No parecía que hubiera nada que discutir esa tarde con la señora Gipping, que se quedó de pie pacientemente en la puerta entornada cuando Florence acompañó a Christine hasta su casa.
El pequeño Peter estaba plantando filas de pinzas de la ropa entre los guisantes tempraneros.
– ¿Por qué llega Christine tan tarde? -preguntó.
– Ha estado trabajando para esta señora.
– ¿Para qué?
– Tiene una tienda llena de libros para que la gente pueda leer.
– ¿Para qué?
Las camionetas y furgones que traían a los vendedores de las editoriales empezaron a aparecer con más frecuencia por el brillante horizonte de los pantanos, hundiéndose de vez en cuando en el lodo a la altura del cruce, y siempre, sin remedio, cuando intentaban dar la vuelta en la orilla. Incluso en verano se trataba de un viaje complicado. Los que lograban llegar sanos y salvos eran un poco reacios a desprenderse de las novelas románticas y los libros de noviazgos, que eran los que Florence quería realmente, a no ser que accediera a quedarse también con un montón de esas novelas de cubiertas ligeramente envejecidas, que tenían el aire de una mujer a la que nadie ha solicitado nunca su favor. Su solidaridad tanto con los vendedores como con los libros que envejecían irremediablemente, la convertían en una compradora algo imprudente. Además, los vendedores llegaban de tan lejos que ella no tenía más remedio que llevarles a la cocina y ofrecerles un té. Allí, con la esperanza de que tardarían todavía un tiempo en regresar a ese agujero dejado de la mano de Dios, los vendedores se podían permitir el lujo de revolver el azúcar y relajarse un poco.
– Una cosa es cierta: la competencia no le supondrá un problema. No hay otro punto de venta entre este páramo y Flintmarket.
A todos se les había caído el alma a los pies cuando se dieron cuenta de que no había servicio ferroviario alguno, lo que obligaría a que todos los pedidos tuvieran que llegar por carretera. Para cuando empezaban a sentir que había llegado el momento de ponerse en marcha, se había levantado el viento, y sus furgonetas, sin la carga que las había mantenido estables, se bamboleaban de un lado para otro, incapaces de ceñirse al eje de la carretera. Los jóvenes novillos, los animales más inquisitivos de todos, se acercaban por la hierba para mirarles apaciblemente.
– No sé por qué he comprado esto -reflexionó Florence después de una de estas visitas-. ¿Por qué me los he quedado? Nadie me forzó a ello. Nadie me aconsejó.
Tenía ante sí un paquete con 200 marcapáginas chinos, pintados sobre seda. La cigüeña, que simbolizaba la longevidad; un ciruelo en flor, para ilustrar la felicidad… Su debilidad por las cosas bonitas la había traicionado. Era inconcebible que alguien en todo Hardborough los quisiera. Pero Christine la consoló. Los visitantes los comprarían; cuando llegara el verano, no sabrían en qué gastar su dinero.
En julio, el cartero trajo una carta con matasellos de Bury St. Edmund's. Era demasiado larga, como podía verse por el grosor del sobre, para tratarse de un simple pedido.
Estimada Sra.,
Quizá le interese o le divierta saber cómo fue que llegué a tener noticias de su establecimiento. Un primo de mi mujer, que en paz descanse (quizá debiera llamarle tío segundo), está relacionado, por un segundo matrimonio, con ese joven prometedor, el diputado de la circunscripción de Longwash, quien me comentó que en una fiesta que dio su tía (la Sra. Gamart, a quien no conozco personalmente) se mencionó que Hardborough por fin iba a contar con una librería.
Florence se preguntó de qué manera podría esto considerarse divertido. Pero no debía ser tan dura.
Puede que le divierta más todavía saber que no la escribo por nada relacionado en absoluto con los libros.
Seguían varias páginas de fino papel de carta, de las que dedujo el dato de que quien las escribía respondía al nombre de Theodore Gill, que vivía en algún lugar cerca de Yarmouth, que era un pintor de acuarelas que no veía motivos para abandonar el estilo del cambio de siglo, y que le encantaría organizar o, mejor, que le organizaran, una pequeña exposición de su obra en Old House. El nombre de la señora Gamart y su brillante sobrino, no tenía duda, servirían de recomendación suficiente.
Florence miró sus estanterías, detrás de las cuales se podía distinguir medio metro escaso de pared. Siempre cabía la opción de utilizar el cobertizo de las ostras, pero incluso ahora, en pleno verano, la humedad era tremenda. Guardó la carta en un cajón en el que ya había varias del mismo estilo. Entre la clase media alta de East Suffolk, la mediana edad algo avanzada solía llevar aparejada una crisis, después de la cual casi todos se convertían en pintores de acuarelas y se especializaban en paisajes. No habría importado tanto si hubieran pintado mal, pero lo cierto era que se les daba bastante bien. Todos sus cuadros, por lo demás, eran muy parecidos entre sí. Una vez enmarcados, colgaban en las paredes de los salones, mientras por las ventanas el paisaje vacío, desteñido y enmarañado se unía con el cielo transparente.
Esta crisis, además, iba acompañada del deseo de exponer en un lugar más ambicioso que la entrada de la parroquia, y Florence la relacionaba con las cartas que había recibido de diversos «autores locales». Los cuadros tenían títulos como Puesta de sol en el Laze, mientras que los libros se titulaban A pie a través de los pantanos o El este de Inglaterra sobre cuatro ruedas. Porque, ¿qué otra cosa se puede hacer con las llanuras además de cruzarlas? No tenía ni la más remota idea de dónde pondría a los autores locales si éstos venían, como habían sugerido, a firmar ejemplares de sus libros a los compradores ansiosos. Quizá podría colocar una mesa debajo de la escalera, si es que lograba mover una parte de los libros. Se imaginó con todo detalle la decepción que sentirían estos autores, allí empotrados detrás de la mesa repleta de ejemplares, bolígrafo en mano, mientras pasaban las horas sin que viniera nadie a comprar ninguno de sus libros.
– El martes siempre es un día tranquilo en Hardborough, señor… sobre todo si hace bueno. No le sugerí que viniera el lunes porque ese día es más tranquilo todavía. Los miércoles también son tranquilos, excepto por el mercado, y el jueves abrimos sólo media jornada. Los clientes no tardarán en venir y preguntar por su libro, claro que sí. Han oído hablar de usted, es un autor local. Naturalmente que querrán tener su autógrafo, cruzarán los pantanos a pie, o a motor.
La sola idea de tanto sufrimiento y vergüenza era difícil de sobrellevar, pero al menos veía que, de momento, aquello no estaba ocurriendo. Metió la carta del señor Gill en el cajón.
Había estado casi demasiado ocupada para darse cuenta de que las vacaciones habían terminado. Ahora se fijó en las toallas de playa que colgaban en todas las ventanas de las casas más cercanas a la orilla. El ferry cruzaba el Laze varias veces al día, y el Fish and Chips ampliaba su espacio con trozos de hierro forjado traídos de la pista de aterrizaje abandonada. Apareció Wally para preguntarle a Christine si le gustaría ir de acampada, y Florence se preguntó si el muchacho no venía demasiado, y de forma demasiado persistente. Christine, en cualquier caso, rechazó la invitación con una dignidad que ella imaginó aprendida de sus hermanas mayores.
– Ese Wally lo que quiere es su tabla de lavar la ropa. Querrá utilizarla para su grupo de música. He visto que no le quita ojo siempre que se mete en la parte de atrás de la casa.
– Entonces será mejor que se la lleve -dijo Florence-. Nunca he sabido qué hacer con ella. También se puede quedar con el escurridor, si quiere.