El director se preparó para sonreír de forma comprensiva, pero se ahorró el esfuerzo cuando Florence continuó tajante:
– No tengo la más mínima intención de revender -dijo-. Sé que es un tanto peculiar dar un paso así a mi edad, pero, una vez hecho, no tengo intención de dar marcha atrás. ¿Para qué otras cosas se cree la gente que se puede utilizar Old House? ¿Por qué nadie ha hecho nada al respecto en los últimos siete años? Los grajos han anidado en la casa, se han caído la mitad de las tejas, huele a rata. ¿No es mejor que sea un sitio donde la gente pueda dedicarse a hojear libros?
– ¿Está usted hablando de cultura? -dijo el director, con una voz a medio camino entre la pena y el respeto.
– La cultura es para aficionados. No puedo permitirme llevar una tienda que tenga pérdidas. ¡Shakespeare era un profesional!
Hizo falta menos de lo previsto para que Florence, se alterara, pero, al menos, tenía la suerte de contar con un argumento que le importaba de verdad. El director respondió suavemente que leer requería de una cantidad enorme de tiempo:
– Me gustaría contar con más tiempo para mí. ¿Sabe?, la gente se equivoca acerca de los horarios que tenemos en los bancos. Personalmente, dispongo de muy poco tiempo por las tardes para dedicarme a mis propias aficiones. Pero no me malinterprete. Creo que un buen libro de cabecera tiene un valor incalculable. Cuando por fin puedo retirarme, no hago más que leer unas cuantas páginas y me entra un sueño incontrolable.
Florence calculó que, a ese ritmo, un buen libro le duraría al director más de un año. El precio medio de un libro era de doce chelines y seis peniques. Suspiró.
No conocía bien al señor Keble. De hecho, poca gente en Hardborough le conocía realmente. Aunque la prensa y la radio no parasen de proclamar que eran años de gran prosperidad para Gran Bretaña, en Hardborough casi todos seguían pasando apuros y, si podían, evitaban tener que ver al director. La pesca del arenque había disminuido, la demanda de marineros estaba en uno de sus momentos más bajos y había muchas personas retiradas que vivían de un único ingreso fijo. Personas que no le devolvían la sonrisa al señor Keble, ni el saludo desde la ventanilla bajada a toda velocidad de su Austin Cambridge. Quizá por eso habló tanto rato con Florence, aunque, ciertamente, la conversación estaba resultando muy poco profesional. Es más, en opinión del propio banquero, había llegado a un nivel personal totalmente inaceptable.
Se podía decir que Florence Green, al igual que el señor Keble, era de natural solitaria, pero esto no les hacía personas excepcionales en Hardborough, donde muchos de sus habitantes lo eran también. Los naturalistas locales, el encargado de cortar los juncos, el cartero, el señor Raven, el hombre de los pantanos, iban en bicicleta solos, inclinándose contra el viento, observados por los observadores, que podían saber qué hora era por su aparición sobre el horizonte. Algunos de estos seres solitarios no se dejaban ver siquiera. El señor Brundish, descendiente de una de las familias más antiguas de Suffolk, vivía tan encerrado en su casa como un tejón en su guarida. Cuando salía en verano, con su atuendo de tweed de un color entre verde oscuro y gris, parecía un matojo andante entre los tojos, o tierra entre el aluvión. En otoño se ponía a cubierto. Su mala educación molestaba de la misma forma que lo hace el tiempo, cuando empieza despejado por la mañana, para nublarse después, rompiendo las promesas que parecía traer consigo.
El propio pueblo era una isla entre el mar y el río, que murmuraba y se plegaba sobre sí mismo en cuanto sentía que llegaban los fríos otoñales. Cada cincuenta años o así perdía, como por un descuido o por indiferencia hacia semejantes asuntos, algún medio de transporte. En 1850 el Laze había dejado de ser navegable, y los muelles y los ferrys se habían ido pudriendo hasta desaparecer. El puente colgante se había caído en 1910, y desde entonces había que hacer diez millas más por Saxford para cruzar el río. En 1920 cerró el viejo ferrocarril. Casi ningún niño de Hardborough, todos excelentes nadadores y buceadores, había subido a un tren. Miraban la desierta estación de la LNER [2] con una admiración supersticiosa. En ella, unas placas de acero oxidadas, con anuncios de Fry's Cocoa y Iron Jelloids, colgaban al viento.
Las inundaciones de 1953 llegaron hasta el muro de contención y lo derribaron, de modo que era peligroso cruzar la boca del puerto, excepto cuando la marea estaba muy baja. Un bote de remos era ahora la única forma de cruzar el Laze. El hombre del ferry escribía el horario del día con una tiza en la puerta de su cabaña, pero ésta quedaba en la otra orilla, así que nadie en Harborough podía estar seguro de las horas a las que podrían cruzar.
Después de su entrevista en el banco, y resignada a la idea de que todo el mundo en el pueblo supiera que había estado allí, Florence se dispuso a dar un paseo. Cruzó pisando los tablones de madera que atravesaban los diques, precedida por crujidos y chapoteos de pequeñas criaturas, no sabía de qué tipo, que se lanzaban al agua a su paso. Por encima de su cabeza, las gaviotas y los grajos navegaban seguros de sí mismos sobre las mareas del aire. El viento había cambiado súbitamente y ahora soplaba hacia el interior.
Más allá de los pantanos se divisaba la cima del basurero y luego empezaban los ásperos prados, que no eran ni siquiera lo suficientemente buenos como para que los granjeros los vallaran. Oyó que gritaban su nombre, o más bien lo vio, porque las palabras se las llevó el viento al instante. El hombre de los pantanos le estaba pidiendo que se acercara.
– Buenos días, señor Raven.
Esto tampoco se pudo oír.
Raven hacía las veces, cuando no había otro tipo de ayuda a mano, de veterinario supernumerario. En aquellos momentos estaba en el prado que pertenecía al Consejo, donde cualquiera podía dejar pastar su ganado por cinco chelines a la semana. En el extremo opuesto había un viejo caballo castrado de color castaño, un Suffolk Punch, cuyas orejas se le movían como clavijas sobre la frente en dirección hacia cualquier humano que se adentrara en su territorio. Se había quedado clavado, con las patas tiesas, contra la valla.
Cuando estuvo a unos cinco metros de Raven, Florence entendió que le estaba pidiendo que le prestara la gabardina. Su propia ropa estaba rígida, una capa sobre otra, y no le iba a resultar fácil quitársela rápidamente.
Raven nunca pedía nada a no ser que fuera absolutamente necesario. Aceptó el abrigo con un movimiento de la cabeza y, mientras ella se quedaba de pie intentando abrigarse al socaire del seto de espino, él cruzó tranquilamente el prado hacia la bestia que lo observaba todo con gran ansiedad. El caballo siguió cada uno de los movimientos del hombre con las aletas de la nariz bien abiertas y, satisfecho de que Raven no llevara consigo un ronzal, pareció negarse a intentar entender nada más de lo que allí sucedía. Al final tuvo que decidir si entender o no, y un escalofrío profundo acompañado de un suspiro le atravesó el cuerpo desde la nariz hasta la cola. Entonces dejó la cabeza colgando y Raven le enroscó una de las mangas de la gabardina alrededor del cuello. Con un último gesto de independencia, el caballo volvió la cabeza hacia un lado e hizo como si buscara hierba nueva en una parte húmeda bajo la valla. No había nada, así que siguió al hombre de los pantanos torpemente por el prado, lejos del ganado indiferente, hacia donde estaba Florence.
– ¿Qué le pasa, señor Raven?
– Come, pero no le saca provecho a la hierba. No tiene los dientes afilados, ésa es la razón. Rompe la hierba, pero no la mastica.
– ¿Qué podemos hacer? -preguntó ella con amable disposición.
– Puedo arriesgarme a afilárselos -respondió el hombre de los pantanos.
Sacó un ronzal del bolsillo y le devolvió la gabardina. Ella se puso de cara al viento para poder abotonársela con más facilidad. Raven guió al viejo caballo hacia adelante.