– Pase al comedor.
El comedor era un rectángulo, con balcones que daban al jardín. La vista hacia el exterior estaba cubierta en parte por un seto de haya, del que todavía colgaban hojas marrones, pesadas por la humedad de noviembre. A Florence le dio pena imaginar a alguien comiendo solo en una mesa semejante. Obviamente, estaba preparada para la ocasión con diversos cacharros de barro azul y blanco, que parecían premios de una feria. Perdida entre todos ellos había una tarta de frutas, una botella de leche y un jamón de un desagradable color rosa, todavía en la lata.
– Deberíamos poner un mantel -dijo el señor Brundish mientras sacaba uno de lino blanco almidonado de un cajón, e intentaba echar a un lado la gigantesca vajilla. Florence evitó esta operación al tomar asiento. Su anfitrión hizo lo propio inmediatamente. Se acomodó en un sillón de orejas y extendió sus manos largas y peludas a cada lado de su plato. Desgarbado y poco presentable, no era el tipo de figura que pudiera perder jamás la dignidad. Estaba esperando, con cierta humildad, a que ella hiciera los honores. La tetera de plata era del tamaño de una pequeña pila bautismal, difícil de levantar y casi tan fría como el mármol. En la parte de arriba había un lema: No tener éxito en algo es fallar en todo.
Afortunadamente, como sólo había un cuchillo en la mesa y nadie se había acordado de los tenedores, el señor Brundish no hizo ningún intento de imponerle la tarta o el jamón a su invitada. Tampoco bebió su té medio frío. Florence se preguntó si comería de forma regular. Quería hacer que se sintiera cómoda, pero estaba más habituado a amenazar, y le resultaba difícil cambiar de actitud. Esto era algo que a ella le atraía. Después de un rato de silencio absoluto, que no fue embarazoso ya que era obvio que él estaba acostumbrado, el señor Brundish dijo:
– Usted me hizo una pregunta.
– Sí, lo hice. Era sobre una novela nueva.
– Me hizo el cumplido de hacerme una pregunta seria -repitió el señor Brundish lentamente-. Usted creyó que sería imparcial. Sin duda pensó que estaba solo en el mundo. Cosa que no es así, por cierto. Si lo estuviera sería un perfecto conejillo de Indias para investigar si existe alguna acción que no le haga daño a nadie más que a uno mismo. Este tipo de problema me interesaba en mis días juveniles. Pero, como le digo, no estoy solo. Soy viudo, pero tenía hermanos y una hermana. Todavía tengo parientes y descendientes directos, aunque están repartidos por todo el globo. Por supuesto que uno puede acabar harto de esas cosas… Quizá le parezca que el té no está lo bastante caliente.
Florence dio un sorbo educadamente.
– Debe de echar de menos a sus nietos.
El señor Brundish se pensó esto con mucho cuidado.
– ¿Que si me gustan los niños? -preguntó.
Ella se dio cuenta de que la pregunta era sencillamente el fruto de su falta de práctica. Hablaba tan poco con la gente que había olvidado cómo funcionaban las normas de la conversación.
– No me lo parecía -dijo ella-. A mí sí.
– Tengo entendido que una de las niñas Gipping, la tercera, la ayuda a usted en la tienda. Y ésa es toda la ayuda que tiene.
– Tengo una contable que viene de vez en cuando, y luego está mi abogado.
– Tom Thornton. No sacará mucho de él. En veinticinco años de profesión nunca he oído que haya llevado un caso a juicio. Siempre llega a un acuerdo. ¡Nunca acepte un acuerdo!
– No tengo ningún problema legal. Eso no era en absoluto lo que quería preguntarle.
– Me atrevería a decir que Thornton se negaría a ir a su casa en cualquier caso. Está hechizada, y no le interesa. Por cierto, quizá le habría gustado lavarse las manos. Hay un cuarto de baño en el lado derecho del recibidor con varios lavabos. En la época de mi padre era especialmente útil para las cacerías.
Florence se echó hacia delante.
– Verá, señor Brundish, hay cierto grado de responsabilidad en intentar llevar una librería.
– Eso creo, sí. No todo el mundo lo aprueba, como sabe. Tengo entendido que hay ciertas personas que no terminan de aceptar la situación. Me refiero a Violet Gamart. Tenía otros planes para Old House, y ahora parece que se la ha ofendido de alguna forma.
– Estoy segura de que ella sabe que fue un accidente. -Era difícil decir otra cosa que no fuera la verdad en Holt House, pero Florence continuó-. Estoy convencida de que tiene buenas intenciones.
– ¡Buenas intenciones! ¡Piense con la cabeza! -dijo, y dio un golpe en la mesa con una cuchara pesada-. Quiere un Centro para las Artes. ¿Cómo puede el Arte tener un centro? Pero ella cree que lo tiene y quiere echarla a usted.
– Aunque lo hiciera -dijo Florence-, no me afectaría lo más mínimo.
– Me parece que usted podría estar confundiendo la fuerza con el poder. La señora Gamart, por sus relaciones y amistades, es una mujer poderosa. ¿Eso le preocupa?
– No.
El señor Brundish no conocía, o quizá nunca se la habían enseñado, la convención social de no mirar fijamente a los demás. Él sí lo hacía. Clavó la mirada en Florence como sorprendido de que estuviera allí y, aun así, ella se sintió animada ante esa concentración absoluta.
– ¿Puedo volver a mi primera pregunta? Estoy pensando en hacer un primer pedido de doscientos cincuenta ejemplares de Lolita, lo que supone un riesgo considerable. Pero, por supuesto, no le quiero consultar a usted desde un punto de vista comercial, eso no estaría bien. Lo que me gustaría saber, antes de hacer el pedido, es si usted cree que es un buen libro y si hago bien en venderlo en Hardborough.
– Yo no le doy tanta importancia como usted, supongo, a las nociones del bien y el mal. He leído Lolita, como usted me pidió. Es un buen libro y, por lo tanto, debería intentar vendérselo a los habitantes de Hardborough. No lo entenderán, pero será mejor así. Entender las cosas hace que la mente se vuelva perezosa.
Florence suspiró aliviada ante una decisión en la que ella no tenía nada que ver. Entonces, para reafirmarse en su independencia, cogió el único cuchillo que había, cortó dos pedazos de tarta, y le ofreció uno al señor Brundish. Con gran preocupación, él puso el trozo sobre su plato tan cuidadosamente como si estuviera volviendo a colocar una tapa en su sitio. Tenía algo que decir, algo que se acercaba más al verdadero motivo de la invitación que nada de lo que se hubiera dicho hasta entonces.
– Bueno, le he dado mi opinión. ¿Por qué cree que un hombre sería mejor juez en este caso que una mujer?
Al decir estas palabras introdujo un elemento nuevo en la conversación, tan perceptible como un cambio en la dirección del viento. El señor Brundish no hizo ningún intento por cambiar la situación, sino más bien al contrario: parecía alegrarse de haber llegado a un punto previamente acordado.
– No creo que los hombres sean mejores jueces que las mujeres -dijo Florence-. Pero pasan mucho menos tiempo lamentándose de sus decisiones.
– He tenido tiempo de sobra para tomar la mía. Pero nunca he tenido problemas para llegar a una conclusión. Deje que le diga qué es lo que admiro del ser humano. Lo que más valoro es la virtud que comparten con los dioses y con los animales, y que, por tanto, no debería considerarse una virtud. Me refiero al coraje. Usted, señora Green, tiene esa cualidad en abundancia.
Ella fue consciente, allí sentada en la tenue luz de la tarde, ante el despliegue absurdo de cuencos y tarrinas, de que en ese momento la soledad estaba hablando con la soledad y de que él estaba intentando llegar a un entendimiento con ella. Las palabras las había dicho despacio, como si en cada pausa le estuviera dando la oportunidad de responder. Pero, mientras se mantuvo el equilibrio un instante, ella luchó por poner algo de orden en lo que sentía o en lo que medio adivinaba, y el señor Brundish suspiró profundamente. Quizá descubrió que ella carecía de algo. Esa mirada tan directa se alejó lentamente de ella y se centró en su plato. Volvió la necesidad de entablar una conversación.