Florence no esperaba que su ayudante volviera por allí; pero lo hizo al día siguiente, con la sugerencia de que si volvían a tener problemas podían ponerse las dos a rezar juntas la oración del Señor. Su madre había indicado que sería una pérdida de tiempo consultar al vicario. Los Gipping no pertenecían a la iglesia Anglicana y no iban a St. Edmund's, pero el párroco tampoco sería de gran ayuda; los fantasmas podían combatirse con lecturas y oraciones, pero no así los rappers. Entretanto, seguro que había llegado el momento de lavar los plumeros.
A Florence le dio pena ese aparente desdén hacia la elegante iglesia cuya torre protegía los pantanos, y cuyo suelo del famoso pórtico sur, entre contrafuertes angulosos, había sido decorado por un ancestro del señor Brundish con baldosas de sílex de color gris plateado y gris oscuro. Le habría gustado que, cuando hablara con el vicario, la conversación no versara sobre el dinero. Se había alegrado de donar parte de sus libros para la fiesta de la cosecha, aunque se preguntaba cómo Usted puede ser su propio mecánico y una pila de novelas podían considerarse frutos de la tierra y el mar. Para el canónigo debía de constituir una pesada carga -eso lo sabía muy bien- tener que dedicar tanto tiempo a recolectar fondos. Le habría gustado poder verle sólo un momento para preguntarle: ¿Tenía razón William Blake cuando dijo que todo aquello en lo que era posible creer era una imagen de la Verdad? ¿Y si era algo en lo que resultaba imposible creer? ¿Creía él en los rappers? Mientras tanto, decidió asistir a la misa matutina en St. Edmund's, y al salir se dio cuenta de que la semana siguiente le tocaba ocuparse de las flores. Se dio de bruces con la lista que estaba colgada en el porche: señora Drury, señora Green, señora Thornton, señora Gamart dos semanas; eso debía de ser porque tenía el jardín más grande.
La señora Gipping, cuya casa quedaba entre la vieja estación de tren y la iglesia, estaba trabajando en su huerto. Al ver pasar a la patrona de Christine de vuelta de la misa, le hizo una señal para que se acercara. Gipping, a la que se podía ver entre hileras de hojas verdes, estaba cuidando el apio tempranero, que aguantaría hasta Navidad.
En el calor húmedo de la cocina en un día de colada, la señora Gipping resultaba tranquilizadora. Su hija le había hablado de la visita del rapper; en su opinión, dijo, todos los trabajos tenían algún inconveniente.
– Querrá tomar algo, supongo, antes de ir a abrir su negocio.
Florence esperaba que le diera una taza de Nescafé, al que ya se había acostumbrado, pero, en cambio, dirigió su atención hacia una enorme calabaza que colgaba encima de la pila. Había una espita de madera incrustada en uno de los lados tersos y brillantes de la fruta. Lucía unas atrevidas franjas verdes y amarillas. Alineadas debajo, había tazas y algunos vasos, y si se le daba una vuelta a la espita salía, gota a gota, un líquido turbio que caía pesadamente sobre la taza más cercana. La señora Gipping explicó que no llevaba mucho tiempo allí colgada y que no se subía en absoluto a la cabeza, pero que ella había visto a un hombre fuerte entrar, tomar un sorbo de una calabaza de cuatro semanas y desplomarse sobre el suelo de piedra, poniéndolo todo perdido de sangre.
– Ya me dará usted la receta -dijo Florence educadamente.
Pero la señora Gipping le respondió que nunca se la daba a nadie, porque, si lo hacía, el Instituto de la Mujer, contra el que parecía albergar algún tipo de resentimiento, tomaría nota para incluirla en su repertorio de viejas tradiciones rurales.
Abrir la tienda producía en Florence, cada mañana, la misma sensación cargada de promesas y oportunidades futuras. Los libros estaban tan bien alineados como las verduras del huerto de la señora Gipping. Dispuestos para todos los visitantes.
Milo vino a la hora del almuerzo.
– ¿Qué? ¿Al final va a encargar Lolita?
– Todavía no lo he decidido. He pedido un ejemplar de lectura. Estoy algo desconcertada por lo que han dicho sobre ella los periódicos americanos. Un crítico ha afirmado que su publicación era una mala noticia para el ramo y para los lectores, porque era aburrida, pretenciosa, de lenguaje florido y repulsiva. Pero por otro lado había un artículo de Graham Greene que decía que era una obra maestra.
– No me ha preguntado qué es lo que pienso yo.
– ¿De qué serviría? Ha perdido el segundo volumen o se lo ha dejado en algún lado. ¿Llegó a terminar de leerlo?
– No lo recuerdo. ¿No se fía de su propia valoración, querida?
Florence se lo pensó.
– Me fío de mi valoración moral, sí. Pero yo soy sólo una comerciante; no tengo suficiente preparación para entender de Arte, y no sé si un libro es una obra maestra o no.
– ¿Qué le dice su valoración moral acerca de mí?
– Eso no es muy difícil de contestar -dijo Florence-. Me dice que debería casarse con Kattie, pensar menos en sí mismo y trabajar más duro.
– Pero no está usted segura en cuanto a Lolita. ¿Teme que lo lea esa pequeña Gipping?
– ¿Christine? En absoluto. En cualquier caso, nunca lee los libros que vende. Es la ayudante perfecta en ese sentido. Sólo lee Bunty, [13] y de vez en cuando.
– ¿O quizá teme que no les guste a los Gamart? Violet todavía no ha venido por aquí, ¿verdad?
Milo añadió que el General le había dicho, cuando los coches de ambos estaban esperando en el paso a nivel en Flintmarket, que su mujer no creía que Lolita llegara nunca a venderse en un sitio tan entrañable y aletargado como Hardborough.
– Prefiero no tener ninguna de esas cosas en cuenta. Si Lolita es un buen libro, entonces lo venderé en mi librería.
– En el peor de los casos ganaría dinero, ¿sabe?
– Ésa no es la cuestión -respondió Florence. Y, de verdad, no lo era.
Se preguntó por qué últimamente se hablaba de forma tan recurrente del peor de los casos. Hacía sólo unos días, en los pantanos, Raven le había enseñado unas suculentas hierbas verdes que, según dijo, se consideraban un manjar en Londres, y que alcanzarían un buen precio si las enviaba allí.
– Esto le puede ser de ayuda, señora Green, si las cosas no salen como es de esperar.
– Nos va bastante bien, de momento -le dijo a Milo-. Haré caso de sus buenos consejos sobre Lolita en su debido momento.
Milo pareció vagamente desilusionado.
– Deme un ejemplar de Bunty -dijo.
Florence le dijo que había un montón enorme en la parte de atrás, pero que no podía deshacerse de ninguno sin el permiso de Christine. Y las clases no terminaban hasta las tres y media.
Tras seis meses de negocio, Florence calculó que tendría unas 2500 libras en mercancía en el almacén; le debían unas 80 libras y su balance corriente con el señor Keble era de un poco más de 400 libras. Eso significaba un activo circulante de 3000 libras. Se alimentaba en gran medida de té, galletas y arenques, y no había gastado prácticamente nada en publicidad, si exceptuaba (y eso porque no podía hacerle el feo al vicario) un anuncio que puso en la hoja parroquial. Sus gastos de personal seguían siendo de 12 chelines y 6 peniques a la semana, 30 chelines durante las vacaciones. No hacía descuentos a nadie, excepto a la escuela primaria. Despachar no se parecía en nada a lo que había hecho en Müller's. Los vecinos estaban acostumbrados a dejarle cosas cuando pasaban por allí. Cualquiera que tuviera un vehículo de dos o cuatro ruedas (no sólo el servicial de Wally) era un portador potencial de algo. Ella misma se disponía a tomar el ferry para cruzar el Laze, ya que ese día tocaba media jornada, para llevar treinta ejemplares del Manual para el Reconocimiento de las Flores Silvestres al Instituto de la Mujer. Al recordarlo, cogió el libro de arriba del montón y miró las ilustraciones en busca de la planta de los pantanos que le había enseñado Raven. No se decía ni una sola palabra sobre ella.