosotros? A menudo pienso que es una pena que no haya unos estudios homologados para el pequeño empresario, o empresaria…

Evidentemente, había estudios homologados para los directores de banco. Inmerso como estaba el señor Keble en una corriente discursiva que dominaba a las mil maravillas, su voz adquirió ritmo, amparada por la experiencia de muchas navegaciones previas. Se explayó entonces sobre la necesidad de llevar la contabilidad de una forma profesional, sobre sistemas de préstamo y pago, sobre posibles descuentos.

– … me gustaría insistir en un punto, señora Green, que lo más probable es que a usted se le haya pasado y que, sin embargo, es muy evidente para quienes estamos en una posición desde la que podemos disfrutar de una perspectiva más amplia. La cuestión es ésta: Si durante un determinado período de tiempo los ingresos no son equiparables a los gastos, se puede predecir con bastante tino que las dificultades monetarias no se harán esperar.

Florence sabía esto desde el día en que recibió su primera paga, cuando a los dieciséis años había empezado a ganarse la vida por sí misma. Contuvo el impulso de responder de forma grosera. ¿Qué había sido de los buenos propósitos que se había hecho mientras cruzaba por el mercado hasta el edificio del banco, cuyos sólidos ladrillos rojos desafiaban la persistencia del viento, de ser prudente y obrar con tacto?

– En cuanto a los fondos, señor Keble, ya sabe que se me ha brindado la oportunidad de comprar prácticamente todo lo que necesito a Müller's, ahora que van a cerrar. -Logró decir esto con seguridad, aunque, en realidad, se había tomado el cierre de Müller's como un ataque personal a sus recuerdos-. No tengo una estimación al respecto todavía. Y, en lo que se refiere a las instalaciones, usted estaba de acuerdo en que 3500 libras era un precio más que justo por Old House y por el cobertizo de ostras.

Para su sorpresa, el director vaciló.

– La propiedad lleva mucho tiempo vacía. Por supuesto que es una cuestión entre su agente inmobiliario y su abogado… Thornton, ¿no? -Esto era una floritura artística, una especie de debilidad, ya que sólo había dos abogados en Hardborough-. Pero yo habría deseado que el precio bajara algo más… La casa seguirá ahí si decide esperar un poco… Ya sabe, el deterioro… La humedad…

– El banco es el único edificio en Hardborough que no tiene humedades -respondió Florence-. Quizá trabajar aquí todo el día le haya hecho a usted demasiado exigente.

– … y he oído hablar de la posibilidad… Creo que puedo decir que se ha mencionado la posibilidad de que la casa se destine a otros menesteres. Aunque, claro, siempre se puede realizar una reventa.

– Naturalmente, mi intención es reducir los gastos al mínimo.

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[1] Se refiere al príncipe Eugéne de Savoie-Carignan (1663-1736). En los retratos solía lucir un peinado rizado y tupido, separado por una raya en medio. (Todas las notas son de la traductora.)