Florence le envolvió el libro con mucho cuidado. Le habría gustado tener el poder para que aprobaran una ley por la que se asegurara que aquel hombre nunca volviera a ser infeliz. Pero quizá no debería haber ido a la tienda siquiera. Estaba allí contra su voluntad, por decirlo suavemente. Miró a su alrededor como si estuviera en libertad bajo palabra, y se batió en retirada con su paquete.
La astuta sobrina de Jessie Welford se quedó un poco sorprendida cuando fue por allí la primera vez a echar una mano con la contabilidad. La facturación era mayor de lo que esperaba. No sabía que había tanto interés por la nueva empresa.
– ¿Echamos un vistazo a las transacciones? -preguntó sacando la punta de su Eversharp [8] de plata y usando ese tono que hacía que sus empleados se cuadraran-. Se han abierto tres cuentas: la escuela primaria y dos médicos. ¿Dónde está su provisión para deudas incobrables?
– Me parece que no he hecho ninguna -dijo la señora Green.
– Debería ser un 5 por ciento de lo que se le debe en el libro mayor. Luego, la depreciación… Eso tiene que aparecer en el debe, aquí, y como haber en la cuenta de propiedad. Todo débito ha de tener su crédito. Es esencial que usted pueda ver, con sólo mirar una vez en cualquier momento, exactamente cuánto debe y cuánto le deben. Ése es el objetivo de llevar bien los libros. Porque querrá usted saberlo, ¿no?
Deseó que así fuera y se sintió culpable. A menudo pensaba que como se enterase exactamente de cuál era su situación financiera hasta el último cuarto de penique, tal y como insistía Ivy Welford, no tendría valor para seguir adelante un solo día más. No se atrevía a mencionar siquiera que estaba pensando en abrir una biblioteca.
El tiempo había cambiado y reinaba un verano prematuro.
– ¡Alguien trae un envío para usted! -gritó Wally desde la bici, con un pie en el suelo-. Preguntó dos veces cuál era el camino, una en la gasolinera y otra en la vicaría. Ahora tiene problemas para dar la vuelta. Está intentando hacerlo en una sola maniobra, para cruzar directamente y venir por la parte de atrás.
Con el tiempo, esta furgoneta en concreto, elegante con su pintura roja y crema, se convertiría en la más conocida de Hardborough. Era la furgoneta de Brompton's, la tienda de Londres que ofrecía servicio de biblioteca a libreros de provincias, sin importar lo lejos que estuvieran. A petición de Florence, le habían traído los primeros volúmenes, y ella tenía que firmar un compromiso y leer las condiciones que proponía Brompton's.
Éstas parecían más una filosofía moral o las leyes de un Estado ideal, que la expresión de una transacción económica. Los libros disponibles para préstamo estaban divididos en tres clases: A, B y C. Los de la clase A eran los que se pedían mucho, los de la clase B eran simplemente aceptables, mientras que los de la clase C eran libros francamente viejos y que no interesaban a nadie. Por cada A que se llevara, debía llevarse tres Bes y un número considerable de Ces para sus lectores. Si pagaba más, podía llevarse más Aes, pero también un montón enorme de Bes y de Ces. Además, no se le enviaría nada nuevo hasta que devolviera la última remesa.
Brompton's no ofrecía ninguna sugerencia sobre cómo inducir a los lectores a que eligieran el libro más adecuado. Es posible que en Knightsbridge tuvieran sus propios métodos al respecto.
El mismo día en que se anunció la apertura de la biblioteca con apenas una nota escrita a mano y colgada en la ventana de la librería, se inscribieron treinta vecinos de Hardborough. Se podía considerar al señor Brundish como un socio seguro. Y, aunque él no hubiera dado ningún indicio sobre lo que le gustaría leer, los otros treinta lo tenían muy claro. Cómodamente retirados, o bien propietarios de sus prósperos negocios, admiradores de las imágenes de la realeza y nostálgicos del pasado, todos querían tener el recientemente publicado La vida de la reina Mary. [9] Esto a pesar de que la mayoría parecía tener conocimientos de primera mano acerca de las intimidades de la Casa Real en mucha mayor medida, por supuesto, que el biógrafo. La señora Drury dijo que la reina Madre no había hecho todos esos bordados ella sola; las partes difíciles se las habían hecho sus doncellas. El señor Keble, por su parte, aseguró que nunca volveríamos a ver a nadie como ella.
La reina Mary era, obviamente, un libro A. En lo que al tiempo se refiere, la señora Thornton había sido la primera en ponerlo en su lista; y Florence, segura de la justicia de su sistema, colocó la tarjeta de los Thornton dentro del libro. Todos los lectores tenían una tarjeta rosa y los libros estaban ordenados alfabéticamente, a la espera de que alguien se los llevara. Esto suponía un defecto grave en el sistema. Todo el mundo sabía, con sólo echar un vistazo, el libro que tenían los demás. No era necesario que se dedicaran a curiosear por todos lados, tocando las cosas en el espacio excesivamente pequeño que se había acomodado para la biblioteca, pero lo cierto era que no estaban muy habituados a la disciplina.
– Creo que ha habido algún error… Me parece que había dejado bien clara mi elección. Esto tiene toda la pinta de ser una historia de detectives, y en absoluto parece reciente -dijo la señora Keble, y luego añadió que volvería en media hora. Siempre creía que las cosas tardaban una media hora en resolverse.
– Tampoco me interesa La historia del pensamiento chino -dijo.
La biblioteca se abría los lunes de dos a tres. Normalmente era la hora más floja. La señora Keble no tenía ningún motivo para venir tan pronto, pero a las dos en punto solían entrar varios lectores a la vez, y el ambiente en la concurrida parte de atrás de la tienda empezaba a parecerse a los históricos asedios al Banco de Inglaterra. Durante el año 1945, recordó la señora Green, el Banco se había visto obligado a mantener a los clientes en orden, a fundir los tinteros para hacer balas y a pagar los reembolsos en monedas de seis peniques. Si la señora Thornton viniera de una vez a llevarse su Reina Mary… Pero satisfecha, quizá, con su irrefutable derecho adquirido, no se presentó, aunque se la esperaba cada vez que se abría la puerta de la calle. Mientras tanto, todo el mundo podía ver su tarjeta.
– … lo que significa, supongo, que se le permitirá ser la primera en llevarse La reina Mary. Me han dicho que es una lectora especialmente lenta, pero ésa no es la cuestión, claro.
– La señora Thornton fue la primera en pedir el libro. Eso es lo único que yo tengo en cuenta.
– Permítame que le diga, señora Green, que si tuviera un poco más de experiencia trabajando en comités, se daría cuenta de lo imprudente que resulta tomar decisiones teniendo en cuenta un único aspecto. Una pena.
– En un pueblo pequeño no podemos evitar saber ciertas cosas de los demás. Puede que algunos de nosotros nos sintamos más cercanos que otros al concepto de realeza. Algunos pueden pensar que tienen derecho a ser los primeros en leer acerca de la fallecida Reina Madre. Es posible que se trate de una devoción leal cultivada durante años.
– La señora Thornton fue bastante clara al respecto.
El aire de la tarde veraniega se hizo denso y caluroso. Dos lectores más se apretujaron en la habitación, y uno de ellos le dijo a Florence, en un aparte, que era bien sabido que la señora Thornton había votado a los liberales en las últimas elecciones. Tanto la parte de atrás de la casa como la puerta de la calle estaban bloqueadas por las señoras. A las cuatro -las horas de trabajo eran muy cortas en Hardborough- se unieron sus maridos.
– Nunca hubiera pensado que se iba a malinterpretar mi lista. Mírelo, está escrito ahí, claramente. Parece un fallo de la sencilla rutina burocrática. Si todo el mundo quería La reina Mary, ¿por qué no se encargaron más copias?